jueves, abril 28, 2011

VÍSPERAS DE UNA FIESTA



(I)

Cada año, a principios de la primavera, todas las ciudades del Lacio celebraban juntas la fiesta de Júpiter Latiaris en su santuario del monte Cavo, cuya imponente cima se alzaba no muy lejos de Alba Longa. Precisamente por ser ésta la ciudad más importante, a su rey correspondía fijar anualmente la fecha en que debía celebrarse el festival. La primera vez que el rey Amulio hizo uso de ese privilegio fue el año siguiente al derrocamiento de su hermano y su propio ascenso al trono de Alba Longa. Eligió celebrarlo el veintitrés de marzo.

Esa fecha quedaría grabada a fuego en el corazón de Rea Silvia y en el de todas las personas, humanas y divinas, que la amaban. Marcó un antes y un después, una transformación radical en su vida, aunque, como sucede con todos los cambios esenciales, ella misma no se diera cuenta hasta más adelante. No la protegió el padre Júpiter, aunque quizá el rey de los dioses no era el más indicado para velar por una doncella si es cierto, como se dice, que no sabía amar y para gozar de mujeres y de diosas recurría al estupro y al engaño. Mas no es éste el lugar ni el momento de reprochar la conducta de Júpiter, sino de dejar testimonio de cuán sola y desamparada estuvo Rea Silvia mientras miles de personas celebraban su fiesta.

¿Cómo es posible que ella viviera confiada? ¿Cómo es que no estaba alerta, en guardia siempre? Quizá porque apartamos de nuestra mente aquello que nos duele o nos confunde y lo sepultamos bajo un manto de olvido, la profecía de la adivina Celia se había borrado de su memoria igual que las olas borran las huellas de los cormoranes en la arena de la playa. Nadie en Alba Longa recordaba ya el vaticinio de Celia pronunciado un año antes: los nietos de Númitor vengarían los crímenes del usurpador rey Amulio y de su esposa. Pero el único hijo varón de Númitor había sido asesinado sin descendencia y su hija, Rea Silvia, había sido consagrada a Vesta. La virginidad de una vestal es sagrada y quien osa trasgredir esa norma es sancionado con la muerte, sin que puedan escapar a ese castigo ni la vestal, ni su amante. Era evidente que Númitor no tendría nietos. Y así, la profecía de Celia parecía de imposible cumplimiento y pronto Rea Silvia la olvidó.

En realidad, todos la olvidaron, todos creyeron estar a salvo. Ese error quedó resumido en la crónica oral de Urbano Lacio con palabras llenas de sabiduría: “No temían nada Amulio y Criseida,/ a quienes los augurios habían anunciado grandes males./ Pese a conocer las profecías, vivía serena la vestal Rea Silvia:/ ignoraba haber sido elegida por los hados/ para castigar la maldad de los usurpadores/ y así caminaba despreocupada hacia el futuro/ sin pensar que el destino/ para todos se cumple.”

¡Cuán cierto es que nadie se libra de vivir lo que el destino ha decidido! Ni el alejamiento, ni los sacerdocios, ni la mayor virtud, ni la infamia o la villanía nos libran de cumplir aquello que está escrito. Quizá, siendo conscientes, podemos prepararnos. Pero ¿qué reproches podríamos hacer a esa muchacha, que en su inocencia y bondad no podía imaginar más horrores? Tras las terribles horas que siguieron al asesinato de su hermano, al brutal destronamiento su padre, el rey Númitor, y la acusación que la había puesto a ella misma en riesgo de perder la vida, todo a su alrededor se había serenado. Consagrada a Vesta por su tío, el nuevo rey Amulio, se sumió en la penumbra sosegada de la casa de las vestales y se entregó al servicio de la diosa.

Mas sea cual fuere la debilidad de la memoria, o el aturdimiento propio del corazón humano, o su ignorancia, lo dispuesto por los hados sigue su curso y se cumple con inexorable precisión. Y me pregunto – con la perspectiva que nos dan los más de siete siglos trascurridos – si no se equivocaría en su juicio nuestro cronista oral Urbano Lacio. Según sus palabras, Rea Silvia habría sido un instrumento para castigar a Amulio y su esposa. Y, sin embargo, intuyo que fue todo lo contrario: Amulio y Criseida fueron los instrumentos de los que se valió el destino para preservar la virginidad de Rea Silvia y reservársela a un dios. También para forjar su alma en las adversidades y hacerla fuerte y resistente. Era a todas luces necesario que Rea Silvia desarrollase una gran fortaleza de ánimo, pues de otro modo no hubiera sido elegida para gestar en su vientre una estirpe divina.





Ya desde la víspera de la fiesta las calles de Alba Longa se desbordaron de visitantes. Los rediles se quedaban pequeños para acoger a tantas ovejas y cerdos, y sus balidos y gruñidos llenaban la ciudad de música campesina. Los zurrones rebosaban de quesos y por todas partes se amontonaban recipientes de madera y de barro para llevar al santuario las ofrendas de leche. Muchos pastores se acomodaron en las cabañas de sus parientes, pero otros habrían de dormir a la intemperie y, para darse calor, encendieron hogueras en las calles, en torno a las cuales se sentaban hombres y perros. Circulaban entre ellos tortas de harina, vino de los viñedos que se criaban en el Lacio y durante toda la noche se escucharon historias, canciones y risas.

Fáustulo, el mayoral de los rebaños del rey Amulio, se había presentado en la cabaña real a media tarde para informar a su señor de la llegada de sus hatos y pastores a Alba Longa. Solían pastar lejos de la ciudad, en la gran planicie que se extendía por el noroeste hasta las orillas del río Tíber. Había cerca de sus aguas un grupo de colinas escarpadas y boscosas a cuyos pies tenía él su cabaña, desde donde supervisaba el trabajo de los demás pastores, diseminados por los prados extensos. No muy lejos estaban también las propiedades, criados y rebaños del antiguo rey Númitor, quien tras su derrocamiento se había retirado a vivir en aquellas soledades por exigencia de su hermano Amulio.

Con Fáustulo habían venido a Alba Longa su esposa Acca Larentia y algunos de sus hijos. Catorce había alumbrado esta matrona, aunque sólo la mitad había superado la primera infancia. Pese a contar con alojamiento junto a los establos reales, Acca, igual que numerosas familias, había preferido quedarse fuera de la muralla, en la explanada donde se celebraba el mercado. No era una mujer corriente: amaba la libertad de los campos y desde su niñez disfrutaba recorriéndolos. Conocía como la palma de su mano las colinas junto al río, las quebradas, los valles y las hondonadas donde a veces, en el suelo embarrado y pantanoso, se atascaban las ovejas. Suyo era el aire límpido de las cumbres y el sonido agudo que a veces jugaba a estampar contra las rocas para escuchar la respuesta de la ninfa Eco. Había en ella algo selvático y generoso, un ansia de libertad irrefrenable.

Quizá por eso otras matronas despreciaban su reputación y la criticaban. ¿Y qué, si en su juventud había regalado las delicias de su cuerpo a quien había querido? Dichosa ella, que había sabido y podido gozar de los placeres más elementales siguiendo su propia voluntad, ejerciéndola cuando, donde y con quien le había placido y no como esas otras mujeres sujetas y aherrojadas desde la pubertad por el matrimonio. Ella decidía sobre su vida y sobre su cuerpo. Y así la amaba Fáustulo: libérrima y hermosa como era, indomable y leal. El marido no prestaba oídos a las habladurías, ni a las críticas, ni a quienes, a veces, rehuían a su mujer tachándola de prostituta. Desde hacía años compartían la vida y cada cual aportaba lo suyo: ella su naturaleza exuberante y vital, y él su prudencia, ecuanimidad y una sabiduría profunda destilada gota a gota.

Desde hacía unos días Acca Larentía sentía los senos tensos y un ligero malestar. Quizá estaba encinta. Dudaba si decírselo a su marido o esperar a estar segura, cuando Urbano Lacio pasó ante la hoguera donde ella se calentaba y se detuvo, asombrado. Veía brillar sobre su cabeza una chispa de fuego. Lo extraño era que había visto otra igual flotar como una nube incendiada y diminuta sobre la casa de las vestales. ¿Qué significaría? Lejos estaba el cronista oral de intuir el drama que iba a involucrar a la vestal Rea Silvia ni el papel que jugaría Acca Larentia. Intrigado y perplejo, se retiró a su casa.

Aquella noche muchas personas vieron resplandecer sobre Alba Longa una doble luna llena, redonda y tersa como dos pechos.

miércoles, abril 27, 2011

NO CONVIENE DESDEÑAR A FLORA




De Elia a su amiga la liberta Lálage

Lamento decir que tu señora Claudia Hortensia tiene pocas luces, querida Lálage, por más que ande empeñada en contarnos los orígenes de Roma. ¿Qué persona con sentido común se encerraría a trabajar justo mañana, cuando empiezan las fiestas en honor de Flora? ¿Crees que esta diosa os será propicia, cuando vea que volvéis la espalda a su esplendor y su alegría? ¿Quién trenzará sus guirnaldas para la mesa? ¿Quién celebrará banquetes para homenajearla? ¿Hasta qué hora estaréis tu ama y tú despiertas a la luz de las antorchas? Desengáñate, Lálage, con semejante imprudencia no creo que su historia tenga éxito, y lo lamento por ti, pues se cuánto estas trabajando en ella. Es una locura meteros en casa y desdeñar la alegría y el agradecimiento que debemos a esta diosa. ¡Quiera Flora ser benévola y tener piedad de ti! Por mi parte, pienso ataviarme de mil colores y disfrutar, una tras otra, todas las noches.

NOTA: El 28 de abril empezaban las fiesta en honor a Flora y duraban hasta el 3 de mayo. Podéis leer el post que escribí sobre esta fiesta
aquí. Por otra parte, os recuerdo que mañana 28 empezaremos con la segunda parte de la novela sobre la fundación de Roma. ¡No faltéis a la cita!

lunes, abril 25, 2011

LÁLAGE Y LA FUNDACIÓN DE ROMA

De la liberta Lálage a su amiga Elia.


Espero, Elia, que se te haya pasado el disgusto de ayer. No es muy considerado por tu parte reprochar mi dedicación al trabajo que estoy realizando con mi señora Claudia Hortensia sobre la fundación de Roma. ¡Como si una liberta pudiera elegir!


Me hubiera gustado muchísimo ayudarte a confeccionar las guirnaldas de flores para los asnos de tu molino dentro de tres días, cuando se celebre la fiesta de Vesta y esos fieles y dóciles animales descansen merecidamente durante toda la jornada. Como te dije ayer, no podré hacerlo. No es por azar que mi señora haya elegido ese día para retomar su trabajo tras un breve descanso: debes saber que la señora Rea Silvia, a quien debemos estar muy agradecidas, fue sacerdotisa de la diosa Vesta y muy protegida por ella. Por eso Claudia Hortensia quiere reiniciar el relato de su historia ese preciso día, para que también Vesta nos proteja a nosotras y nos ayude a relatar fidedignamente y con todos los detalles necesarios, lo que le ocurrió a aquella joven. Y no te explico más, porque es una historia alegre y dolorosa a la vez y, sobre todo, porque hay personas a quienes no gusta que se hable de Rea Silvia y es mejor ser discreta, al menos hasta que esté escrita toda la historia.

No obstante, hay algo que sí quiero decirte: una de las cosas más importantes que he aprendido con este trabajo – y creo que seguiré aprendiendo – es la importancia de que las mujeres nos comprendamos y nos ayudemos unas a otras pese a las críticas de los hombres. Así pues, Elia, perdóname si ayer fui impertinente contigo o no tuve la paciencia de explicarte debidamente la situación. Eres una buena amiga y de ningún modo quería ofenderte. Cuídate.

NOTA: El 28 de abril era la fiesta de las primeras vestales, en honor a Vesta, que celebraban los molineros y panaderos. Ese día se adornaban con guirnaldas de flores las ruedas de molino y los asnos que las hacían girar, y no trabajaban en toda la jornada. Así pues, el próximo jueves 28, empezaremos con la segunda parte de la novela sobre la fundación de Roma. ¡No faltéis a la cita!

lunes, abril 18, 2011

MIENTRAS HABLAMOS, HUYE EL ENVIDIOSO TIEMPO…

Cinco años han pasado desde aquel primer post en el que declaraba mi amor por las mujeres y por Roma y mi intención de hacerlo patente aquí. Han trascurrido deprisa, es cierto. Mas, como todos los fugitivos, esos años han dejado un rastro tras de sí: amigos inolvidables, conversaciones deliciosas, intercambio de historias, pensamientos, conocimientos, aficiones, afectos compartidos de este a oeste y de norte a sur. Y a esta conclusión llego: ya que no podemos impedir la huída del tiempo, ni atraparlo, ni detenerlo, aprovechémonos de su pasar vertiginoso. Hablemos nosotros mientras él corre y, hablando, soñando, escribiendo, viajando al futuro y al pasado, saltándonos las fronteras de continentes y naciones, vivamos múltiples veces; tantas más veces cuanto más rápido vuele él.

Gracias a todos por ser y por estar ahí.


NOTA: La frase del título procede de una oda del poeta latino Horacio.

miércoles, abril 13, 2011

EL EMPERADOR AUGUSTO RECLAMA UN REGALO A MECENAS

¡Salve, Cayo Mecenas! Vengo a felicitarte por el aniversario de tu nacimiento y no traigo para obsequiarte ni un Apolo de bronce, ni un esclavo nubio, ni una simple crátera de vino. Muchos dirán que soy un mal amigo o que soy ingrato y no se agradecerte cuanto has hecho por mí. No merezco esos reproches pues me presento hoy como un padre sufriente. ¡Y mira si estoy triste que en lugar de traerte un regalo, vengo a reclamártelo a ti! Dame, amigo mío, tu amistad de siempre y alivia con ese bálsamo mi corazón.

NOTA 1: Augusto tuvo serios desencuentros con su única hija, Julia, quien finalmente fue desterrada y jamás se le permitió regresar a Roma. Para recordar el nacimiento de Mecenas (13 de abril del 70 a.C.) se puede pinchar en Mecenas se asoma a la vida.

NOTA 2: Este viernes 15 de abril, de 6 a 9 de la tarde, firmaré ejemplares de mi novela Dido reina de Cartago en la caseta nº 26, librería GAIA, Feria del Libro de Valencia. Os podéis descargar los primeros capítulos.


lunes, abril 11, 2011

AÑORANZA DE SAGUNTO EN LAS FIESTAS MEGALENSES

De Elia en Roma a su amiga Cecilia en Sagunto. Salud.

Ayer, mientras revisaba unos rollos para ordenarlos, encontré la carta que me enviaste hace un par de años en la que me hablabas de las fiestas megalenses celebradas en Sagunto. He sentido una gran melancolía que no concuerda con mi manera de ser ni con esta primavera que ya está floreciendo a los pies de las estatuas en los jardines del Trastevere. ¡Te echo mucho de menos, querida Cecilia! Otro año más habremos de honrar a la diosa Cibeles separadas. Espero que nuestra querida Antilia consiga hacerte salir de tu villa para asistir a los juegos y al teatro. Saluda a mis sobrinas, si las ves, y dime si mi hermana ha vuelto a participar en la pompa con las damas de la casa Baebia. Sabes que es muy perezosa para escribir y no me cuenta nada. Por mi parte, asistiré al teatro Marcelo, cerraré los ojos y me imaginaré que estoy en Sagunto, aunque aquí no me llegará el olor del mar, ni podré extender la vista sobre los vastos campos ni charlar contigo al atardecer. Por muy hermosa y monumental que sea Roma – y bien sabes que lo es – no hay nada más dulce que recibir la primavera y los dones de Cibeles en la propia ciudad natal. Cuídate.



NOTA 1: Aquí encontraréis información sobre las fiestas megalenses en honor a Cibeles y en este otro enlace, la información sobre los Ludi Saguntini 2011


NOTA 2 Aquí el enlace a la carta a la que se refiere este post Vivir a la manera griega…


Aquí os dejo el reportaje estupendo que ha hecho Lady Read Morgan sobre mujeres en la Feria del Libro de Valencia.

jueves, abril 07, 2011

UN CORAZÓN SE FORJA

(y XVIII)
Igual que el hierro al rojo vivo es golpeado una y otra vez sobre el yunque para forjar la espada y, siendo aún dúctil, con cada golpe va adquiriendo la forma, el filo y la resistencia, así Rea Silvia había recibido los primeros mazazos que habrían de forjar en ella un corazón valiente. No hubiera sido diferente su destino si, sometida a la prueba terrible del dolor, se hubiera convertido en una criatura débil, pues los hados siguen el camino trazado y no se tuercen. Así pues, fue mérito suyo afrontar los acontecimientos con coraje y crecerse en el sufrimiento sin malear su corazón ni endurecerlo.


Con ese temple caminó entre los esbirros de Amulio, la cabeza inclinada pero el paso firme, sin una lágrima, ni un grito, ni una queja, el día en que había sido destronado su padre, incinerado el cadáver de su único hermano y ella misma acusada de traición y amenazada con la pena de muerte. En el cortejo que desde la explanada de las incineraciones regresaba a Alba Longa, sólo los nuevos reyes, Amulio y Criseida, expresaban alegría. La multitud los seguía en silencio y tampoco los aclamaba el público agrupado a lo largo del camino.

Marchando tras ellos, la Vestal Máxima Camilia buscaba desesperadamente el modo de impedir la muerte de Rea, ese crimen brutal. Intuía que la ambición de Amulio, a diferencia de la de su esposa, tenía un freno: el temor a los dioses. Incluso para algo tan abyecto como destronar a su propio hermano, se había impuesto límites. Eso explicaría que, aun habiendo asesinado a su sobrino y tratado de matar su sobrina, no se hubiera atrevido a cometer un fratricidio, uno de los crímenes más horrendos a los ojos de los dioses y de los hombres. Para salvar a Rea Silvia, debía avivar los escrúpulos del rey. Pero ¿cómo? Estaba ya la comitiva cruzando el bosquecillo que crecía cerca de la puerta occidental de la muralla, cuando un grito la sacó de sus pensamientos.

- ¡Eh! ¿No ves que es un pico-verde? – gritaba un niño a otro que, encaramado a un árbol, hurgaba en un nido –. Es un pájaro protegido por Marte. ¡Si le haces algún daño, te castigará!

Un relámpago iluminó la mente de Camilia: ese niño le había dado una idea. No debatiría con la esposa de Amulio. Cualquier intento de rebatir sus argumentos estaba condenado al fracaso porque Criseida era demasiado lista y demasiado rápida, su capacidad para tergiversar las palabras y los hechos era tan grande como su maldad. Llevaría la discusión a otro terreno. Y los dioses le perdonarían que, para salvar a Rea, dijese una mentira. Con todo, debía administrar sus argumentos con cautela. Antes de llegar a la cabaña real, donde se decidiría la suerte de Rea Silvia, Camilia tenía un plan concreto.






El rey Amulio y Criseida presidían el semicírculo formado por los consejeros y la Vestal Máxima. A cada uno de sus extremos fueron sentados Aurelia y Númitor, aislados entre sí y separados de los demás, ya que habían quedado excluidos del Consejo. Rea Silvia fue situada al fondo de la sala, frente al rey. Por voluntad de éste, se había zanjado la discusión en la explanada para reanudarla formalmente en la cabaña real y decidir sobre el castigo a la joven, acusada de traición.

Pidió la palabra la Vestal Máxima y cuando sintió sobre sí los ojos angustiados de Aurelia, se llevó la mano al hombro derecho. Aún llevaba puesta la fíbula que se habían intercambiado el día anterior y se la acarició con el pulgar varias veces para darle a ella tranquilidad y a sí misma confianza. Poniéndose en pie, se dirigió al centro de la sala.

- Debo disculparme ante ti, rey Amulio. Hubiera debido informarte antes, pero quería esperar a tu nombramiento para brindártelo como regalo… Ayer mismo ofrecí a Rea Silvia a la diosa Vesta, prometiéndole que la consagraría a su servicio. Así pues, no es prudente juzgarla y mucho menos realizar acciones que priven a Vesta de su sierva.

Esta noticia dejó atónitos a los asistentes, pues cambiaba por completo la situación. Rea Silvia miró a Camilia y luego al rey Númitor, en cuyos ojos brilló una chispa que no supo interpretar.

- ¿Cómo te has atrevido…? – reaccionó, tras un instante de silencio, Criseida –. ¡Es el rey quien elige a las vestales!

- Rea Silvia no está consagrada, el rey la puede rechazar – respondió conciliadora la Vestal Máxima –. Sin embargo, no lo recomiendo. ¿Habéis pensado en lo que significa sustituir a un rey por otro, estando el primero con vida?

- ¡Aurelia así lo quiso y los augurios han sido favorables! – intervino un consejero.

- Así ha sido. Ahora bien, que los dioses hayan sido favorables al nombramiento de Amulio no nos exime de hacer cuanto esté en nuestras manos para propiciar a nuestras divinidades y pedirles que su reinado sea próspero y beneficioso – respondió Camilia, paseando su vista por los rostros de los asistentes –. ¿Acaso alguno de vosotros ha salido de su casa esta mañana sin hacer la ofrenda matutina en el altar doméstico? ¿No habéis pedido a los dioses que os protejan a vosotros y a los vuestros, como todos los días? ¡Cuánta más tutela y socorro necesita a diario una ciudad! Siendo Vesta la protectora de Alba Longa y de cada uno de sus hogares, ¿no juzgáis necesario congraciarnos con ella? Que el nuevo monarca le consagre la castidad de una virgen es el mejor modo de complacerla. Por eso le prometí a Rea Silvia.

Pese a que Criseida le hablaba al oído, no había rechazo en la actitud de Amulio. Varios consejeros tomaron la palabra. Ninguno habló de traición ni de castigos, sino que consideraron la propuesta de Camilia muy razonable. Y hasta necesaria, apuntó uno de ellos, teniendo en cuenta la amenaza de guerra que pendía sobre sus cabezas.

- De acuerdo, hemos de honrar a Vesta – concedió Criseida de mala gana y evidente enfado –. Pero no hay motivo para consagrarle a Rea Silvia. Elijamos a otra muchacha.

- Propongo entonces que la elegida sea Anto, tu noble hija – dijo rauda Camilia.

- ¡No metas a mi hija en esto!

- Las vestales han sido elegidas siempre de entre las familias de mayor rango y prestigio – respondió Camilia -¿No es así, señores del Consejo?

- Muchas jóvenes de buena familia reúnen los requisitos para ser vestales – rebatió ufana Criseida.

- Cierto. Pero no parece muy juicioso regatearle a Vesta la categoría de su sierva, como si se tratase de una diosa de poca importancia. Si el rey Amulio no quiere entregarle a su sobrina, que le ofrezca su hija. O a la inversa. Es lo que aconsejaría cualquier persona sensata.

Desde el fondo del salón, Númitor pidió la palabra y fue autorizado a hablar. Con voz desmayada declaró su conformidad para que Rea fuera consagrada a Vesta si así lo decidía el rey, congratulándose de poder ayudar de este modo a su hermano. Aurelia, que seguía el debate con una luz de esperanza en el corazón, confirmó la voluntad de su marido. Había aprobación en los gestos de los consejeros.

- Todo esto es una maniobra tuya, Vestal Máxima, para librar de su justo castigo a Rea Silvia – dijo Criseida con rabia apenas contenida. Sorprendió al Consejo la violencia de este ataque.

- Creí de buena fe que al rey Amulio le complacería consagrar a Rea Silvia. Y hubiera preferido no hablar abiertamente de lo que voy a decir, pero puesto que no lo comprendes por tí misma… – respondió la Vestal Máxima con un tono muy moderado –. Pensando en el bien de Alba Longa, juzgué necesario evitar que algún heredero de Númitor aspirase al trono en el futuro y se lo disputase a los herederos vuestros. Esa funesta posibilidad se evitaría si Rea Silvia permanece virgen. Y la manera más segura de conseguirlo es consagrarla como vestal. Ningún hombre podrá tocarla, bajo pena de muerte. Nadie se atrevería a violar su castidad.

No había argumentos que Criseida pudiera esgrimir ante el Consejo. Sin duda los consejeros habían considerado con preocupación el peligro de una guerra entre los descendientes de Amulio y los de Númitor para disputarse el trono. Y he aquí que la Vestal Máxima ofrecía una solución muy satisfactoria, pues eliminaba el problema de raíz. Así lo expresaron, con entusiasmo, uno tras otro, sin que el gesto de rabia de Criseida lograra silenciarlos.

- Sea. Mañana mismo celebrarás la ceremonia de consagración – concluyó Amulio. Se levantó de su asiento y puso fin a la reunión.

Muchas lágrimas se vertieron entonces, dentro de la cabaña real y fuera de ella donde, angustiados, esperaban su salida los amigos de Rea. Estalló el júbilo. Hizo sonar Palantea su melodía más alegre, creyó Espórtula abrazar otra vez a su amado, Énule y Amneris, aliviadas, se regocijaban con la doncella Tuccia, la vestal Adriana sonreía a su nueva compañera, Alec fue esa tarde el pordiosero más rico de Alba Longa, se mantenían aparte y satisfechas Kritubis y Celia. ¿Y habría en el mundo muestras suficientes de afecto para agradecer a Camilia que hubiese salvado la vida a Rea Silvia?


Cuentan las mujeres que aquella noche Divaida la misteriosa, la diosa Vesta y la enigmática Luna, se citaron en el bosque sagrado de Silana. Danzaron entre las encinas milenarias y al alba se conjuraron para proteger siempre a Rea Silvia. Naturalezas femeninas, quizá conocían los hados y sintieron piedad de ella. O quizá la amaban por la dulzura y entereza de su corazón, o quizá nos amaban ya a nosotros… Mas ¿quién conoce los motivos y las razones secretas de las deidades? Lo cierto es que Rea Silvia necesitaría de toda su protección.



NOTA 1.- Con este post, concluye la primera parte de la novela sobre la fundación de Roma. ¡Espero que haya sido de vuestro gusto!


NOTA 2.- Gracias a Antonia Romero por anunciar esta iniciativa en su blog.


NOTA 3.- El sábado 9 de abril estaré en la Feria del Libro de Valencia, firmando ejemplares de "Dido reina de Cartago" en la librería IDEAS, casetas 18 y 19, a partir de las 6 de la tarde.


lunes, abril 04, 2011

ANTE EL ABISMO

(XVII)

No pudo hacer nada Urbano Lacio para sujetar a Rea Silvia. La había socorrido sin conocerla y cuando ella gritó, avisando a su padre del peligro, no tuvo tiempo de reaccionar, pues la muchacha se soltó de su brazo y, con una fuerza inusitada, se lanzó al encuentro de Númitor. Las miradas de cuantos habían escuchado su grito acusatorio confluyeron en ella: en muchos rostros se reflejó el asombro y en otros, amenazante, la ira.

Entre estos últimos estaba el de Criseida que, si en un principio se había encendido de cólera, pronto se iluminó con regocijo. Era su oportunidad. Si sabía utilizarla hábilmente, se desharía de esa tonta que le amargaba el triunfo. Ya era reina. Ahora debía reforzar su poder despejando de obstáculos el porvenir: Númitor no tendría nietos que pudieran reclamar el trono. Para ello, Rea Silvia debía morir, como había planeado desde el principio. Y he aquí que ella misma le había puesto en bandeja un motivo para quitársela de en medio abiertamente, delante de todos, sin necesidad de recurrir a métodos más inseguros. Apretó los labios, fingió la indignación del ofendido y se preparó para dar rienda suelta a toda la rabia contenida.

Mientras los hombres de Amulio detenían el carro de Númitor a poca distancia de las autoridades, Pratex, que se había dado la vuelta al oír el grito de Rea y la veía llegar corriendo, salió a su encuentro con los brazos abiertos, como el amante que recibe a la amada, y la sujetó. Pese a los esfuerzos de la muchacha para zafarse de él, la levantó en el aire aferrándola por la cintura y, a grandes zancadas, la llevó hasta donde estaba el recién nombrado rey y la depositó en el suelo. Rea Silvia se arrojó a los pies de Amulio.

- ¡Tío, por favor, ayuda a mi padre! Ese hombre es un asesino, no permitas que se acerque a él. Fue uno de los que entró en mi casa, lo vi con mis propios ojos...

- Levántate - respondió secamente Amulio mirando con desprecio a su sobrina - Y no me llames tío, sino rey. ¡Aurelia! - añadió, dirigiéndose a su cuñada, que se había quedado pálida -, Dí a tu hija que sujete esa lengua. No voy a tolerar insultos ni falsas acusaciones contra un siervo mío.

- Pero tío - acertó a titubear Rea Silvia, que se había puesto en pie -. Lo que te digo es cierto. Lo vi, lo vi claramente. ¡Atacaba a mi hermano!

- ¿Estás acusando a tu rey? - espetó de pronto Criseida.

- Hija mía ¡calla, por favor! Discúlpala, rey Amulio, es muy joven y está aturdida - intervino Aurelia, acercándose a su hija. Un brazo de hierro se interpuso y le impidió avanzar.

- ¿Aturdida? Acaba de llamar asesino a su rey ¿y tu la excusas diciendo que está aturdida? Señores del Consejo - dijo Criseida girándose rauda como una fiera y señalando a Pratex -. Sabéis que este hombre ha entrado hace poco tiempo al servicio de vuestro rey. Es una persona leal y honesta. Sois testigos de que Rea Silvia lo ha acusado y, con ello, ha acusado a su señor, el rey Amulio. Estamos en un momento de máximo peligro, con una guerra no declarada que amenaza con destruir nuestra ciudad. ¡Y esta muchacha, cuyo padre ha debido renunciar al trono por su mala salud, se atreve a menoscabar la confianza de los albanos en su rey, acusándolo públicamente de un crimen horrible! No os dejéis engañar pensando que la mueve su juventud, como alega su madre. ¿No será, más bien, que ha hecho planes con nuestros enemigos? ¿No os parece sospechoso que sólo ella consiguiera huir de su casa? ¿No habrá urdido este plan para ser reina en lugar de su hermano? Sí, ha debido acordar su boda con un enemigo nuestro poniendo como dote Alba Longa y ahora trata de ocultar su delito acusando al rey Amulio...

- ¡No digas más barbaridades! - la interrumpió la Vestal Máxima.

- ...¡Ha traicionado a Alba Longa...! - continuaba Criseida.

- Criseida, te lo ruego, cálmate - exclamó Aurelia -. Mi hija no ha acusado al rey. Se ha confundido al ver a ese hombre, nada más...

- ... ¡Exijo que se la condene a muerte! Y que la pena se ejecute ya - sentenció Criseida.

- ¡No puedes hablar en serio! - replicó Camilia.

- ¡Ya basta! - exclamó Amulio. Y era tal la cólera contenida en su voz, que a su alrededor se produjo un silencio de muerte -. ¡Que venga aquí mi hermano!

- Señor - dijo enseguida uno de los siervos que lo había acompañado - apenas puede mantenerse en pie.

- Pues que venga arrastrándose. ¡Ahora!






¿Qué pensamientos cruzarían la mente de Rea? De pie, frente a su tío, su ánimo era vapuleado como nunca antes en su vida. A duras penas asimilaba las palabras de Criseida, porque su corazón se resistía a aceptar lo que su inteligencia le mostraba: que era objeto de un aborrecimiento atroz. El odio golpea, asombra, ofusca, desorienta, confunde. Deja sin armas y sin aliento. ¿Con qué argumentos rebatir un sentimiento ajeno a la razón, impermeable a las refutaciones y a la lógica, indestructible mientras respire la persona que lo suscita y, aún a veces, perdurable más allá de su muerte?

Esos extraños a quienes, desde que había aprendido a hablar, llamaba tíos; a quienes respetaba y amaba; padres de su prima Anto, la más querida de sus amigas, con la que había crecido y compartido juegos, alegrías y pesares; esos desconocidos en cuya casa entraba como en la suya propia, a quienes besaba a diario, habían matado a su hermano y a todos los siervos que componían su familia. Ya ahora la incriminaban a ella con falsas acusaciones y exigían su muerte. ¿Qué lugar de la mente o del corazón soportaría saber todo esto sin saltar en pedazos?

Posaba sus ojos incrédulos en los de su madre y sólo encontraba desesperación. Varias veces se volvió, desorientada, hacia el carro de su padre. Desde donde estaba detenido, Númitor no debía oir bien lo que se hablaba. Ella misma no alcanzaba a ver su rostro, porque se interponía entre ellos un hombre, pero su cuerpo parecía derrotado. A sus espaldas aún humeaban las piras funerarias, más funestas y fatídicas que cuando habían empezado a arder.




El público aguardaba, expectante, el fin de la ceremonia. La disputa que acababa de tener lugar en la explanda sólo había sido oída por quienes estaban cerca de las autoridades. Sin embargo, todos habían visto a Rea Silvia arrojarse a los pies de su tío, los gestos agresivos de Criseida, cómo impedían a Aurelia acercarse a su hija. Era penoso ver a Númitor, su antiguo señor, ser sacado del carro que lo había trasportado y, con los brazos colocados por encima de los hombros de dos siervos, ir arrastrando los pies hasta donde estaba su hermano, el rey Amulio. Éste le habló brevemente y Númitor se inclinó ante él. Luego Amulio avanzó unos pasos, levantó en el aire su escudo y su lanza y los agitó. Los soldados respondieron con el mismo gesto acompañándolo con gritos de guerra, tras lo cual el rey hizo una señal indicando que el acto había concluido y debían regresar a sus casas. Él mismo emprendió el regreso a Alba Longa seguido de las autoridades.

Urbano Lacio vio pasar ante él la comitiva: los nuevos reyes, la Vestal Máxima Camilia muy alterada, los consejeros, la reina Aurelia con el rostro desencajado apoyándose en el brazo de la vestal Adriana y, tras el augur Appius y sus ayudantes, Rea Silvia sujeta por dos esbirros. "Como un cordero de camino al sacrificio/ así fue conducida Rea Silvia./ Para inmolarla en el altar de la ambición/ no la adornaron con guirnaldas ni cintas/ sino que toscas manos impías la llevaban" diría años después Urbano Lacio en su crónica oral, y aún nos parece verla con la cabeza gacha y oír a sus amigos llorarla entre la multitud.