miércoles, diciembre 20, 2006

GALLA, LA ESCLAVA


- ¡Cerrad las puertas! ¡Cerrad las puertas! – gritan los oficiales mientras sus caballos se abren paso entre el gentío cerca de las puertas de las murallas de Roma. Los soldados de guardia se apresuran a cumplir la orden, cierran uno de los portones para impedir la salida y apremian a acelerar el paso a los carreteros y a los viandantes que esperaban para entrar. Las callejuelas se atascan: los animales y los carros que circulaban en ambas direcciones ocupan toda la vía, la gente de a pie se empuja y pugna por hacerse un hueco en la estrechez. Crecen las imprecaciones, el griterío y la alarma ante una medida inesperada. Los oficiales vigilan que se cumpla lo dispuesto sin atender a las quejas y los gritos a su alrededor.

- Orden del Senado – vociferan.

Galla está blanqueando la ropa con orín en la lavandería de su ama cuando oye las voces de varias personas que corren por la calle dando aviso del cierre de las puertas. Los vecinos dejan sus labores y se congregan en el pequeño ensanche que hay delante de la lavandería. ¿Qué ocurre? ¿A qué se debe todo este alboroto? Un muchacho llega jadeante.

- ¡Es Aníbal! ¡Aníbal está aquí! A tres millas de la Porta Capena. – dice apenas recupera el resuello – El Senado ha prohibido abandonar la ciudad, han cerrado las puertas.

- ¿Y qué pasa con los que están fuera? – grita Galla.

El muchacho se encoge de hombros. Él sólo repite lo que le han dicho en el foro. No ha preguntado.

Hace ya ocho años que Roma está en guerra contra Cartago. Los romanos han sufrido graves reveses mientras Aníbal se pasea con sus ejércitos por toda Italia. Sus elefantes siembran el pánico en el campo de batalla y aterrorizan a todo el mundo allí por donde aquellas bestias pasan. Pero, hasta ahora, el ejército cartaginés no se había acercado a Roma. Los vecinos enmudecen y se llevan la mano al pecho con pavor. Sus casas están casi al lado de la Porta Capena, son muy vulnerables.

Galla toca en el hombro a su ama y le dice temblando que debe ir a buscar a su hijo. Aunque el ama está turbada, le aconseja esperar un poco. El chico volverá tarde o temprano y no se puede hacer nada si han cerrado las puertas. Sin embargo, no hace ningún gesto para detenerla porque ella misma siente la urgencia de ir a buscar a su madre. Ambas se abren paso entre el gentío en direcciones opuestas.

La esclava llega a duras penas a la Porta Capena. Sortea los animales y las carretas, va de un grupo a otro preguntando con ansiedad si alguien ha visto a su hijo, un niño de ocho años que cargaba un capazo. Es menudo para su edad. Con el pelo rizado y los ojos grandes. Salió de la ciudad al amanecer y ya tendría que haber vuelto. Nadie lo ha visto. ¿Quién iba a prestar atención a un chiquillo? Los soldados de la puerta le ordenan que se aparte cuando se acerca a ellos. Nadie puede salir. Y no, no pueden abrir la puerta.

- Aléjate de una vez – le dicen – No molestes.

Ella sigue buscando por las calles adyacentes, respondiendo a quienes le preguntan por algún pariente extraviado. Pasan las horas. En su aturdimiento, interroga una y otra vez a las mismas personas. Ese hijo es todo lo que tiene, lo que más le importa. Si lo perdiera, querría morirse también. Entra en algunos figones, donde muchas familias que venían de fuera se han refugiado, cansadas de vagar por las calles. En uno de ellos encuentra al campesino a cuyas tierras ha ido su hijo a comprar verduras. Apenas lo ve, Galla se arroja a sus pies llorando.

- ¿Dónde está mi hijo, señor? ¿Ha venido contigo?

El hombre la mira, sorprendido hasta que reconoce en ella a la madre del esclavo que suele ir a su casa. Le ordena ponerse en pie y le pide calma. Cuando le ha llegado el aviso de que se iba a cerrar la ciudad, él y toda su familia han cogido lo más necesario y han venido a refugiarse tras los muros. Su hijo venía con ellos, pero cuando estaban llegando a la puerta, ha dicho que, con las prisas, se había dejado el capazo junto al pozo y debía volver a por él. Insistió en que su ama lo castigaría si perdía el capazo y, además, ya había pagado. No llevaba ni el dinero, ni las verduras, ni el capazo ¿Cómo podía presentarse en su casa así?

La esclava se derrumba. La energía que ha desplegado durante todo el día la abandona de pronto. Su hijo ha quedado fuera de la ciudad, a merced de un ejército. Es aún muy chiquito, no comprende lo que es una guerra ni su brutalidad, no sabe lo que significa ser apresado o muerto. Por las calles que el atardecer y el miedo han dejado desiertas, caminando sin ver, ni oír, ni sentir, vuelve a su casa.

Apenas entra en la lavandería, alguien salta a su cuello con un grito.
- ¡Madre! Estaba preocupado por ti. ¿Dónde te habías metido?

La esclava abraza a su hijo, se sienta con él sobre el suelo y rompe a llorar y a reírse, le da pequeños cachetes que antes son caricia que castigo, besos, más besos.

- ¿Cómo se te ha ocurrido volver atrás? ¿Qué importaba un castigo por perder el capazo? ¿Te das cuenta del peligro?

- Quería ver a los elefantes, madre – le contesta el niño. Y añade con orgullo – ¡Soy el único del barrio que los ha visto!



NOTA: El asedio de Aníbal a la ciudad de Roma se produjo en el año 211 a.C. Los elefantes eran desconocidos para los romanos y causaban pánico.

* Detalle de pintura mural sobre el asedio de Aníbal a Roma. Museos Capitolinos
** Detalle de relieve. Museos Capitolinos
***Detalle de un elefante que soporta un obelisco. Plaza Santa María Sopra Minerva. Roma.

viernes, diciembre 15, 2006

LA DECISIÓN DE LA REINA






- ¿Es ésta la copa de la que habla mi marido? – pregunta Sofonisba al esclavo. El muchacho, un joven de ojos asustados y tez oscura, responde con una afirmación. Sujeta con las dos manos la bandeja sobre la que brilla una copa de plata. Sus manos tiemblan ligeramente, como si estuvieran soportado un peso superior a sus fuerzas. La luz del sol penetra a través de la abertura de la puerta y oscurece aún más la penumbra en el interior de la tienda de cuero. Fuera se oye conversar y discutir a los soldados mientras aplican aceite a sus armas para que no se oxiden. De vez en cuando estallan risotadas y maldiciones, un vozarrón que exige a gritos algo de beber y más risas. La reina Sofonisba permanece en pie, sujetando en la mano el mensaje que le ha enviado su marido.

- Déjala ahí – dice señalando una mesita – y márchate. Di a mi doncella que venga enseguida.

Se sienta en el borde del lecho y se cubre la cara con las manos. Su cabellera negra cae sobre los hombros formando ondas que se mueven, como un mar nocturno, a impulso de sus sollozos. ¡Qué terrible es la guerra! ¡Cómo transforma la existencia en el curso de unas jornadas o unas horas!

Desde que su primer marido declaró la guerra a Roma, el suelo de África está sembrado de muertos. Hace apenas ocho días, los soldados asaltaron y saquearon su palacio. Irrumpieron en sus aposentos, mataron a sus esclavos y violaron a sus criadas antes de degollarlas en una orgía de furor y sangre. A ella y a su vieja nodriza las arrastraron fuera del cuarto y las maniataron. No las salvaron de la muerte por piedad o respeto, sino para exhibirlas como si fueran alimañas en un gran desfile por las calles de Roma.

Cuando le anunciaron que era prisionera del rey Masinisa de Numidia, la reina creyó ver una luz dentro de su desgracia. Cierto que Masinisa era aliado de Roma pero, a la postre, su reino estaba en suelo africano. Al ser conducida ante él, sin atreverse a mirarlo, se arrojó a sus pies.
- Rey Masinisa – le dijo – Sólo soy una mujer y, como ves, no empuño armas ni visto armadura. No he declarado la guerra a nadie; no soy enemiga tuya ni de Roma. Mi único delito es ser la esposa del hombre contra el que estás luchando, y me casé con él porque así lo dispuso mi padre. ¿Ha de pagar una mujer por las acciones de los hombres de su familia? No te pediré clemencia, pero sí te suplico que no me entregues a los romanos ni a sus ritos deshonrosos. Si crees que merezco un castigo, decídelo y aplícalo tú mismo. Y si es la muerte, que sea digna y de acuerdo con nuestras costumbres.
Después de unos instantes eternos, una mano sujetó con suavidad su barbilla y le hizo levantar el rostro. El rey Masinisa la contempló con detenimiento. Se detuvo en sus lágrimas y las siguió mientras se deslizaban por sus mejillas. Le miró la boca, el cabello que la envolvía como una aureola. Se fijó en su cuello y sus pechos, en sus caderas redondas y tiernas. Sus ojos brillaban cuando se encontraron con los de la prisionera.

- Te protegeré, reina Sofonisba – respondió – Soy aliado de Roma, así que sólo convirtiéndote en mi esposa podré salvarte.

¿Qué otra solución se le ofrecía? La reina decidió aceptar. Aún está caliente el lecho sobre el que se consumó su matrimonio y fue escenario de noches ardientes, combates amorosos sazonados con palabras de amor y de pasión, promesas de devoción eterna. Sin embargo, los dos últimos días Masinisa ha estado esquivo. El general romano ha llamado varias veces al rey a su campamento y Sofonisba ha leído preocupación en sus ojos al volver de esas reuniones. Sus caricias no han sido acogidas con la satisfacción de costumbre. A oidos de la reina han llegado rumores preocupantes: los romanos insistían en que ella y su familia eran enemigos encarnizados de Roma y debía ser conducida como prisionera a esa ciudad para que el pueblo romano la juzgase y decidiera su suerte.

El mensaje que acaba de recibir de su marido confirma sus temores. Al oir los pasos de la nodriza, Sofonisba se descubre la cara. Las lágrimas han dejado un rastro enrojecido en sus párpados y sus mejillas.

- ¿Qué tienes, mi reina? – le pregunta la anciana – No me gusta verte triste. ¿Qué pensará tu marido, si lo recibes llorosa?

- Tienes razón, querida mía. No es nada. Prepárame las joyas y la túnica púrpura. Esta tarde quiero estar especialmente bella.
La nodriza no deja de charlar mientras le cepilla el cabello. Le ayuda a colocarse el vestido, ajusta el cinturón a su talle y le calza las sandalias bordadas en oro. Completa el ornato con brazaletes, anillos y un collar de lapislázuli que le cubre todo el pecho. La anciana da un paso atrás para contemplarla. Adora esos ojos almendrados y negros, la suavidad y firmeza de su carne joven, el porte regio de su querida niña. Se acerca de nuevo para arreglarle un piegue de la túnica y se despide con una sonrisa.

Sofonisba se acerca a la mesita y con ambas manos toma de la bandeja la copa de plata. Su marido ha sido claro en su mensaje: muy a su pesar, debe entregarla a Roma. Y ha tenido la gentileza de enviarle una copa de veneno para que se la beba si quiere escapar a esa humillación: la decisión es suya.

- A ti me entrego, muerte – murmura la reina cerrando los ojos – Tu beso es mil veces más leal que las promesas de los hombres.

Mira el brebaje durante unos instantes antes de llevarse la copa a los labios y apurarla. Luego se tiende en el lecho y cubre su hermoso rostro con un velo. Desea que la muerte la despose con la mayor dignidad, como a una novia.


NOTA: La reina Sofonisba murió el año 203 a.C
* y ** Detalle de sarcófago. Museos Capitolinos
*** Detalle de pintura mural. Museos Capitolinos
**** Fragmento de estatua femenina. Museos Capitolinos

martes, diciembre 12, 2006

AUFILENA Y EL EMPERADOR


Aufilena apoya las manos en las paredes que encajonan la escalera y comienza a bajar. Debe tener mucho cuidado, porque sus piernas están ya muy torpes y no la sostienen bien. Tantea con cada pie el escalón siguiente y sólo desplaza sobre él todo su peso cuando lo nota firme. Son muchos escalones y está oscuro. Cuando se despierten sus vecinos ella ya estará abajo, así que no correrá el peligro de que algún muchacho la empuje al bajar dando saltos o las matronas la apremien. Hoy no.

Se ha ataviado con su mejor túnica y cuida de no mancharla con el roce. Hace una semana le pidió a la lavandera que la tiñera de negro y, aunque la mujer ha hecho todo lo posible, el tinte no logra disimular sus defectos. Plauta ha insistido en prestarle un manto para que vaya mejor vestida. No se merece menos el emperador.

La noche está oscura cuando Aufilena llega a la puerta. Habrá de aguardar a que amanezca para internarse en las calles. Apoya la espalda en los tablones que cierran el taller de Aulo, que no tardará en llegar. Es un buen hombre. Al enviudar ella, Aulo se ofreció a enseñarle a su hijo el oficio de fabricante de yugos y lo tomó de aprendiz. Aquí lo trajeron, pobrecito, con las piernas destrozadas y una herida en el vientre. A ella la llamaron a gritos y bajó la escalera a trompicones, con el corazón saliéndosele por la garganta. Su hijo, su alegría, su razón de vivir, el que concibió cuando ya no tenía esperanzas. Allí estaba, tendido en el suelo de paja con los ojos cerrados y la boca contraída por el dolor.

- Volvíamos de entregar dos yugos a un campesino, cuando lo ha arrollado una cuadriga – le explicaron otros aprendices – La conducía el hijo del emperador.

Aufilena atendía a su hijo, que se le moría. Le apartaba el cabello de la frente, le daba besos, lloraba sobre sus mejillas, pero ninguno de esos gestos que rompían el corazón a quienes la acompañaban tenía el poder de desarmar a la muerte. Desde ese día Aufilena no vive, ni duerme, ni descansa. Su dolor es tan grande que la ocupa toda. No estará tranquila hasta que se haga justicia.

- La justicia es para los ricos – le recordaba una y otra vez su hermano – no existe para nosotros. ¿Cómo podrías pedir cuentas al hijo del emperador?

La luz del alba tiñe el cielo de color rosa cuando Aufilena desciende la cuesta que comunica el barrio de los yugarios con el Campo de Marte. Se mueve con dificultad entre la multitud. La aglomeración es superior a la de otros días, porque el emperador Trajano se marcha a la guerra y desfilará con su ejército por la vía Flaminia. Toda Roma ama al emperador y sale a despedirlo. Tras arduos esfuerzos, Aufilena logra colocarse en la primera fila.

La música y los vítores anuncian la proximidad de la comitiva imperial y los romanos enloquecen aclamando a Trajano. La multitud presiona por todas partes, muchos adelantan las cabezas para verlo llegar. Aufilena contiene su inquietud respirando despacio. Ya llega.

Con tres o cuatro pasos, Aufilena se coloca delante del emperador. Trajano frena el caballo, que se levanta de manos, y lo obliga a recular para no arrollar a esa figura vestida de negro. Un grito ha brotado unánime de todas las gargantas. Ella se yergue en medio del camino, firme pese al pavor que le ha provocado ver ante sí el vientre del caballo y sus patas agitándose al aire. No se mueve. Su mirada está fija en el rostro del emperador.

- Señor – dice elevado la voz – se presenta ante ti la viuda Aufilena y pide justicia.

- ¿No ves que voy a la guerra? – responde el emperador, haciendo con la mano un gesto para detener a los soldados que pretenden apartarla a la fuerza - Te escucharé a mi regreso.

- No perderás la guerra por retrasar tu salida unos momentos. En cambio, si no me oyes ahora yo perderé mi única oportunidad. ¿Quién me asegura que no morirás en el combate?

- Si muero, otro atenderá tu petición.

- Tampoco nadie garantiza mi vida. La muerte, sea tuya o mía, hará imposible la justicia. Si decides aplazarla, ¿quedará también aplazada mi pérdida? ¿Volverá a la vida mi único hijo a la espera de que regreses? ¿Crecerá dichoso quien lo ha matado? No es justa una justicia que debe esperar.
- Tus palabras son ciertas – responde el emperador – ¿Quién mató a tu hijo?

- Un hijo tuyo, señor: el más pequeño.

El silencio que guardaba la multitud desde que Aufilena comenzó a hablar, se vuelve aterrador. Hay sorpresa y dolor en el rostro de Trajano. Su caballo se inquieta y cabecea.

- Te doy a mi hijo en sustitución del que has perdido – dice el emperador – Desde este momento decreto que eres su madre y él deberá honrarte y obedecerte como tal.

- No hay nadie en el mundo capaz de ocupar el lugar de mi hijo – responde Aufilena –, pero lo acepto. Y en este mismo acto os lo devuelvo a ti y a tu esposa. Ni por justicia quiero privaros de vuestro hijo como yo me he visto privada del mío. Vete tranquilo, señor. He obtenido lo que quería.

Las lágrimas corren por las mejillas de Aufilena mientras se aparta. La multitud se abre para acogerla con orgullo e integrarla de nuevo en su seno: una humilde matrona romana ha demostrado estar a la altura de un emperador.
*Figura femenina. Museos Capitolinos
** Detalle de relieve. Emperador Marco Aurelio. Museos Capitolinos
***Detalle de un mosaico. Museo Massimo alle Terme

jueves, diciembre 07, 2006

CUPIDO Y PSIQUE ( y XVI).- Un banquete celestial.



Reina el silencio en la mansión de Venus. La diosa ha salido a dar un paseo por la tierra en su carro tirado por palomas y sus criadas están ocupadas en preparar las ropas y las joyas que ha de vestir su señora para ir al teatro. En el cuarto en el que se halla recluido, Cupido se remueve inquieto. La herida del hombro se ha curado dejando apenas una huella, una sombra oscura en su piel delicada que le recuerda a su esposa. ¡Qué hermosa es! ¡Y cuánto la ama! En los últimos tiempos Psique ha sufrido mucho, demasiado, para someterse a los mandatos de su madre, aún enojada.

- Ninguna diosa, ninguna ninfa tiene el poder de seducción de Psique – piensa Cupido recordando cuando la vio por vez primera – Es inocente y cándida como un pajarillo, y tan amorosa… no conoce la doblez. Se ha hecho fuerte sin hacerse malvada, ha superado las pruebas de mi madre sin causar daño a nadie. ¿Quién me respetará, si no atiendo a los requerimientos de mi propio corazón? Seré el peor de los maridos, el más estúpido de los dioses si no lucho por ella.

Esos pensamientos lo sacan de su estado de atonía y le insuflan nuevo vigor. Se alza del lecho, despliega varias veces las alas y las sacude con energía. Toma luego el carcaj y las flechas arrumbadas en una esquina y, tomando impulso, se lanza hacia lo alto a través del tragaluz de su cuarto para salir al espacio infinito. Traza un círculo en el aire con el fin de orientarse y decidir en qué dirección irá a buscar a su amada. Un rayo de sol vespertino, casi agonizante, le envía una señal arrancando en el horizonte un destello. Y hacia ese lado, llamado por el corazón, vuela raudo.

Psique está tendida en el suelo, abatida por el sopor, con la cajita de Venus caída a su lado. Cupido recoge con prontitud el sueño letal que se había escapado de la caja y lo vuelve a poner dentro. Saca del carcaj una de sus flechas y con mucha dulzura le pincha a Psique en el pecho antes de despertarla con un beso.

- Psique querida – le dice mientras levanta entre sus brazos su cuerpo desmayado - ¿No aprenderás nunca a contenerte?

Cuando ella abre los ojos y le ofrece sus labios, sin poder resistirse la besa y la anima a levantarse. Le devuelve la caja pidiéndole que se apresure. Debe ir sin demora a casa de su madre para cumplir el encargo dentro del plazo convenido. No debe preocuparse, porque él volverá cuanto antes.

Mientras ella se pone en camino, su marido, sin detenerse un instante más, bate sus alas poderosas y se dirige al palacio de Júpiter, el padre de los dioses. Se presenta ante él, le expone sus quejas y le dirige una súplica: ama a Psique y no quiere de ningún modo separarse de ella.

- Niño querido – le responde el padre Júpiter acariciándole el cabello – has crecido conmigo y te conozco bien. Tus flechas me han hecho mucho daño a veces: me has arrastrado a experimentar pasiones humanas; por su causa, me he visto obligado a tomar formas poco nobles para mi dignidad divina: he sido toro, serpiente, lluvia o cisne. He de reconocer, no obstante, que me has prestado también otros servicios… Soy bondadoso de natural, ya sabes, y te amo mucho. Accederé a tus deseos. Sólo espero a cambio dos cosas: que no proliferen los cupidos, que no permitas crecer a tu alrededor falsos imitadores, porque entonces el mundo entero enloquecería… – le da un pellizquito en la mejilla y acercándose a su oreja, añade – y que recompenses mi apoyo con los amores de alguna joven hermosa.

De inmediato, el rey de los cielos convoca a las divinidades a una asamblea y, apenas se reúnen, les habla así:

- Todos sabeis, respetables dioses, cuánto es mi amor por Cupido y cuánto nos ha transtornado a todos con sus juegos. Ya no es un niño, como veis. Y va siendo hora de ponerle freno, más cuando está en plena juventud y sus ímpetus son tan intensos como peligrosos. No quiero más escándalos ni que él se involucre en amoríos estériles. Ha de contraer matrimonio y lo hará con una muchacha elegida por él mismo, una joven a la que ama con intenso ardor – Y dirigiéndose a Venus, su hija, añade – No te disgustes tú, hija mía, porque tu propio hijo ame con tanta pasión a una mortal. Yo haré que se igualen en dignidad e importancia sus linajes, que ambos contrayentes sean iguales; me propongo declarar su matrimonio legítimo.

Ordena entonces a Mercurio que traiga a Psique a su presencia, y cuando el dios mensajero la trae con él, Júpiter la acoge con una sonrisa y le ofrece una copa de ambrosía, la bebida de los dioses.

- Bebe, Psique, y sé inmortal, porque el amor te ha vinculado para siempre a Cupido y es indisoluble el lazo que os une.

Se celebra a continuación el banquete nupcial. Venus, cuya furia ha quedado por completo aplacada, sonrie sin cesar. Organiza una orquesta con voces y coros y, acompañándose de ellos y de los caramillos que tañen los sátiros, deleita a los presentes con una deliciosa danza. Canta Apolo con su cítara y arranca aplausos y vítores entre los comensales. Recorren la mesa las Gracias derramando perfumes y pétalos de rosas y Ganimedes escancia dulce vino en la copa de Júpiter. Pisque, en brazos de Cupido, no cesa de mirarlo y de admirarse por estar a su lado y en paz.

- No sabes cuánto te amo, esposo mío – le dice en un momento en que sus labios rozan su oído – muchas veces creí haberte perdido. No hubiera soportado la vida sin ti.

- Ni yo hubiera consentido que la perdieras, querida esposa – responde él embelesado – antes me hubiera arrancado las alas y hasta el corazón. ¿Has pensado ya en un nombre para nuestra hija? – pregunta acariciándole el vientre.

- ¿Qué te parece si la llamamos Voluptuosidad?

- Me gusta. Y mañana mismo retornaré a mis obligaciones. Se acabó el desamor, la tristeza y el abandono en el que está sumida la tierra. El mundo entero recobrará la alegría: surgirán nuevos amores, se reencontrarán los antiguos y tomarán nuevas fuerzas, los esposos se amarán como nunca y tú y yo seremos los inmortales más dichosos que hayan existido jamás.

El banquete continúa durante toda la noche. Las Horas coronan a los invitados con flores, danzan las náyades y refrescan el ambiente con espuma marina, se esparcen por el aire los olores más sutiles. Psique, la pequeña Psique, ha superado todas las pruebas y es inmortal. Charlan en una esquina las Musas e intercambian noticias: una de ellas confiesa estar visitando a Virgilio y se dispone a contarle la historia de la reina Dido y Eneas, el padre de la raza romana. Una historia en verdad emocionante y terrible. Mas como en ella estuvieron enfrentadas Venus y la diosa Juno, es mejor ser discretas ahora y esperar a que se hayan retirado para hablar…





* y ** Cupido y Psique. Cánova. Museo del Louve. París (Foto Krisihs)

*** Detalle de la Logia de Psique. Venus, Juno y Ceres. Discípulos de Rafael. Villa Farnesina

****Cupido y Psique. Museos Capitolinos.

*****Detalle de la ornamentación de la Logia de Psique.

sábado, diciembre 02, 2006

CUPIDO Y PSIQUE (XV).- En el reino de los muertos.



Psique se detiene a pocos pasos de la gruta por cuyo vientre oscuro descenderá al reino de Plutón, dios de los Infiernos. Los rayos de sol iluminan los bordes de la boca y centellean sobre su superficie de granito, mas el interior se pierde en una bruma lóbrega y espesa. Antes de traspasar la entrada, la joven quiere cobrar fuerzas y prepararse para la afrontar la prueba más peligrosa: nadie ha regresado jamás del mundo de los muertos.

Se sienta en el suelo y, mientras deshace el hatillo en el que trae todo lo necesario, repasa una vez más lo que va a hacer. No tiene dudas: la existencia que deja atrás carece de valor y sentido sin su esposo. En cambio, si supera esta prueba, si logra salir de ese lugar de espanto y cumplir el encargo de Venus, podría recuperar el amor de Cupido. Poco habrá perdido si fracasa. Si vence, su alma se elevará de gozo hasta tocar el cielo.

Sujeta a su cinturón, con mucho cuidado, la cajita que le ha entregado Venus para guardar el ungüento de belleza que debe prestarle Proserpina. Esa es la razón de su bajada al Infierno y conviene prestarle la mayor atención.

- Bajo ningún concepto, por ningún motivo – le ha dicho la torre consejera – debes abrir esa caja cuando te la entregue Proserpina. Debes apresurarte y llevársela a Venus antes de la hora del teatro, pues tu suegra quiere presentarse ante el resto de los dioses radiante de hermosura. Si cumples con ello, la tendrás a tu favor.

Psique se asegura de la firmeza de la sujeción, cuestión sumamente importante porque durante el viaje no podrá coger la caja con las manos, ya que tendrá las dos ocupadas. En cada una debe llevar un pastel muy especial que ha elaborado amasando harina de cebada con vino dulce y miel de abeja. Antes de extraerlos de su envoltorio, se introduce en la boca dos monedas, tal como le han indicado. Así preparada, con las monedas, un pastel en cada mano y los latidos desenfrenados de su corazón, penetra hasta el fondo de la cueva.


Pronto las paredes se estrechan oprimiendo el sendero. Están húmedas y su viscosidad absorbe el ruido del exterior hasta el punto de crear un absoluto silencio. Preámbulo del mundo de las sombras, donde todo está muerto. De pronto, de la oscuridad surge un viejo que se acerca hacia ella renqueando y conduciendo un asno cargado de ramas. Algunas se han salido de las albardas y cuelgan por los costados. El hombre, con voz lastimera, le pide a Psique que las recoja, pero ella finge no haber oído y, ciñéndose a la pared, pasa de largo sin detenerse ni mirarlo.

El sendero desemboca en una gran caverna, tan alta que la oscuridad se traga el techo. En la penumbra silenciosa y helada, a ras de suelo, se extienden las aguas pesadas y negras de la laguna Estigia, surcadas por la barca de Caronte. Sus ojillos rijosos han visto en la orilla a Psique, y esbozando una sonrisa que deja al descubierto sus dientes podridos, hunde su pértiga en el fondo para impulsar la embarcación y se dirige a su encuentro. Ni siquiera de este lugar sombrío está desterrado el dinero, así que las almas, si quieren descansar en paz, deben pagar el transporte a la otra orilla para ingresar en el mundo de los muertos. Psique está preparada. Ha escondido una de las monedas debajo de la lengua, así que cuando el barquero levanta su mano de uñas sucias y le abre la boca para cobrarse el pasaje, encuentra únicamente sobre la lengua la moneda que establece la tarifa.

Están en el lago a mitad de trayecto cuando unos brazos descompuestos por la corrupción, con jirones de piel y carne colgando y huesos a la vista, surgen del agua y se alzan con muda súplica. Emerge después la cabeza horripilante de un anciano y con voz cavernosa suplica a Psique.

- No me dejes aquí – implora mirándola con un ojo fuera de la órbita y el otro hundido en el cerebro –. Súbeme a la barca y ayúdame a alcanzar la orilla. Estas aguas me pudren y me agotan. Soy viejo, no tengo dinero para pagar el pasaje y necesito descansar.

El corazón de la joven se conmueve, pero no cede. La compasión está desterrada de este mundo – le han advertido. Como Venus conoce las debilidades de Psique, las trampas que le ha preparado están dirigidas a aprovecharse de la dulzura de su corazón. Hará todo lo posible para que su piedad la induzca a soltar uno de sus pasteles sin percatarse de ello. Debe resistir.

Una vez desembarca en la otra orilla, oye los alaridos de unas ancianas tejedoras que le piden ayuda para acabar su trabajo. Gritan, lloran e imploran, le ruegan que se acuerde de su madre, quien alguna vez podría encontrarse en la misma situación. A la muchacha le saltan las lágrimas, pero agarra con más fuerza sus pasteles y se dirige hacia la masión del dios de los Infiernos.

En aquel silencio que sólo han roto, de vez en cuando, algunos gritos de ultratumba demandando su auxilio, resuenan de pronto, con la potencia de una trompeta, los ladridos de un perro. Delante del atrio del palacio de Plutón y su esposa Proserpina, Cerbero agita sus tres cabezas y las hace rotar con los ojos en blanco. Sus ladridos suenan más terroríficos aún al ser repetidos por el eco en el espacio espectral y vacío que es el Infierno. A pesar de tan horrible presencia, Psique no vacila: arroja a los pies del can uno de sus pasteles, y mientras las cabezas pelean entre sí y se disputan cada bocado, ella entra sin estorbos en la morada de Proserpina.

La bella esposa de Plutón la acoge con alegría y la invita a sentarse a su mesa para dar cuenta de un magnífico banquete. Hace tiempo que no recibe visitas y arde en deseos de conversar y ser informada de las últimas novedades de cielo y tierra. Psique, esbozando una sonrisa, rechaza cuanto le ofrece y le da cuenta del recado que trae. Entrega la cajita a Proserpina. Mientras ésta encarga a una doncella que la llene de su ungüento, Psique se sienta a sus pies y devora un mendrugo de pan, único manjar que ha pedido. Y así, en cuanto le devuelven llena la cajita, se despide de su anfitriona no sin agradecer la gentileza que ha tenido hacia ella y hacia su suegra Venus.

De nuevo en el atrio, el enorme perro la recibe ladrando: su misión no es asustar a los muertos – a quienes ningún daño puede hacer – sino impedir a los vivos entrar o salir del Infierno. Le arroja entre las patas el segundo pastel y pasa a toda velocidad por su lado. Caronte está en la orilla, con su barca. Psique le ofrece de nuevo su boca, para que el astuto y avaricioso barquero pueda cobrarle el viaje de regreso. Una vez atravesada en sentido contrario la laguna Estigia, retoma la senda por la que penetró y sale de nuevo a la luz del día.

¡Con qué avidez respira Psique el aire puro! Tiene el corazón henchido de emoción. ¡Ha conseguido salir del mundo del que no regresa nadie…! Ahora sí que podrá reunise con su marido. Mira al cielo y comprueba que el sol ya ha superado su cenit y está próximo a declinar. Ha de apresurar el paso para llegar cuanto antes a la morada de Venus, que la estará esperando o quizá espera que no vuelva jamás. Ahora ya no le importa tanto que su suegra la odie. ¡Podrá ver a Cupido! Él comprenderá la magnitud de su amor cuando sepa cuantos sacrificios le ha costado volver a encontrarlo.

Todo esto va pensando mientras camina apresurada campo a través, saltando piedras y matojos y vadeando arroyuelos.

- Debo estar horrible – se dice de pronto –. ¿Cómo podría ser de otro modo volviendo del reino de los muertos? No puedo presentarse así ante mi esposo. ¡Me encontrará tan horrorosa que no querrá verme nunca más…!

Va aflojando el paso poco a poco.

- Demostraré ser bastante tonta si tengo al alcance de mi mano un ungüento de belleza tan extraordinario y no me aplico un poco. No creo que Proserpina haya escatimado en la cantidad ni tampoco que Venus se de cuenta si me pongo en la cara una pizquita…

Sin detenerse del todo para no llegar tarde, Psique abre la caja. ¡Está vacía! Pero no tiene tiempo de intentar comprenderlo: un gran sopor se apodera de sus miembros, les arrebata la fuerza y la hunde en un sueño de muerte tan intenso, que cae al suelo allí mismo. El sol continúa su marcha hacia el ocaso y la ve, desde su altura, tendida como un cadáver en medio del sendero...
* y ****Esculturas femeninas. Museos Capitolinos
** y *** Detalles de esculturas. Museo Altemps
*****Detalle de escultura. Museos Capitolinos