miércoles, diciembre 20, 2006

GALLA, LA ESCLAVA


- ¡Cerrad las puertas! ¡Cerrad las puertas! – gritan los oficiales mientras sus caballos se abren paso entre el gentío cerca de las puertas de las murallas de Roma. Los soldados de guardia se apresuran a cumplir la orden, cierran uno de los portones para impedir la salida y apremian a acelerar el paso a los carreteros y a los viandantes que esperaban para entrar. Las callejuelas se atascan: los animales y los carros que circulaban en ambas direcciones ocupan toda la vía, la gente de a pie se empuja y pugna por hacerse un hueco en la estrechez. Crecen las imprecaciones, el griterío y la alarma ante una medida inesperada. Los oficiales vigilan que se cumpla lo dispuesto sin atender a las quejas y los gritos a su alrededor.

- Orden del Senado – vociferan.

Galla está blanqueando la ropa con orín en la lavandería de su ama cuando oye las voces de varias personas que corren por la calle dando aviso del cierre de las puertas. Los vecinos dejan sus labores y se congregan en el pequeño ensanche que hay delante de la lavandería. ¿Qué ocurre? ¿A qué se debe todo este alboroto? Un muchacho llega jadeante.

- ¡Es Aníbal! ¡Aníbal está aquí! A tres millas de la Porta Capena. – dice apenas recupera el resuello – El Senado ha prohibido abandonar la ciudad, han cerrado las puertas.

- ¿Y qué pasa con los que están fuera? – grita Galla.

El muchacho se encoge de hombros. Él sólo repite lo que le han dicho en el foro. No ha preguntado.

Hace ya ocho años que Roma está en guerra contra Cartago. Los romanos han sufrido graves reveses mientras Aníbal se pasea con sus ejércitos por toda Italia. Sus elefantes siembran el pánico en el campo de batalla y aterrorizan a todo el mundo allí por donde aquellas bestias pasan. Pero, hasta ahora, el ejército cartaginés no se había acercado a Roma. Los vecinos enmudecen y se llevan la mano al pecho con pavor. Sus casas están casi al lado de la Porta Capena, son muy vulnerables.

Galla toca en el hombro a su ama y le dice temblando que debe ir a buscar a su hijo. Aunque el ama está turbada, le aconseja esperar un poco. El chico volverá tarde o temprano y no se puede hacer nada si han cerrado las puertas. Sin embargo, no hace ningún gesto para detenerla porque ella misma siente la urgencia de ir a buscar a su madre. Ambas se abren paso entre el gentío en direcciones opuestas.

La esclava llega a duras penas a la Porta Capena. Sortea los animales y las carretas, va de un grupo a otro preguntando con ansiedad si alguien ha visto a su hijo, un niño de ocho años que cargaba un capazo. Es menudo para su edad. Con el pelo rizado y los ojos grandes. Salió de la ciudad al amanecer y ya tendría que haber vuelto. Nadie lo ha visto. ¿Quién iba a prestar atención a un chiquillo? Los soldados de la puerta le ordenan que se aparte cuando se acerca a ellos. Nadie puede salir. Y no, no pueden abrir la puerta.

- Aléjate de una vez – le dicen – No molestes.

Ella sigue buscando por las calles adyacentes, respondiendo a quienes le preguntan por algún pariente extraviado. Pasan las horas. En su aturdimiento, interroga una y otra vez a las mismas personas. Ese hijo es todo lo que tiene, lo que más le importa. Si lo perdiera, querría morirse también. Entra en algunos figones, donde muchas familias que venían de fuera se han refugiado, cansadas de vagar por las calles. En uno de ellos encuentra al campesino a cuyas tierras ha ido su hijo a comprar verduras. Apenas lo ve, Galla se arroja a sus pies llorando.

- ¿Dónde está mi hijo, señor? ¿Ha venido contigo?

El hombre la mira, sorprendido hasta que reconoce en ella a la madre del esclavo que suele ir a su casa. Le ordena ponerse en pie y le pide calma. Cuando le ha llegado el aviso de que se iba a cerrar la ciudad, él y toda su familia han cogido lo más necesario y han venido a refugiarse tras los muros. Su hijo venía con ellos, pero cuando estaban llegando a la puerta, ha dicho que, con las prisas, se había dejado el capazo junto al pozo y debía volver a por él. Insistió en que su ama lo castigaría si perdía el capazo y, además, ya había pagado. No llevaba ni el dinero, ni las verduras, ni el capazo ¿Cómo podía presentarse en su casa así?

La esclava se derrumba. La energía que ha desplegado durante todo el día la abandona de pronto. Su hijo ha quedado fuera de la ciudad, a merced de un ejército. Es aún muy chiquito, no comprende lo que es una guerra ni su brutalidad, no sabe lo que significa ser apresado o muerto. Por las calles que el atardecer y el miedo han dejado desiertas, caminando sin ver, ni oír, ni sentir, vuelve a su casa.

Apenas entra en la lavandería, alguien salta a su cuello con un grito.
- ¡Madre! Estaba preocupado por ti. ¿Dónde te habías metido?

La esclava abraza a su hijo, se sienta con él sobre el suelo y rompe a llorar y a reírse, le da pequeños cachetes que antes son caricia que castigo, besos, más besos.

- ¿Cómo se te ha ocurrido volver atrás? ¿Qué importaba un castigo por perder el capazo? ¿Te das cuenta del peligro?

- Quería ver a los elefantes, madre – le contesta el niño. Y añade con orgullo – ¡Soy el único del barrio que los ha visto!



NOTA: El asedio de Aníbal a la ciudad de Roma se produjo en el año 211 a.C. Los elefantes eran desconocidos para los romanos y causaban pánico.

* Detalle de pintura mural sobre el asedio de Aníbal a Roma. Museos Capitolinos
** Detalle de relieve. Museos Capitolinos
***Detalle de un elefante que soporta un obelisco. Plaza Santa María Sopra Minerva. Roma.

viernes, diciembre 15, 2006

LA DECISIÓN DE LA REINA






- ¿Es ésta la copa de la que habla mi marido? – pregunta Sofonisba al esclavo. El muchacho, un joven de ojos asustados y tez oscura, responde con una afirmación. Sujeta con las dos manos la bandeja sobre la que brilla una copa de plata. Sus manos tiemblan ligeramente, como si estuvieran soportado un peso superior a sus fuerzas. La luz del sol penetra a través de la abertura de la puerta y oscurece aún más la penumbra en el interior de la tienda de cuero. Fuera se oye conversar y discutir a los soldados mientras aplican aceite a sus armas para que no se oxiden. De vez en cuando estallan risotadas y maldiciones, un vozarrón que exige a gritos algo de beber y más risas. La reina Sofonisba permanece en pie, sujetando en la mano el mensaje que le ha enviado su marido.

- Déjala ahí – dice señalando una mesita – y márchate. Di a mi doncella que venga enseguida.

Se sienta en el borde del lecho y se cubre la cara con las manos. Su cabellera negra cae sobre los hombros formando ondas que se mueven, como un mar nocturno, a impulso de sus sollozos. ¡Qué terrible es la guerra! ¡Cómo transforma la existencia en el curso de unas jornadas o unas horas!

Desde que su primer marido declaró la guerra a Roma, el suelo de África está sembrado de muertos. Hace apenas ocho días, los soldados asaltaron y saquearon su palacio. Irrumpieron en sus aposentos, mataron a sus esclavos y violaron a sus criadas antes de degollarlas en una orgía de furor y sangre. A ella y a su vieja nodriza las arrastraron fuera del cuarto y las maniataron. No las salvaron de la muerte por piedad o respeto, sino para exhibirlas como si fueran alimañas en un gran desfile por las calles de Roma.

Cuando le anunciaron que era prisionera del rey Masinisa de Numidia, la reina creyó ver una luz dentro de su desgracia. Cierto que Masinisa era aliado de Roma pero, a la postre, su reino estaba en suelo africano. Al ser conducida ante él, sin atreverse a mirarlo, se arrojó a sus pies.
- Rey Masinisa – le dijo – Sólo soy una mujer y, como ves, no empuño armas ni visto armadura. No he declarado la guerra a nadie; no soy enemiga tuya ni de Roma. Mi único delito es ser la esposa del hombre contra el que estás luchando, y me casé con él porque así lo dispuso mi padre. ¿Ha de pagar una mujer por las acciones de los hombres de su familia? No te pediré clemencia, pero sí te suplico que no me entregues a los romanos ni a sus ritos deshonrosos. Si crees que merezco un castigo, decídelo y aplícalo tú mismo. Y si es la muerte, que sea digna y de acuerdo con nuestras costumbres.
Después de unos instantes eternos, una mano sujetó con suavidad su barbilla y le hizo levantar el rostro. El rey Masinisa la contempló con detenimiento. Se detuvo en sus lágrimas y las siguió mientras se deslizaban por sus mejillas. Le miró la boca, el cabello que la envolvía como una aureola. Se fijó en su cuello y sus pechos, en sus caderas redondas y tiernas. Sus ojos brillaban cuando se encontraron con los de la prisionera.

- Te protegeré, reina Sofonisba – respondió – Soy aliado de Roma, así que sólo convirtiéndote en mi esposa podré salvarte.

¿Qué otra solución se le ofrecía? La reina decidió aceptar. Aún está caliente el lecho sobre el que se consumó su matrimonio y fue escenario de noches ardientes, combates amorosos sazonados con palabras de amor y de pasión, promesas de devoción eterna. Sin embargo, los dos últimos días Masinisa ha estado esquivo. El general romano ha llamado varias veces al rey a su campamento y Sofonisba ha leído preocupación en sus ojos al volver de esas reuniones. Sus caricias no han sido acogidas con la satisfacción de costumbre. A oidos de la reina han llegado rumores preocupantes: los romanos insistían en que ella y su familia eran enemigos encarnizados de Roma y debía ser conducida como prisionera a esa ciudad para que el pueblo romano la juzgase y decidiera su suerte.

El mensaje que acaba de recibir de su marido confirma sus temores. Al oir los pasos de la nodriza, Sofonisba se descubre la cara. Las lágrimas han dejado un rastro enrojecido en sus párpados y sus mejillas.

- ¿Qué tienes, mi reina? – le pregunta la anciana – No me gusta verte triste. ¿Qué pensará tu marido, si lo recibes llorosa?

- Tienes razón, querida mía. No es nada. Prepárame las joyas y la túnica púrpura. Esta tarde quiero estar especialmente bella.
La nodriza no deja de charlar mientras le cepilla el cabello. Le ayuda a colocarse el vestido, ajusta el cinturón a su talle y le calza las sandalias bordadas en oro. Completa el ornato con brazaletes, anillos y un collar de lapislázuli que le cubre todo el pecho. La anciana da un paso atrás para contemplarla. Adora esos ojos almendrados y negros, la suavidad y firmeza de su carne joven, el porte regio de su querida niña. Se acerca de nuevo para arreglarle un piegue de la túnica y se despide con una sonrisa.

Sofonisba se acerca a la mesita y con ambas manos toma de la bandeja la copa de plata. Su marido ha sido claro en su mensaje: muy a su pesar, debe entregarla a Roma. Y ha tenido la gentileza de enviarle una copa de veneno para que se la beba si quiere escapar a esa humillación: la decisión es suya.

- A ti me entrego, muerte – murmura la reina cerrando los ojos – Tu beso es mil veces más leal que las promesas de los hombres.

Mira el brebaje durante unos instantes antes de llevarse la copa a los labios y apurarla. Luego se tiende en el lecho y cubre su hermoso rostro con un velo. Desea que la muerte la despose con la mayor dignidad, como a una novia.


NOTA: La reina Sofonisba murió el año 203 a.C
* y ** Detalle de sarcófago. Museos Capitolinos
*** Detalle de pintura mural. Museos Capitolinos
**** Fragmento de estatua femenina. Museos Capitolinos

martes, diciembre 12, 2006

AUFILENA Y EL EMPERADOR


Aufilena apoya las manos en las paredes que encajonan la escalera y comienza a bajar. Debe tener mucho cuidado, porque sus piernas están ya muy torpes y no la sostienen bien. Tantea con cada pie el escalón siguiente y sólo desplaza sobre él todo su peso cuando lo nota firme. Son muchos escalones y está oscuro. Cuando se despierten sus vecinos ella ya estará abajo, así que no correrá el peligro de que algún muchacho la empuje al bajar dando saltos o las matronas la apremien. Hoy no.

Se ha ataviado con su mejor túnica y cuida de no mancharla con el roce. Hace una semana le pidió a la lavandera que la tiñera de negro y, aunque la mujer ha hecho todo lo posible, el tinte no logra disimular sus defectos. Plauta ha insistido en prestarle un manto para que vaya mejor vestida. No se merece menos el emperador.

La noche está oscura cuando Aufilena llega a la puerta. Habrá de aguardar a que amanezca para internarse en las calles. Apoya la espalda en los tablones que cierran el taller de Aulo, que no tardará en llegar. Es un buen hombre. Al enviudar ella, Aulo se ofreció a enseñarle a su hijo el oficio de fabricante de yugos y lo tomó de aprendiz. Aquí lo trajeron, pobrecito, con las piernas destrozadas y una herida en el vientre. A ella la llamaron a gritos y bajó la escalera a trompicones, con el corazón saliéndosele por la garganta. Su hijo, su alegría, su razón de vivir, el que concibió cuando ya no tenía esperanzas. Allí estaba, tendido en el suelo de paja con los ojos cerrados y la boca contraída por el dolor.

- Volvíamos de entregar dos yugos a un campesino, cuando lo ha arrollado una cuadriga – le explicaron otros aprendices – La conducía el hijo del emperador.

Aufilena atendía a su hijo, que se le moría. Le apartaba el cabello de la frente, le daba besos, lloraba sobre sus mejillas, pero ninguno de esos gestos que rompían el corazón a quienes la acompañaban tenía el poder de desarmar a la muerte. Desde ese día Aufilena no vive, ni duerme, ni descansa. Su dolor es tan grande que la ocupa toda. No estará tranquila hasta que se haga justicia.

- La justicia es para los ricos – le recordaba una y otra vez su hermano – no existe para nosotros. ¿Cómo podrías pedir cuentas al hijo del emperador?

La luz del alba tiñe el cielo de color rosa cuando Aufilena desciende la cuesta que comunica el barrio de los yugarios con el Campo de Marte. Se mueve con dificultad entre la multitud. La aglomeración es superior a la de otros días, porque el emperador Trajano se marcha a la guerra y desfilará con su ejército por la vía Flaminia. Toda Roma ama al emperador y sale a despedirlo. Tras arduos esfuerzos, Aufilena logra colocarse en la primera fila.

La música y los vítores anuncian la proximidad de la comitiva imperial y los romanos enloquecen aclamando a Trajano. La multitud presiona por todas partes, muchos adelantan las cabezas para verlo llegar. Aufilena contiene su inquietud respirando despacio. Ya llega.

Con tres o cuatro pasos, Aufilena se coloca delante del emperador. Trajano frena el caballo, que se levanta de manos, y lo obliga a recular para no arrollar a esa figura vestida de negro. Un grito ha brotado unánime de todas las gargantas. Ella se yergue en medio del camino, firme pese al pavor que le ha provocado ver ante sí el vientre del caballo y sus patas agitándose al aire. No se mueve. Su mirada está fija en el rostro del emperador.

- Señor – dice elevado la voz – se presenta ante ti la viuda Aufilena y pide justicia.

- ¿No ves que voy a la guerra? – responde el emperador, haciendo con la mano un gesto para detener a los soldados que pretenden apartarla a la fuerza - Te escucharé a mi regreso.

- No perderás la guerra por retrasar tu salida unos momentos. En cambio, si no me oyes ahora yo perderé mi única oportunidad. ¿Quién me asegura que no morirás en el combate?

- Si muero, otro atenderá tu petición.

- Tampoco nadie garantiza mi vida. La muerte, sea tuya o mía, hará imposible la justicia. Si decides aplazarla, ¿quedará también aplazada mi pérdida? ¿Volverá a la vida mi único hijo a la espera de que regreses? ¿Crecerá dichoso quien lo ha matado? No es justa una justicia que debe esperar.
- Tus palabras son ciertas – responde el emperador – ¿Quién mató a tu hijo?

- Un hijo tuyo, señor: el más pequeño.

El silencio que guardaba la multitud desde que Aufilena comenzó a hablar, se vuelve aterrador. Hay sorpresa y dolor en el rostro de Trajano. Su caballo se inquieta y cabecea.

- Te doy a mi hijo en sustitución del que has perdido – dice el emperador – Desde este momento decreto que eres su madre y él deberá honrarte y obedecerte como tal.

- No hay nadie en el mundo capaz de ocupar el lugar de mi hijo – responde Aufilena –, pero lo acepto. Y en este mismo acto os lo devuelvo a ti y a tu esposa. Ni por justicia quiero privaros de vuestro hijo como yo me he visto privada del mío. Vete tranquilo, señor. He obtenido lo que quería.

Las lágrimas corren por las mejillas de Aufilena mientras se aparta. La multitud se abre para acogerla con orgullo e integrarla de nuevo en su seno: una humilde matrona romana ha demostrado estar a la altura de un emperador.
*Figura femenina. Museos Capitolinos
** Detalle de relieve. Emperador Marco Aurelio. Museos Capitolinos
***Detalle de un mosaico. Museo Massimo alle Terme

jueves, diciembre 07, 2006

CUPIDO Y PSIQUE ( y XVI).- Un banquete celestial.



Reina el silencio en la mansión de Venus. La diosa ha salido a dar un paseo por la tierra en su carro tirado por palomas y sus criadas están ocupadas en preparar las ropas y las joyas que ha de vestir su señora para ir al teatro. En el cuarto en el que se halla recluido, Cupido se remueve inquieto. La herida del hombro se ha curado dejando apenas una huella, una sombra oscura en su piel delicada que le recuerda a su esposa. ¡Qué hermosa es! ¡Y cuánto la ama! En los últimos tiempos Psique ha sufrido mucho, demasiado, para someterse a los mandatos de su madre, aún enojada.

- Ninguna diosa, ninguna ninfa tiene el poder de seducción de Psique – piensa Cupido recordando cuando la vio por vez primera – Es inocente y cándida como un pajarillo, y tan amorosa… no conoce la doblez. Se ha hecho fuerte sin hacerse malvada, ha superado las pruebas de mi madre sin causar daño a nadie. ¿Quién me respetará, si no atiendo a los requerimientos de mi propio corazón? Seré el peor de los maridos, el más estúpido de los dioses si no lucho por ella.

Esos pensamientos lo sacan de su estado de atonía y le insuflan nuevo vigor. Se alza del lecho, despliega varias veces las alas y las sacude con energía. Toma luego el carcaj y las flechas arrumbadas en una esquina y, tomando impulso, se lanza hacia lo alto a través del tragaluz de su cuarto para salir al espacio infinito. Traza un círculo en el aire con el fin de orientarse y decidir en qué dirección irá a buscar a su amada. Un rayo de sol vespertino, casi agonizante, le envía una señal arrancando en el horizonte un destello. Y hacia ese lado, llamado por el corazón, vuela raudo.

Psique está tendida en el suelo, abatida por el sopor, con la cajita de Venus caída a su lado. Cupido recoge con prontitud el sueño letal que se había escapado de la caja y lo vuelve a poner dentro. Saca del carcaj una de sus flechas y con mucha dulzura le pincha a Psique en el pecho antes de despertarla con un beso.

- Psique querida – le dice mientras levanta entre sus brazos su cuerpo desmayado - ¿No aprenderás nunca a contenerte?

Cuando ella abre los ojos y le ofrece sus labios, sin poder resistirse la besa y la anima a levantarse. Le devuelve la caja pidiéndole que se apresure. Debe ir sin demora a casa de su madre para cumplir el encargo dentro del plazo convenido. No debe preocuparse, porque él volverá cuanto antes.

Mientras ella se pone en camino, su marido, sin detenerse un instante más, bate sus alas poderosas y se dirige al palacio de Júpiter, el padre de los dioses. Se presenta ante él, le expone sus quejas y le dirige una súplica: ama a Psique y no quiere de ningún modo separarse de ella.

- Niño querido – le responde el padre Júpiter acariciándole el cabello – has crecido conmigo y te conozco bien. Tus flechas me han hecho mucho daño a veces: me has arrastrado a experimentar pasiones humanas; por su causa, me he visto obligado a tomar formas poco nobles para mi dignidad divina: he sido toro, serpiente, lluvia o cisne. He de reconocer, no obstante, que me has prestado también otros servicios… Soy bondadoso de natural, ya sabes, y te amo mucho. Accederé a tus deseos. Sólo espero a cambio dos cosas: que no proliferen los cupidos, que no permitas crecer a tu alrededor falsos imitadores, porque entonces el mundo entero enloquecería… – le da un pellizquito en la mejilla y acercándose a su oreja, añade – y que recompenses mi apoyo con los amores de alguna joven hermosa.

De inmediato, el rey de los cielos convoca a las divinidades a una asamblea y, apenas se reúnen, les habla así:

- Todos sabeis, respetables dioses, cuánto es mi amor por Cupido y cuánto nos ha transtornado a todos con sus juegos. Ya no es un niño, como veis. Y va siendo hora de ponerle freno, más cuando está en plena juventud y sus ímpetus son tan intensos como peligrosos. No quiero más escándalos ni que él se involucre en amoríos estériles. Ha de contraer matrimonio y lo hará con una muchacha elegida por él mismo, una joven a la que ama con intenso ardor – Y dirigiéndose a Venus, su hija, añade – No te disgustes tú, hija mía, porque tu propio hijo ame con tanta pasión a una mortal. Yo haré que se igualen en dignidad e importancia sus linajes, que ambos contrayentes sean iguales; me propongo declarar su matrimonio legítimo.

Ordena entonces a Mercurio que traiga a Psique a su presencia, y cuando el dios mensajero la trae con él, Júpiter la acoge con una sonrisa y le ofrece una copa de ambrosía, la bebida de los dioses.

- Bebe, Psique, y sé inmortal, porque el amor te ha vinculado para siempre a Cupido y es indisoluble el lazo que os une.

Se celebra a continuación el banquete nupcial. Venus, cuya furia ha quedado por completo aplacada, sonrie sin cesar. Organiza una orquesta con voces y coros y, acompañándose de ellos y de los caramillos que tañen los sátiros, deleita a los presentes con una deliciosa danza. Canta Apolo con su cítara y arranca aplausos y vítores entre los comensales. Recorren la mesa las Gracias derramando perfumes y pétalos de rosas y Ganimedes escancia dulce vino en la copa de Júpiter. Pisque, en brazos de Cupido, no cesa de mirarlo y de admirarse por estar a su lado y en paz.

- No sabes cuánto te amo, esposo mío – le dice en un momento en que sus labios rozan su oído – muchas veces creí haberte perdido. No hubiera soportado la vida sin ti.

- Ni yo hubiera consentido que la perdieras, querida esposa – responde él embelesado – antes me hubiera arrancado las alas y hasta el corazón. ¿Has pensado ya en un nombre para nuestra hija? – pregunta acariciándole el vientre.

- ¿Qué te parece si la llamamos Voluptuosidad?

- Me gusta. Y mañana mismo retornaré a mis obligaciones. Se acabó el desamor, la tristeza y el abandono en el que está sumida la tierra. El mundo entero recobrará la alegría: surgirán nuevos amores, se reencontrarán los antiguos y tomarán nuevas fuerzas, los esposos se amarán como nunca y tú y yo seremos los inmortales más dichosos que hayan existido jamás.

El banquete continúa durante toda la noche. Las Horas coronan a los invitados con flores, danzan las náyades y refrescan el ambiente con espuma marina, se esparcen por el aire los olores más sutiles. Psique, la pequeña Psique, ha superado todas las pruebas y es inmortal. Charlan en una esquina las Musas e intercambian noticias: una de ellas confiesa estar visitando a Virgilio y se dispone a contarle la historia de la reina Dido y Eneas, el padre de la raza romana. Una historia en verdad emocionante y terrible. Mas como en ella estuvieron enfrentadas Venus y la diosa Juno, es mejor ser discretas ahora y esperar a que se hayan retirado para hablar…





* y ** Cupido y Psique. Cánova. Museo del Louve. París (Foto Krisihs)

*** Detalle de la Logia de Psique. Venus, Juno y Ceres. Discípulos de Rafael. Villa Farnesina

****Cupido y Psique. Museos Capitolinos.

*****Detalle de la ornamentación de la Logia de Psique.

sábado, diciembre 02, 2006

CUPIDO Y PSIQUE (XV).- En el reino de los muertos.



Psique se detiene a pocos pasos de la gruta por cuyo vientre oscuro descenderá al reino de Plutón, dios de los Infiernos. Los rayos de sol iluminan los bordes de la boca y centellean sobre su superficie de granito, mas el interior se pierde en una bruma lóbrega y espesa. Antes de traspasar la entrada, la joven quiere cobrar fuerzas y prepararse para la afrontar la prueba más peligrosa: nadie ha regresado jamás del mundo de los muertos.

Se sienta en el suelo y, mientras deshace el hatillo en el que trae todo lo necesario, repasa una vez más lo que va a hacer. No tiene dudas: la existencia que deja atrás carece de valor y sentido sin su esposo. En cambio, si supera esta prueba, si logra salir de ese lugar de espanto y cumplir el encargo de Venus, podría recuperar el amor de Cupido. Poco habrá perdido si fracasa. Si vence, su alma se elevará de gozo hasta tocar el cielo.

Sujeta a su cinturón, con mucho cuidado, la cajita que le ha entregado Venus para guardar el ungüento de belleza que debe prestarle Proserpina. Esa es la razón de su bajada al Infierno y conviene prestarle la mayor atención.

- Bajo ningún concepto, por ningún motivo – le ha dicho la torre consejera – debes abrir esa caja cuando te la entregue Proserpina. Debes apresurarte y llevársela a Venus antes de la hora del teatro, pues tu suegra quiere presentarse ante el resto de los dioses radiante de hermosura. Si cumples con ello, la tendrás a tu favor.

Psique se asegura de la firmeza de la sujeción, cuestión sumamente importante porque durante el viaje no podrá coger la caja con las manos, ya que tendrá las dos ocupadas. En cada una debe llevar un pastel muy especial que ha elaborado amasando harina de cebada con vino dulce y miel de abeja. Antes de extraerlos de su envoltorio, se introduce en la boca dos monedas, tal como le han indicado. Así preparada, con las monedas, un pastel en cada mano y los latidos desenfrenados de su corazón, penetra hasta el fondo de la cueva.


Pronto las paredes se estrechan oprimiendo el sendero. Están húmedas y su viscosidad absorbe el ruido del exterior hasta el punto de crear un absoluto silencio. Preámbulo del mundo de las sombras, donde todo está muerto. De pronto, de la oscuridad surge un viejo que se acerca hacia ella renqueando y conduciendo un asno cargado de ramas. Algunas se han salido de las albardas y cuelgan por los costados. El hombre, con voz lastimera, le pide a Psique que las recoja, pero ella finge no haber oído y, ciñéndose a la pared, pasa de largo sin detenerse ni mirarlo.

El sendero desemboca en una gran caverna, tan alta que la oscuridad se traga el techo. En la penumbra silenciosa y helada, a ras de suelo, se extienden las aguas pesadas y negras de la laguna Estigia, surcadas por la barca de Caronte. Sus ojillos rijosos han visto en la orilla a Psique, y esbozando una sonrisa que deja al descubierto sus dientes podridos, hunde su pértiga en el fondo para impulsar la embarcación y se dirige a su encuentro. Ni siquiera de este lugar sombrío está desterrado el dinero, así que las almas, si quieren descansar en paz, deben pagar el transporte a la otra orilla para ingresar en el mundo de los muertos. Psique está preparada. Ha escondido una de las monedas debajo de la lengua, así que cuando el barquero levanta su mano de uñas sucias y le abre la boca para cobrarse el pasaje, encuentra únicamente sobre la lengua la moneda que establece la tarifa.

Están en el lago a mitad de trayecto cuando unos brazos descompuestos por la corrupción, con jirones de piel y carne colgando y huesos a la vista, surgen del agua y se alzan con muda súplica. Emerge después la cabeza horripilante de un anciano y con voz cavernosa suplica a Psique.

- No me dejes aquí – implora mirándola con un ojo fuera de la órbita y el otro hundido en el cerebro –. Súbeme a la barca y ayúdame a alcanzar la orilla. Estas aguas me pudren y me agotan. Soy viejo, no tengo dinero para pagar el pasaje y necesito descansar.

El corazón de la joven se conmueve, pero no cede. La compasión está desterrada de este mundo – le han advertido. Como Venus conoce las debilidades de Psique, las trampas que le ha preparado están dirigidas a aprovecharse de la dulzura de su corazón. Hará todo lo posible para que su piedad la induzca a soltar uno de sus pasteles sin percatarse de ello. Debe resistir.

Una vez desembarca en la otra orilla, oye los alaridos de unas ancianas tejedoras que le piden ayuda para acabar su trabajo. Gritan, lloran e imploran, le ruegan que se acuerde de su madre, quien alguna vez podría encontrarse en la misma situación. A la muchacha le saltan las lágrimas, pero agarra con más fuerza sus pasteles y se dirige hacia la masión del dios de los Infiernos.

En aquel silencio que sólo han roto, de vez en cuando, algunos gritos de ultratumba demandando su auxilio, resuenan de pronto, con la potencia de una trompeta, los ladridos de un perro. Delante del atrio del palacio de Plutón y su esposa Proserpina, Cerbero agita sus tres cabezas y las hace rotar con los ojos en blanco. Sus ladridos suenan más terroríficos aún al ser repetidos por el eco en el espacio espectral y vacío que es el Infierno. A pesar de tan horrible presencia, Psique no vacila: arroja a los pies del can uno de sus pasteles, y mientras las cabezas pelean entre sí y se disputan cada bocado, ella entra sin estorbos en la morada de Proserpina.

La bella esposa de Plutón la acoge con alegría y la invita a sentarse a su mesa para dar cuenta de un magnífico banquete. Hace tiempo que no recibe visitas y arde en deseos de conversar y ser informada de las últimas novedades de cielo y tierra. Psique, esbozando una sonrisa, rechaza cuanto le ofrece y le da cuenta del recado que trae. Entrega la cajita a Proserpina. Mientras ésta encarga a una doncella que la llene de su ungüento, Psique se sienta a sus pies y devora un mendrugo de pan, único manjar que ha pedido. Y así, en cuanto le devuelven llena la cajita, se despide de su anfitriona no sin agradecer la gentileza que ha tenido hacia ella y hacia su suegra Venus.

De nuevo en el atrio, el enorme perro la recibe ladrando: su misión no es asustar a los muertos – a quienes ningún daño puede hacer – sino impedir a los vivos entrar o salir del Infierno. Le arroja entre las patas el segundo pastel y pasa a toda velocidad por su lado. Caronte está en la orilla, con su barca. Psique le ofrece de nuevo su boca, para que el astuto y avaricioso barquero pueda cobrarle el viaje de regreso. Una vez atravesada en sentido contrario la laguna Estigia, retoma la senda por la que penetró y sale de nuevo a la luz del día.

¡Con qué avidez respira Psique el aire puro! Tiene el corazón henchido de emoción. ¡Ha conseguido salir del mundo del que no regresa nadie…! Ahora sí que podrá reunise con su marido. Mira al cielo y comprueba que el sol ya ha superado su cenit y está próximo a declinar. Ha de apresurar el paso para llegar cuanto antes a la morada de Venus, que la estará esperando o quizá espera que no vuelva jamás. Ahora ya no le importa tanto que su suegra la odie. ¡Podrá ver a Cupido! Él comprenderá la magnitud de su amor cuando sepa cuantos sacrificios le ha costado volver a encontrarlo.

Todo esto va pensando mientras camina apresurada campo a través, saltando piedras y matojos y vadeando arroyuelos.

- Debo estar horrible – se dice de pronto –. ¿Cómo podría ser de otro modo volviendo del reino de los muertos? No puedo presentarse así ante mi esposo. ¡Me encontrará tan horrorosa que no querrá verme nunca más…!

Va aflojando el paso poco a poco.

- Demostraré ser bastante tonta si tengo al alcance de mi mano un ungüento de belleza tan extraordinario y no me aplico un poco. No creo que Proserpina haya escatimado en la cantidad ni tampoco que Venus se de cuenta si me pongo en la cara una pizquita…

Sin detenerse del todo para no llegar tarde, Psique abre la caja. ¡Está vacía! Pero no tiene tiempo de intentar comprenderlo: un gran sopor se apodera de sus miembros, les arrebata la fuerza y la hunde en un sueño de muerte tan intenso, que cae al suelo allí mismo. El sol continúa su marcha hacia el ocaso y la ve, desde su altura, tendida como un cadáver en medio del sendero...
* y ****Esculturas femeninas. Museos Capitolinos
** y *** Detalles de esculturas. Museo Altemps
*****Detalle de escultura. Museos Capitolinos

martes, noviembre 28, 2006

CUPIDO Y PSIQUE ( XIV ).- Se perfila la muerte.


Sobre el estruendo del agua negra al derramarse por las cascadas y el rugido de los dragones que agitan sus cabezas incendiarias, se impone, de pronto, el batir de unas alas. Psique no levanta la vista. No se presentará ante Venus con la jarra vacía ni afrontará sus burlas. Si ha de morir – piensa – no será de vergüenza. Prefiere despeñarse por esta montaña o acabar despedazada entre las garras de las fieras. Busca por las hendiduras de las rocas un lugar al que agarrarse para empezar a trepar, cuando una voz la llama.

-¿Qué pretendes hacer? – oye decir a sus espaldas – ¿No sabes que los propios dioses tiemblan ante las aguas que nutren la laguna Estigia? ¡Cuánto más peligroso y arriesgado es para ti! ¿Cómo llegarás arriba sorteando tantos peligros? Y si el agua no te engulle o no te hiela las manos ¿cómo sujetarás la jarra para bajar?

Quien así habla es un águila que oscurecería el sol sólo con extender sus alas. Está al servicio del padre Júpiter y no ha olvidado que, gracias al gentil Cupido, consiguió cumplir con el encargo de arrebatar y llevar a los cielos al joven Ganimedes para que escanciara el vino al rey de los dioses. Le está muy agradecida y considera que ha llegado el momento de devolverle el favor.

- Eres joven y careces de experiencia – insiste, ante el silencio de Psique – De modo que pienso ayudarte. Colócame la jarra entre las garras y ya me ocuparé yo de llenarta. Espérame aquí.

Psique le obedece de inmediato y observa cómo el águila real remonta el vuelo, esquiva las llamaradas que expelen las cabezas monstruosas, zigzaguea entre las cascadas y llega al fin a la cumbre. El manantial amenaza con tragarla, pero el águila invoca el nombre de Venus, por cuyas órdenes dice venir, y las aguas se dejan capturar en la jarra.

Loca de alegría corre Psique al encuentro de su suegra. Está segura de haber superado la última prueba. Pero el agua que trae en la jarra es menos helada y negra que el corazón colérico de Venus. Una vez más la recibe con gestos de desprecio y palabras hirientes.

- Muy bien, querida niñita – le dice ciega de rabia – Como veo que tienes grandes poderes, pues de otro modo no podrías cumplir mis órdenes, pienso que eres la persona adecuada para un encarguito. No hagas pucheros: ¡Sólo se trata de ir al mundo de los muertos, donde Plutón tiene su pavorosa morada! Poca cosa para ti.

Psique la escucha con la cabeza gacha y los ojos inundados de lágrimas. No responde nada, pero su corazón se ha vuelto de plomo y teme que ni siquiera le permita andar.

- Por tu culpa, esclava tonta y fea – grita la diosa – se ha marchitado mi belleza junto al lecho de mi hijo. Noche y día he cuidado de las heridas que le has producido. ¡Ay de ti, si no se cura…! Lo menos que puedes hacer para reparar el daño, es llevar esta cajita a Proserpina y decirle de mi parte que te ponga en ella un poco de su hermosura. No necesito mucha, basta que me dure uno o dos días, pero la quiero ya. He de asistir al teatro y no consentiré que los otros dioses me vean desfavorecida y demacrada. ¡Vete ya!

Con un paso más decidido de lo que creía posible, Psique abandona la morada de su suegra y se dirige hacia una torre que asoma en el horizonte. Sabe cuál es el alcance de la orden de Venus: en realidad, la diosa no necesita la belleza para nada. Quiere, sencillamente, deshacerse de ella para siempre. Bién, la obedecerá. No podrá decir que se ha resistido a su mandato. Subirá a la torre y se lanzará de cabeza desde lo más alto: es la forma más rápida y segura de bajar a los Infiernos. Por fin suegra y nuera están de acuerdo: ha llegado la hora de la muerte de Psique.

Está al pie de la torre y se dispone a subir, cuando las piedras comienzan a hablarle.

- Después de tanto sufrimiento y esfuerzo ¿Vas a rendirte? Si amas a tu esposo y confías en él ¿por qué vas a privarte voluntariamente de la vida? Si tu espíritu se separa del cuerpo, desde luego que llegarás al mundo de los muertos, pero no podrás regresar.

- Estoy cansada – responde Psique – y no veo la manera de llegar al Infierno de otro modo. No sé si podría resistir más pruebas y horrores.

- Te explicaré lo que debes hacer. Cerca de aquí, en la ladera de un monte, hay una caverna que es el respiradero del palacio del dios Plutón y su esposa Proserpina. Entra en esa caverna. Un camino que parte de la entrada y parece intransitable te llevará directamente al Infierno. Pero antes de aventurarte en ella, has de proveerte de algunas cosas: llevarás un pastel de harina en cada mano y dos monedas en la boca. Y escúchame atentamente, porque sólo si cumples mis instrucciones podrás salir de allí y regresar al mundo de los vivos.

Psique apoya su oreja en el viejo muro de la torre y escucha con la mayor atención. La anima la firme voluntad de salir con vida de esta prueba. Esta vez no cometerá el mismo error que le llevó a perder a su marido: obedecerá, aún cuando no vea ni comprenda.
Su alma sueña con el momento feliz de su reencuentro con Cupido.
* Águila. Museo Termas de Diocleciano.
**Fragmento de relieve. Plutón y Perséfone (nombre griego de Proserpina). Museo Altemps.
***Circo de Magencio. Roma
****Fragmento de un sarcófago. Cupido y Psique. Museo Termas de Diocleciano.

viernes, noviembre 24, 2006

CUPIDO Y PSIQUE ( XIII ).- Tormentos sin fin.




Apenas los pajarillos despiertan con el rumor de los caballos del carro de Aurora, la mansión de Venus se pone en pie. La diosa mantiene a su hijo recluido en su habitación e ignorante de la presencia de Psique bajo el mismo techo. Los amantes, separados, no han podido dormir. Cupido ha descubierto y comprendido su error. Debía haber sido sincero con Psique desde el principio, revelarle quién era y cuánto la amaba, buscar el apoyo de ella para enfrentarse al disgusto de su madre. Le ha hablado todo el tiempo con palabras equívocas, empujándola a la confusión. Si no se hubiera rodeado de tanto misterio y oscuridad, ella no habría dudado de él ni un solo instante ni habría sido presa fácil para la envidia de sus hermanas. Su torpeza ha sido tan grande como su amor. Y ha de buscar el modo de repararla.

El frío de las losas de mármol del suelo ha penetrado en los miembros de Psique y los ha entumecido. Pero ha sido un frío interior el que la ha mantenido despierta toda la noche, apoderándose de su ánimo. Venus está tan enojada, la odia tanto, que no ve el modo de congraciarse con ella. Por otra parte, el maltrato que le ha dispensado y la amenaza tan severa contra la vida del hijo que lleva en sus entrañas no ha merecido una reacción por parte de su marido. Seguramente Cupido ya no la ama y no le importa lo que le suceda.

- ¡Arriba, esclava perezosa! Hay mucho por hacer. – grita Venus irrumpiendo en su habitación. La conduce hasta una ventana y señala en la lejanía.

- Hay un rebaño de ovejas cuyo vellón brilla tanto como el oro. Me gusta y me hace falta para confeccionarme un manto nuevo. ¿Ves desde aquí la ribera del río? Está justo donde se alinean los árboles. Las ovejas pastan por los alrededores y no tienen pastor. Así que ve inmediatamente y tráeme una buena cantidad de mechones de lana.

Sangrando por las heridas que le inflingieron Inquietud y Tristeza, la joven sale a cumplir el encargo. Le pesa el corazón. Intuye que el trabajo que le ha encomendado la diosa no tiene como finalidad probarla, sino perderla. Así llega cabizbaja a las proximidades del río, pensando que quizá sea mejor hundirse para siempre en su seno.


Un aire muy suave se levanta a su alrededor, agita las copas de los árboles y riza con diminutas ondas la superficie del agua. Al pasar entre las cañas, éstas se ahuecan aún más y emiten delicados sonidos, dulces como cuando las tañe un pastor enamorado y claras como la luz del día.

- Aléjate de esos pensamientos que te afligen, querida niña – le susurran – Nosotras te diremos qué puedes hacer. Esas ovejas, aguijoneadas por el sol y el calor, son muy agresivas y no puedes acercarte a ellas: suelen derribar a golpes y pisotear hasta la muerte a los mortales que se les aproximan. Quédate aquí cerca y descansa.

- Y ¿qué ganaré descansando o esperando? Si han de matarme, que sea cuanto antes – responde Psique.

- Aguarda a que el sol mitigue sus ardores del mediodía – cantan las cañas – Cuando baja el calor las ovejas se tranquilizan, se tumban bajo los árboles y sestean a la sombra. Entonces sacude con cuidado los arbustos que hay cerca del agua, porque entre las ramas se quedan prendidos muchos vellones. Cumplirás sobradamente lo que te han pedido.

A este consejo se atiene Psique y comprueba con alegría que ha hecho bien en seguirlo. Regresa llena de esperanza a la mansión de Venus. Sin embargo, la diosa la recibe de nuevo con mal genio. Ante el montón dorado de vellón que su nuera deposita a sus pies, se ríe con desprecio y amargura. Le dice abiertamente que no cree que lo haya conseguido ella sola.

- Sé muy bien quién es tu consejero – le dice –. No pienses que no estoy enterada. Te pondré a prueba de nuevo. Esta vez tendrás que demostrar que tienes fortaleza de ánimo y prudencia. Pero no temas – subraya con ironía al ver desasosiego en el rostro de Psique – Sólo se trata de traerme una jarra llena de agua. Es verdad que está un poco alta...

Entre risas, la arrastra de la mano hasta la puerta y le muestra una montaña. A su considerable altura se añade un picacho rocoso rematado por una punta delgada como una aguja que atraviesa las nubes. Hay algo lúgubre en el color morado que tiñe la roca más alta y oscurece los anillos de niebla.

- En aquella punta brota el agua. He de advertirte que es negra y helada. De allí baja en cascada hasta el valle, donde la recoge la laguna Estigia. La conoces ¿no? O al menos has oído hablar de ella, porque es la que deben atravesar las almas para acceder al mundo de los muertos. – y lanzando una risita perversa, añade – También tú la atravesarás un día, desde luego. ¡Qué maravilla perderte de vista! En fin, criatura fea y deforme, ve a por el agua y recógela justo en el nacimiento del manantial.

Toma Psique la jarra que le da una doncella y con fuerzas renovadas se dirige hacia el objetivo. Va a ser fuerte, pondrá en juego toda su voluntad y su habilidad. Aviva el paso y pronto comienza a subir la montaña. Le reconforta el recuerdo de aquella otra a la cual la condujeron sus padres para la boda. También entonces tenía miedo, iba al encuentro de un monstruo desconocido y luego resultó ser el más bello y dulce de los esposos. También ahora ocurrirá algo igual: será menos difícil y penoso de lo que parece y, terminada la prueba, obtendrá su recompensa.

Cuando alcanza el pie de la roca, sus ánimos se deshinchan. Es mucho más alta y abrupta de lo que parecía. Cascadas de agua brotan por todas partes y a distintas alturas produciendo un ruido ensordecedor, que se torna bronco y oscuro cuando el agua penetra de nuevo en la piedra y se desliza por canales ocultos. Los peñascos están resbaladizos por la humedad y no ofrecen hendiduras a las que asirse. De varias grutas brotan llamaradas de fuego y, de pronto, tras una de ellas asoma la cabeza de un dragón. Sus ojos enrojecidos se fijan en ella y sus fauces se abren para expeler fuego y rugidos. El agua le grita: “Huye, huye! ¡Ponte a salvo!”. Y Psique cree que ha llegado su final.

* Figura femenina. Museos Capitolinos

**Detalle del mosaico del ábisde de la iglesia Santos Cosme y Damián. Roma

***El río Tíber a su paso por Roma

****Framento de fesco. Pompeya

martes, noviembre 21, 2006

CUPIDO Y PSIQUE (XII).- Psique se enfrenta a su destino.




Sentada sobre una piedra a un lado del camino, Psique trata de reponerse del cansancio y el miedo. Lleva días y días vagando sin rumbo, persiguiendo inútilmente a su marido. A esa angustia se ha añadido otra nueva: el saber que la diosa Venus está encolerizada con ella y la anda buscando. Ahora comprende que su matrimonio – ese matrimonio tan feliz y tan breve – no había sido conocido ni autorizado por la madre de Cupido. Por ese motivo él insistía en que se mantuviese oculto. Siente el corazón más seco y pedregoso que el paisaje que la rodea, más vulnerable que una florecilla que ha quedado aplastada bajo su sandalia, más indefenso que el cuerpo de una mariposa con las alas quebradas.

Si ni las más grandes y veneradas diosas pueden ayudarme – piensa – nadie en el mundo me puede socorrer. ¿Dónde podría refugiarme de la ira de Venus? ¿Qué cueva, qué sima, qué piedras serían lo bastante oscuras, profundas y densas para ocultarme a su mirada? ¿Qué mortal se arriesgaría a ofenderla por mi causa? No puedo escapar.

Estos pensamientos la llevan a concluir que es preferible hacer frente a su destino. Quizá si se entrega y demuestra que sabe ser sumisa, Venus se aplaque. Tal vez le conmueva ver su vientre abultado y le alegre la perspectiva de tener un nieto. Hasta es posible que Cupido se haya refugiado en casa de su madre y pueda encontrarlo allí. Con esas y otras razones fortalece su espíritu y reaviva sus esperanzas. El día se ha vuelto brillante, espigas y campanillas crecen a la vera del camino, y el sol que estaba en su cenit comienza a marcarle el camino a occidente. Irá a Roma donde, en el valle de Murcia, tiene su santuario Venus.




La diosa Venus no ha perdido el tiempo. Ha solicitado y obtenido el permiso de Júpiter para que el mensajero de los dioses, el veloz Mercurio, pregone por todos los pueblos y rincones de la tierra la descripción de su esclava, la princesa Psique, y ofrezca una recompensa a quien la entregue o la denuncie.

- Siete dulces besos de Venus en persona y uno más, que será pura miel, con la puntita de la lengua – pregona Mercurio por donde va. Para delatar a la fugitiva y recibir tan exquisito premio, el denunciante ha de presentarse en las columnas del pórtico del templo de Venus en el valle de Murcia.

Cuando Psique está en las proximidades del templo, sale a la puerta una de las doncellas de Venus quien, al verla, la agarra por los cabellos y, profiriendo mil insultos, la arrastra ante los pies de su señora.

- ¡Así que estás aquí! – ruge Venus, entre risotadas fruto de su cólera – ¿Has venido a verme a mí, tu queridísima suegra, o acaso vienes a visitar a tu maridito, al que has quemado de manera espantosa y está a punto de morir? – y girándose imperiosamente hacia su derecha, da voces a sus otras criadas –¡Que se presenten ahora mismo mis siervas Inquietud y Tristeza! ¡Que la atormenten con sus armas hasta que yo diga basta!

Cuando acaban con esa tarea y devuelven a Psique a presencia de Venus, la joven no puede más. No se atreve a levantar la cabeza y mirar a la diosa, pero en su imaginación se la representa más furibunda y horripilante que la propia Medusa, cuya sola mirada convertía a los hombres en piedra. Su furor no se ha calmado un ápice, y sigue dando vueltas y vueltas por la habitación. Se ríe de ella y se burla de manera descarnada.

- ¡Miradla, qué fea y gorda está! ¿Creías que me ibas a enternecer con tu barriguita…? – le dice tras insultarla de todas las maneras – Piensas que me hará feliz ser abuela. ¡Qué estúpida eres! ¿Cómo podría complacerme tener un nieto de una esclava? Además, tu hijo, si es que permito que llegues a parirlo, será un bastardo: tu matrimonio no vale nada, porque se ha realizado sin testigos y sin el consentimiento de los padres.

Psique soporta las vejaciones y las amenazas en silencio. Si es cierto que Cupido está en peligro de muerte por su culpa; si por haberle hecho daño pierde también al hijo que está esperando, su propia vida no tendrá ningún sentido ni valor. Percibe, con más intensidad que nunca, su absoluta soledad e indefensión. Se deja vencer por el desaliento, porque su destino no está en sus manos, sino en las de Venus.

La diosa, entonces, ordena a sus criadas que le traigan sacos de lentejas, habas, trigo, cebada, mijo, garbanzos y semillas de amapolas y, cuando los tiene ante ella, los manda vaciar sobre el suelo y mezclarlo todo.

- Ahora separarás una a una esas semillas y las clasificarás de nuevo. Voy a un banquete de bodas y quiero ese trabajo realizado cuando yo vuelva. Ya veremos si eres más eficiente que fea. Aunque ¡lo dudo mucho!

La joven se sienta en el suelo, incapaz de comenzar una tarea que se le antoja imposible. Pero he aquí que una hormiga, compadecida del maltrato que está recibiendo la esposa de Cupido, esa muchacha hermosa a la que el dios ama más que a nadie en el mundo, corre por todas partes y alerta a sus compañeras. De inmediato se forman interminables hileras de hormigas que con auténtico frenesí se ocupan de separar las semillas por clases y colocarlas en montones. Concluida la tarea, desaparecen sigilosamente.

Venus regresa y observa el resultado mortificada. Niega a Psique ningún mérito, al contrario, dice saber que ha sido Cupido quien le ha prestado ayuda. Le arroja un mendrugo de pan y la deja a solas.

Psique cae al suelo rendida. Durante esta jornada interminable, sus fuerzas han estado varias veces a punto de abandonarla. Sin embargo, las últimas palabras de su suegra la han reconfortado: si Venus piensa que Cupido la ama, aún hay esperanzas para ella.

NOTA: El texto en cursiva, está tomado literalmente del libro de Apuleyo "El asno de oro", en traducción de Lisardo Rubio Fernández.

* Figura femenina. Museo del Ara Pacis.

**Valle de Murcia en Roma. Los árboles del fondo están sobre la colina del Aventino.

***Detalle del Templo de la Sibila. Tívoli.

****Cupido. Museo del Louvre.Fotografía de Emilio Gañán

viernes, noviembre 17, 2006

CUPIDO Y PSIQUE (XI).- Persecución.


- ¿Qué te ocurre, querida nuera? – pregunta la diosa Juno a Venus – Con tanta prisa y ofuscación, has estado a punto de arrollarnos. ¿Y a qué vienen esas arrugas en tu ceño?

Quien así habla es Juno, la diosa con mayor autoridad, respetada y amada por sus propias cualidades y temida por ser esposa de Júpiter. Paseaba en compañía de la diosa Ceres por las inmediaciones de la mansión de Venus, cuando ésta ha salido muy enfadada y lanzando imprecaciones contra su hijo.

- Bien sabéis lo que me ocurre – responde Venus, intentando templar un poco su ánimo – Si a alguna de vosotras os hubiera traicionado un hijo... ¿No recorriste el mundo desesperada, amada Ceres, cuando tu hija Perséfone desapareció? Pues yo siento que me han arrebatado a mi pequeño Cupido.

- No puedes pensar tal cosa – responde Juno – Hace tiempo que para él han terminado las travesuras y los juegos. Cupido ya no es un niño ¿No es cierto, Ceres?

- Desde luego – responde la aludida – Se ha convertido en un jovencito encantador. Y no tiene mucho sentido que te enojes. ¿Qué dirán los humanos si la diosa del Amor prohíbe ese sentimiento en su propia casa? ¿No se ofenderán los demás dioses cuando vean que los envuelves y enredas en las mismas pasiones que niegas a Cupido? Temo que caigas en el desprestigio

- Y además – añade Juno – parecerás muy dura de corazón si prohíbes a tu hijo de estirpe divina los goces que regalas hasta al más vil de los mortales. Piensa en él: es joven, desea descubrir y experimentar las mieles del amor y sus arrebatos. Si no le permites conocer a las mujeres, dime ¿qué clase de saber de la vida puede llegar a tener?

- Ya veo que lo defendéis. Os da miedo que ese jovenzuelo desvergonzado os ponga luego en apuros. En cualquier caso, no es asunto vuestro juzgar lo que me conviene – responde, airada, Venus – Lo que os pido es que me ayudéis a encontrar a esa infame Psique. ¡Para colmo de la desfachatez, está preñada!


Espoleada por el deseo de encontrar a su marido, Psique continúa su búsqueda sin apenas descansar. No espera ya calmar su enfado con promesas de amor ni con caricias, que sería lo propio de una esposa, sino que piensa echarse a sus pies, declararse su esclava e implorar su perdón. Eso es lo que hará cuando lo encuentre. Y he aquí que, sobre una loma que domina el rústico paisaje, un templo asoma entre la espesura de un bosquecillo de hayas.

- Quizá se ha ocultado aquí mi amor – piensa de inmediato Psique. Y con el corazón aterrado y gozoso al mismo tiempo, sube por el sendero que discurre entre peñascos y alcanza la cumbre. El templo está solitario y a su alrededor impera el silencio. Aquí y allá, apoyadas en las columnas de su pórtico, se amontonan las gavillas de cebada y trigo, y de las paredes cuelgan coronas de espigas trenzadas. Tiembla al ver el filo de las guadañas y hoces que yacen desparramadas por todas partes y se entremezclan con cestos, sogas y horcas, como si los segadores las hubieran abandonado hace un instante para ir a comer. Sin pensarlo un instante, Psique empieza a poner orden. Ha adivinado que el templo está dedicado a la madre Ceres y de ningún modo consentirá que se mantenga tan descuidado. Necesita la protección y la ayuda de todas las divinidades.

- ¡Desdichada de ti! – exclama Ceres, al llegar a su templo y descubrir a Psique limpiándolo – ¿No sabes que Venus está furiosa y te anda buscando? Quiere vengarse de ti y tú, en cambio, niña querida, te entretienes velando por mis intereses mientras descuidas los tuyos.

- ¡Oh Madre Ceres, ampárame! – implora Psique arrojándose al suelo y limpiándolo con sus cabellos – Permíteme que me quede escondida debajo de estas gavillas
. Te lo suplico. Será poco tiempo, sólo hasta que se calme un poco el furor de la diosa entre las diosas, la venerable Venus. Mira que siempre te he honrado, que he participado con alegría en las fiestas de la cosecha y en todos los ritos que se celebran en honor tuyo.

La diosa Ceres aunque está conmovida por la piedad, la belleza y la juventud de Psique, le niega su favor. Responde que su amistad con Venus es muy antigua y de ninguna manera la va a estropear. Debe darse por satisfecha con que la deje ir sin apresarla ni denunciarla.

Con profundo dolor y un desamparo más intenso de lo que había conocido hasta ahora, Psique retorna a los caminos y los recorre al azar. Su mirada escruta los campos de cultivo, los viñedos, los riscos boscosos, los barrancos y las riberas de los ríos buscando algún otro templo, una deidad a la que encomendarse.

A fin, ve uno a lo lejos y pierde hasta el aliento en su prisa por llegar cuanto antes. Ve con esperanza que está dedicado a Juno y de inmediato la invoca. Es la protectora de los matrimonios y los embarazos, así que por ese doble motivo confía en contar con su ayuda. Vana ilusión. La reina de las diosas se presenta enseguida y le asegura que la ayudaría con gusto, pero quiere a su nuera Venus tanto como a una hija y de ningún modo actuará contra ella. Y es más: la propia Psique se ha convertido en esclava de Venus y nadie, ni siquiera la más alta diosa, puede sustraer a una esclava del poder de su legítimo dueño.

Psique queda conmocionada. Está sola en medio del universo. Ahora sabe con certeza que no encontrará tregua, ni descanso, ni compasión.

* Lápida en el Cementario Protestante. Roma

**Detalle de pintura mural. Pompeya

*** Templo de Portunus en el foro Boario. Roma

****Figura femenina. Museos Capitolinos.


martes, noviembre 14, 2006

CUPIDO Y PSIQUE ( X ) – Venus amenaza a Cupido




El azar de los caminos – o el designio de algún dios –conduce a Psique hasta una ciudad en la que reinan su otra hermana y su marido. Punto por punto repite lo que hizo con la mayor, incluyendo el embuste adecuado al caso: que Cupido quiere desposar a su segunda hermana. Ésta la deja con la palabra en la boca y sin despedirse ni molestarse en inventar excusas para su marido, sale corriendo, sube a la roca y desde allí, impaciente por tomar posesión de sus riquezas y entregarse al amor del prometido esposo, se lanza al vacío. Sobre los huesos mondos de su cómplice caen despedazados los suyos y las alimañas, que conocen bien el modo de llegar a los despojos, acuden en masa al nuevo convite.

Entre tanto, por parajes cada vez más sombríos, atravesando ciudades de las que ha desaparecido la alegría y parecen muertas, andando sin rumbo ni orientación, Psique busca a su marido. La primavera se ha disfrazado de invierno, su garra fría atenaza las plantas y congela las flores. En los campos reina un silencio de hielo y ni siquiera entre los montes se oye la risa de la ninfa Eco. Psique piensa que es su corazón el que transforma en plomo el cielo y en masa turbia los mares. Que su congoja cubre con un velo de tristeza todo cuanto le rodea. Se equivoca. El mundo agoniza desde que el dios Cupido se ha abandonado a su sufrimiento, emponzoñado por el veneno amoroso que solía dispensar con sus propias flechas.



Sobre un lecho de oro de la mansión de su madre, yace Cupido. En el hombro izquierdo, la quemadura le ha producido una ampolla que le tensa la piel y le produce un agudo dolor. Hunde la cara entre las almohadas y se mantiene inmóvil. Cualquiera que contemple el color ceniciento de su piel, sus alas decaídas, los rizos del cabello revueltos y privados de brillo, la lasitud de sus miembros, sentirá compasión por él. Su cuerpo entero expresa cuánto está sufriendo. De vez en cuando, se agita en el lecho.

- ¿No te lo advertí, querida Psique? - murmura, como si ella pudiera escucharlo – Te lo repetí mil veces: ten cuidado, desconfía. La Fortuna nos es adversa y prepara una trampa para acabar con nuestra felicidad. Mira que no debes confiar en tus hermanas…Ojala me hubiera mantenido firme, sin dejarme convencer por tus ruegos y tu llanto…

En uno de esos accesos de inquietud se halla cuando se oye un gran revuelo de sirvientes y las voces alteradas de su madre.

- ¡Prohíbo ab-so-lu-ta-men-te que mi hijo abandone su cuarto! Azotaré a quien se descuide ¡Estáis todos advertidos! – y terminando de decir esas palabras, la diosa Venus alcanza el umbral de la habitación y mira a Cupido con furia.

- Veo que te has quemado, mal hijo. Es poco para lo que te mereces, puedes estar seguro. Te he malcriado permitiendo que hicieras siempre tu voluntad y por cierto has sabido aprovecharte de ello y utilizar los poderes que te di para trastornar a todo el mundo, incluso a mí. Y no dirás que no he sido benévola contigo. Pero lo que has hecho ahora es intolerable y no te lo perdonaré.

Cupido levanta apenas la cabeza y clava sus ojos llorosos en los de su madre, pero no encuentra en ellos ninguna muestra de compasión.

- ¡Maldita la hora en que te llevé conmigo para mostrarte a la pérfida Psique, la usurpadora, la falsaria, la que pretendía igualarme en belleza! – grita con nuevos bríos la diosa – Fui clara y explícita en mis órdenes. ¿No debías inducirla a enamorarse del hombre más horroroso y vil del mundo? Te dije: haz que ame a un hombre repugnante, despreciable y despreciado, sin honor, ni dinero, ni posición. Era lo mínimo que merecía esa mujerzuela por su insolencia.

Venus camina por el cuarto, furiosa. De pronto, se para junto a la cabecera del lecho y señala a su hijo con el dedo.

- Y tú, hijo ingrato y desobediente, no te has conformado con incumplir mi mandato, al que estabas obligado por ser yo tu madre y tu diosa, sino que, además, me humillas pretendiendo convertir a esa mujer en mi nuera.

Se sienta en el lecho y le amenaza, acercándosele al oído.

- ¿Crees que porque soy vieja para tener otro hijo, estás a salvo? ¡Te aseguro que lo tendré! Si es preciso, adoptaré a uno de nuestros esclavos y le daré a él tus alas, tu carcaj, tus flechas y tu antorcha. Te despojaré de los poderes que yo misma te he dado. ¿Me has oído? Y es más: te entregaré a mi enemiga Sobriedad. Ella se encargará de trasquilar tus plumas, arrancarte los rizos y borrar de ti todo rastro de hermosura.

Indignada, con esas y otras palabras crueles, le augura que le hará probar la amargura del matrimonio que ha contraído. Y antes de abandonar la estancia reiterando a gritos que le prohíbe salir, añade:

- En cuanto a esa odiosa criatura, cuando acabe con ella deseará no haber nacido.

Cupido no responde. De haber querido, habría encontrado argumentos para defenderse. Mas, ¿para qué? La amargura del matrimonio ya la ha probado. Hasta un límite que ni siquiera su madre, maquinando venganzas, hubiera osado concebir. Psique lo ha traicionado de un modo tan total y terrible, que tiembla tan solo al recordarlo. La herida del hombro no es nada: la espantosa, la incurable, es la que le ha partido el corazón.


* Detalle del relieve Ippodamia velata. Museo Altemps

** y *** Detalle de mosaico y Hermafrodita. Museo Massimo alle Terme

**** Detalle de figura femenina. Aula Octógona

***** Detalle de un remate. Museo Termas de Diocleciano.

NOTA: Una versión distinta de este capítulo fue colgada erróneamente con el nº III de esta serie y luego retirada. Pido disculpas a los lectores que la leyeron entonces y puedan sorprenderse de encontrarla aquí.

viernes, noviembre 10, 2006

CUPIDO Y PSIQUE (IX) – Nuevas bodas







El dios Pan está sentado en un altozano desde el que domina el curso del río. Desde allí vigila su rebaño de cabras que pasta y sestea diseminado por la ribera y, al mismo tiempo, enseña a la ninfa Eco a repetir algunas tonadas. Ha visto a Psique cruzar el prado corriendo y lanzarse de cabeza al agua. Eco ha repetido varias veces el golpe de su cuerpo sobre la superficie y antes de terminar, se ha visto impelida a repetir el gorgoteo del remolino que ha sacado a la joven del seno del río para depositarla en la orilla. Pan pone un dedo en sus labios para indicarle a Eco que ahora debe callar.

Psique llora en medio de aquella agreste soledad. Apenas acierta a comprender qué ha pasado, cómo ha podido dar un vuelco su vida de una manera tan rápida. Hace apenas unos minutos, en su alcoba de oro se complacía en contemplar la hermosa desnudez de su marido. Ahora está en un paraje ignoto, abandonada por su amado, sin casa, sin familia, sin esperanzas ni porvenir. Son tan grandes su desgracia y su culpa, que ni siquiera el río ha querido acogerla. ¿Quién querría, ni siquiera muerta, a una mujer dispuesta a asesinar al propio dios Cupido? ¿Qué clase de locura la ha llevado a planear semejante acto de maldad? Aunque se arrepienta, aunque jure que prefiere mil veces darse la muerte antes que dañar un solo cabello de la cabeza de su esposo, todo está perdido. Hasta ahora, no había escuchado ni atendido sus advertencias, y ha debido aprender la lección de la manera más amarga: todo ha terminado entre ellos. Son palabras que no se olvidan.


Saltando y renqueando con torpeza sobre sus dos patas caprinas, Pan se acerca a consolar a Psique. Sabe lo ocurrido y siente compasión por ella.

- Eres muy bella, niña. Y en tu rostro leo que eres muy desdichada. Por tu palidez y el temblor de tus labios, por la manera extraviada que tienes de mirar a tu alrededor sin ver, me atrevería a decir que sufres de mal de amores. ¿Es así?

Psique afirma con la cabeza, pues la congoja le impide pronunciar palabra.


- Soy un sujeto rústico, ya ves – dice sentándose a su lado – Pero mis muchos años me han procurado experiencia. No vuelvas a intentar quitarte la vida, nada ganas con ello y todo lo pierdes. Seca tus lágrimas y tranquilízate. Te daré un consejo: encomiéndate al más poderoso de los dioses, el gentil Cupido. Es joven, amoroso y sensible a estos padecimientos y te puede ayudar. Ponlo a tu favor. Aplácalo con ruegos, hazle comprender que serás dócil a sus mandatos y es seguro que alcanzarás su favor.

Psique no le responde. Se levanta, recoge unas cuantas hojas y flores, trenza una pequeña guirnalda y la pone a sus pies como una ofrenda. Luego le da la espalda y comienza a andar por un camino que bordea el río. Eco repite cuidadosamente el ruido de sus pisadas y la hace sentirse más sola todavía.

Casi al atardecer, siguiendo una senda que le era por completo desconocida, Psique llega a la ciudad de la que, casualmente, es rey el marido de su hermana mayor. Al enterarse de esto, decide ir a entrevistarse con ella. Su corazón, que hasta el momento no había conocido la furia, arde. Mientras caminaba hora tras hora sin agua, ni descanso, ni comida, ha reflexionado mucho acerca de su desgracia. Mil veces se ha llamado estúpida e ignorante, mil más se ha repetido que tiene lo que merecía, y otras mil se ha reprochado el no haber atendido a su propio corazón ni las advertencias de su esposo. Se da cuenta ahora de cuánto le han engañado sus hermanas y que era la envidia, y no el afecto, lo que ha motivado sus visitas y sus nefastos consejos. Cupido tiene motivos para tomar venganza de ellas.

Su hermana la recibe en su modesto palacio y se extraña de que haya llegado allí.

- Hermana mía – dice Psique con lágrimas en los ojos – me ha ocurrido una terrible desgracia.

- Cuenta, cuenta, querida niña – dice la otra relamiéndose de alegría.

- ¿Recuerdas que me aconsejasteis matar a mi marido porque era una serpiente? Pues resultó que, cuando me alumbré para cortarle el cuello, descubrí que no era un monstruo, sino el mismísimo hijo de la diosa Venus. – Psique se enjugó las lágrimas – Sí, Cupido era mi marido. Y tuve la mala suerte de verter una gota de aceite sobre su hombro y la quemadura lo despertó. Entonces, al verme con la cuchilla en la mano, renegó de mí, me repudió y declaró que no quería volver a verme. “Me casaré con tu hermana mayor” – me gritó con todas sus fuerzas – “y además lo haré con una espléndida boda a la que pienso invitar a todos los dioses”. Ay, hermana, lo he perdido todo y tú, en cambio, serás ahora su esposa.



La hermana de Psique no puede ocultar su alegría. Le da un pañuelo para que se enjugue los ojos, avisa a su marido que debe marcharse, pues sus padres están muy enfermos y, sin detenerse ni un segundo más, se pone en camino y trepa a la famosa montaña de la boda de Psique. Una vez al pie de la roca, a la que ha llegado resoplando, se deja arrebatar por la impaciencia.

- ¡Allá voy, esposo mío! – grita mientras salta por el borde - ¡Y tú, arrogante Céfiro, acógeme en tus brazos pues soy la nueva esposa de tu señor!

Nadie salió a recogerla. Ningún espíritu divino escuchó sus gritos. Los chacales y las hienas, en cambio, sí oyeron el choque de sus huesos contra las rocas y se apresuraron a buscarlos entre las piedras. También se oyó el negro aleteo de las aves carroñeras acudir al inesperado festín de bodas.

Psique, en cambio, ha continuado su camino sin conocer la suerte de su hermana. Se siente aliviada. Y decide que seguirá los consejos de Pan y tratará de encontrar a su marido y aplacarlo.

* Cabeza femenina. Museo Massimo alle Terme

**Pintura mural. Pompeya

***Fragmento de un sarcófago. Museo Termas de Diocleciano

****Fragmento de mosaico. Museo Massimo alle Terme

martes, noviembre 07, 2006

CUPIDO Y PSIQUE (VIII) –. Cupido cumple su amenaza


¡Es tan bello Cupido! Mucho más hermoso de lo que ella hubiera podido imaginar, infinitamente más seductor. Las palabras que le han dedicado los poetas son zafias y groseras comparadas con su gracia exquisita. Psique detiene la mirada en esos brazos perfectos que la han acogido esta noche para tranquilizarla, en esos labios divinos que han destilado sobre los suyos besos de miel. La voluptuosidad con que recuesta sobre el lecho su cuerpo adolescente, firme y flexible, proclama que es digno hijo de Venus, la diosa del amor y la belleza. Qué perfección en los rasgos del rostro, qué luz de oro y nácar desprende su piel. ¡Y pensar que esa delicia es toda tuya, sólo suya…! En su turbación, Psique deja caer la navaja que llevaba en la mano, esa arma horrible con la que iba a matarlo.

Mientras la busca entre las ropas revueltas, la luz de la lámpara ilumina inesperadamente las armas de su marido, abandonadas cerca del lecho. Contra una columna está apoyada la antorcha de la que se vale para encender y avivar las pasiones. Acerca la mano a ella y aún siente que despide calor, pese a estar apagada. Al lado yace el arco, con la cuerda de crin de caballo, fina y tensa, lista para lanzar los dardos que atravesarán silbando el aire antes de hacer blanco en un corazón y desgarrarlo. Y sobre el lecho, junto a uno de los pies de su marido, el carcaj lleno de flechas se ha caído y deja asomar la punta de una de ellas. ¿Serán tan aguzadas como dicen? – piensa Psique - ¿Dolerá su picadura?. Y con sumo cuidado, acerca la yema de un dedo y tienta la punta. La retira enseguida: se ha pinchado y observa cómo brillan a la luz minúsculas gotas rojas.

- ¿Qué he hecho? – se pregunta. Y al instante se apodera de su cuerpo un fuego que le era desconocido. Hasta ahora se había dejado amar, aceptaba de buen grado y con tranquilidad las caricias de su marido. Sin embargo, ahora la agitan oleadas de amor y de calor, siente un deseo irrefrenable de besar a Cupido, de acariciarlo y apoderarse de él. Como la hiedra que se ciñe al tronco de un árbol, como el musgo que se agarra a una roca, así desea apretarse contra él, adherirse a su carne. Sin poder contenerse, le da menudos besos en los pies, en las nalgas. Teme despertarlo con el roce de su cabello y de sus labios, pero continúa con su leve exploración amorosa. Siente de pronto el antojo de hundir su rostro entre las plumas de sus hermosas alas.


Y justo en ese momento, la lámpara de aceite con la que se alumbra, la que le ha permitido deshacer el error en que se hallaba y evitado la muerte de esa criatura divina, la lámpara que le ha procurado tanto gozo, la traiciona: deja caer una gota de aceite hirviente sobre el hombro de Cupido.

El agudo dolor que le produce la quemadura, arranca a Cupido del sueño. Se incorpora de un brinco y, con una sola mirada, lo abarca todo: la habitación levemente iluminada, su esposa Psique con el candil en la mano y aspecto de sobresalto, la navaja que brilla sobre la ropa de la cama. Su rostro entonces se transforma. Se oscurecen su piel y sus cabellos, los ojos pierden brillo y color, la boca traza un rictus amargo y todo él se convierte en la imagen de la tristeza. Durante unos segundos mira a Psique con un pesar sin nombre. Luego, sin decir palabra, se cuelga a la espalda el carcaj, toma su arco y su antorcha y se acerca a la ventana.

Tras el estupor inicial, Psique reacciona. Se arroja a sus pies gritando y llorando y cuando él alza el vuelo hacia la negra noche, se agarra a sus piernas con ambos brazos. Durante un tiempo vuelan así, ella abrazada a las rodillas de su esposo y colgando de él sin dejar de gritar y lamentarse. Finalmente, la abandonan las fuerzas y cae al suelo. Cupido, entonces, detiene su vuelo y se posa sobre un ciprés.

- No sé cómo calificar tu conducta, Psique, porque es propia de una persona simple – le dice, no sin amargura. –Te advertí muchas veces de los peligros que nos acechaban, y tú has preferido escuchar a tus hermanas antes que a mí. Incluso has pretendido matarme, siendo yo la persona que más te ama. Veo que me he equivocado al desobedecer a mi madre Venus y al arriesgarme a concitar sus iras por amor a ti. Me vengaré de tus hermanas, puedes estar segura. En cuanto a ti y a mí, he de decirte que entre nosotros todo ha terminado.

Y sin decir nada más, remonta el vuelo y se aleja. Psique lo sigue con los ojos llenos de lágrimas. Lo ve dirigirse hacia el horizonte donde nubes rosadas anuncian la llegada del día. Cada vez es más pequeño, está más lejos, hasta que desaparece de su vista. Entonces, ciega de desesperación, corre con todas sus fuerzas y se arroja a la corriente de un río que discurría en las cercanías. Sin embargo, el río, que respeta y teme a Cupido porque es capaz de incendiar de pasión sus aguas y enloquecer de amor a las ninfas, forma un pequeño remolino espumoso y la deposita con delicadeza en la orilla.

No puedes rendirte, Psique: si amas, es preciso luchar.

* Cupido. Museo Massimo alle Terme

** Lámpara de aceite. Museo Termas de Diocleciano

*** Ángel. Cementerio protestante

**** Pintura mural. Iglesia de San Gregorio al Celio.