miércoles, julio 27, 2011

TODO ESTÁ PERDIDO


(XXV)En el salón principal de la cabaña real el nerviosismo había desaparecido y los consejeros, de pie, charlaban en pequeños grupos durante el descanso que había propuesto el rey. La conmoción causada por el anuncio de Amulio de que se había cometido un sacrilegio había sido enorme y, por ello, al diluirse esa impresión, se había calmado el miedo a la ira divina y los consejeros respiraban aliviados.
Los argumentos de Númitor habían sido convincentes, pues era cierto que la conducta de Rea Silvia había sido siempre intachable, no salía jamás de la casa de las vestales sin compañía, ni se adornaba o enjoyaba como otras. Además, ¿a qué joven se le hubiera ocurrido acusar a un dios de haberla preñado, de no haber sido cierto? Camilia, por su parte, los había tranquilizado mucho al recordar la promiscuidad de los dioses y – aunque esto no lo había dicho – su predilección por las jóvenes vírgenes. Quizá a partir de entonces ese dios, ya fuera el propio Marte u otra divinidad que habitara el bosque donde se había cometido el estupro, protegería de manera especial a los albanos.

Ese era el estado general de ánimo entre los consejeros y lo que había inducido a Amulio a interrumpir la reunión. Lo ahogaba la cólera. Desde que había destronado a Númitor había procurado no pensar en él, olvidarse de su existencia. Pero el empeño de Criseida y de Anto en hacerle venir a la boda había avivado en su corazón viejos rencores y el encontrarse con él cara a cara esa mañana lo había alterado mucho.
Ya desde que estaba en el vientre de su madre, Amulio había envidiado a su hermano Númitor. Envidiaba su bondad, aunque la despreciara; su buen sentido y equilibrio, aunque los tachara de debilidades; el aprecio que había gozado entre los albanos, aunque lo juzgara innecesario, porque él prefería gobernar por la fuerza. Le envidiaba a su esposa Aurelia por su tranquila serenidad, le envidiaba a su hijo por haber sido varón, y le envidiaba a Rea Silvia sin motivo alguno, sólo por ser hija suya.

Pese al sufrimiento y al dolor que Númitor padecía, pese a su aislamiento, su pérdida de poder, su vida retirada, su hijo muerto, Amulio lo envidiaba. Quería carecer de lo que carecía Númitor, tener exactamente lo que Númitor tenía, incluido un hermano menor y corroído por la envidia como él. Amulio quería ser Númitor. Y la imposibilidad de alcanzar ese deseo ilusorio, insaciable, inalcanzable, destructivo, lo revolvía contra su hermano y sólo se aplacaba temporalmente infligiéndole un daño cada vez mayor. Y ¿qué herida más grande podría causarle que hacer ejecutar ante sus ojos a Rea Silvia?


Se sentó en el trono con el rostro sombrío, ordenó a los demás ocupar sus lugares y se reanudó la sesión. Ya había caído la noche, así que ninguna luz entraba del exterior por los respiraderos junto al techo y las puntas de las vigas que, apoyadas en la viga cumbrera, sustentaban la paja de la techumbre se perdían en la oscuridad. Sólo ardían seis antorchas, pero su humo negro y el calor que desprendían cargaban el ambiente dentro del salón.

- Hay un asunto que me preocupa, Númitor, y que, por su importancia, deberíamos estudiar entre todos – dijo en tono muy moderado el rey –. Como sabes, este asunto aún no ha trascendido, pues hemos guardado reserva sobre él. Sin embargo, en algún momento habremos de hacerlo público y no será fácil explicar a los albanos que una vestal va a ser madre y que yo, como rey, y vosotros como consejeros, no la hemos castigado como ordena la ley. Podemos decirles que algunos dioses, como nos ha recordado oportunamente la Vestal Máxima, tienen tendencia a violar a las vírgenes, y ese parece ser el caso de Rea Silvia. ¿No es así?

Númitor asintió con un gesto de la cabeza, conteniendo el aliento. Había mucha tensión refrenada en la actitud del rey que se adivinaba en el brillo excitado en sus ojos, en la contracción de la boca.
- Ella misma ha explicado que se le apareció un joven esplendoroso con apariencia divina y la poseyó. Siendo así, los albanos se preguntarán por qué lo ocultó tu hija. ¿No hubiera sido mejor anunciarlo en ese mismo momento? Hubiéramos podido tomar alguna medida inmediata para honrar al dios: quizá marcar como un lugar sacro el sitio concreto de su aparición, hacerle una ofrenda para ganarnos su favor o, incluso, registrar los alrededores de la fuente sagrada por si quedaba algún rastro de su semen divino que, sin duda, tendría propiedades curativas y mágicas. ¿Por qué no lo dijo entonces?

- No he hablado directamente con ella, sino con su madre – respondió Númitor –, pero es fácil suponer que debió sentirse muy confundida y asustada.

- Lo creo. ¡Si ya debió ser una experiencia espeluznante que se le apareciera un dios, tanto más lo sería que la poseyera allí mismo, donde cualquiera podía sorprenderlos! Sobre todo porque ese día los bosques en torno al santuario de Júpiter estaban repletos de jóvenes latinos buscando leña para encender la hoguera ritual en la cima del monte.
Los rostros de los consejeros se habían puesto rígidos. A ninguno se le escapaban las implicaciones de las palabras del rey ni su tono burlón pero cargado de amenazas. La Vesta Máxima estaba inquieta y la expresión de Númitor parecía tallada en un bloque de mármol.

- Cualquier muchacha de su edad se habría comportado de una manera semejante – intervino Camilia.

- A condición de que la hubiera violado un dios, claro – dijo Amulio –, porque si lo hubiera hecho un mortal lo habría denunciado enseguida y exigido la reparación del matrimonio. Rea no lo denunció en su momento porque era vestal y, tal como ha explicado su padre, estaba confundida. Lo que no entiendo es por qué, cuando supo que estaba encinta, tampoco lo dijo. ¿Seguía teniendo miedo?
- ¿Y quién no lo tendría? – dijo Númitor –. Hasta vosotros, que sois hombres curtidos en el campo de batalla, temblaríais ante la amenaza de un castigo tan cruel como el que aguarda a las vestales si faltan a su castidad.

- Tú lo has dicho: si faltan a su castidad, algo que evidente ha hecho Rea Silvia. Así que ella no tenía confianza en ese dios, ni en su capacidad para protegerla – intervino de nuevo Amulio –. ¡Debió ser un dios de escasísimo o nulo poder! Por eso, porque no cree en el dios que la preñado, ha fingido estar enferma durante tanto tiempo. Por eso se ha presentado hoy en la boda de mi hija ocultando su vientre y con el cuerpo pintarrajeado para engañarnos; por eso ocultó su estado a la Vestal Máxima.

- A los seres humanos nos es imposible entender hechos prodigiosos como éste – replicó Númitor –. Precisamente los llamamos así porque se salen de lo conocido y experimentado antes, están fuera de nuestra comprensión.
No sabemos por qué un ternero puede tener dos cabezas, o una cerda amamantar a un cachorro de perro, o por qué una luz brilla en la noche en lo alto de un poste sin que haya antorchas. Pero esos prodigios existen, los vemos o hemos oído hablar de ellos a personas en cuya veracidad confiamos. Así, aunque no comprendamos con exactitud lo ocurrido, ¿por qué no habríamos de creer a Rea Silvia?

- Te diré lo que creo yo – dijo Amulio poniéndose en pie con brusquedad y señalando con el dedo a su hermano – : creo que tu hija es una mentirosa; creo que ha faltado a su castidad a propósito y no en brazos de un dios; creo que lo ha hecho en connivencia con tu mujer y contigo, que sois sus cómplices si no sus instigadores; creo que lo habías planeado para perjudicar a Alba Longa ahora que la gobierno yo; creo que eres un traidor de la peor especie y un mal padre…

- ¡Ya basta, Amulio! – le interrumpió Númitor –. Ese trono no te da potestad para hablarme así ni para verter acusaciones tan innobles. Aunque seas el rey, sigo siendo tu hermano mayor y tengo la autoridad de la edad.
Se sentó de nuevo el rey y siguieron unos instantes de silencio abrumador, en los que sólo se oía el crepitar de las antorchas y, lejana, una música de siringa. Los miembros del consejo permanecían mudos, sin pestañear ni mirar a ninguno de los hermanos, sobrecogidos por ese enfrentamiento tan brutal. Una idea se estaba instalando en sus mentes: el rey Amulio no renunciaría a su pretensión de castigar a Rea Silvia y no por razones de justicia, sino por odio.

- Rey Amulio, nobles consejeros – dijo Númitor tras hacer una pausa para recuperar la serenidad –, dentro de poco mi hija dará a luz. Le faltan apenas unas lunas para llegar al término de su embarazo. El dios Marte le reveló que pariría dos hijos varones, según ha declarado ella. Esperemos, pues. No la condenéis de antemano. Si resulta que de su vientre nacen dos gemelos, sabremos que ha dicho la verdad.

- Es una petición justa – dijo Camilia.

- Es una nueva trampa para ganar tiempo – replicó con gran frialdad Amulio –. No dudo que sabrías arreglártelas para engañarnos también en eso, buscando a otro recién nacido para presentarlo falsamente como gemelo, o
inventando nuevos embustes. Tu hija es maestra en artimañas. Esta es mi decisión: en cuanto haya parido tu hija ahogaremos en el río al fruto de su sacrilegio y a ella se la azotará con varas hasta la muerte. Entre tanto, Rea Silvia quedará bajo mi custodia en un lugar secreto. Y aún debes agradecerme que, por ser de mi propia sangre, la ejecución de esa impía se lleve a cabo privadamente, en lugar de en la plaza pública.

De nada sirvió que Númitor se arrojara a los pies de su hermano implorando clemencia, ni que la Vestal Máxima Camilia le instara a reconsiderar su decisión, ni que los consejeros guardaran un reprobador silencio. Sólo Criseida, bajo una capa de fingida indignación por el embarazo de Rea Silvia, exultaba de cruel gozo como su marido.



martes, julio 26, 2011

SENTIDO DEL HUMOR




Paula, querida amiga, dentro de tres días parto hacia Miseno y necesito un consejo. ¿Crees que debería mandarle una nota de despedida a Marcelo, o no? Hace unos días le gasté una pequeña broma sobre su trasero y me ha dicho Cayo que se ha disgustado mucho. Un esclavo de los baños, bastante incompetente, al ir a darle un masaje le puso por error sobre las nalgas un paño con el que envolvía una piedra caliente y lo quemó. ¡Dicen que salía humo del agua cuando metió su culo en la pileta del agua fría! Se me ocurrió dedicarle un epigrama… ¡No está hecha la poesía para quien carece de sentido del humor!

Espero tu consejo en breve. ¡Házmelo llegar o escribiré un epigrama contra ti también! Cuídate.

NOTA: Para quienes no lo recordéis, os dejo el
EPIGRAMA dedicado a Marcelo. Y alguna información para saber algo sobre MISENO.

lunes, julio 25, 2011

LA BALANZA EN EQUILIBRIO


(XXIV)
El ataque de Criseida había dejado sin habla a los consejeros. La reina era muy hábil con las palabras. Además, el ímpetu de sus intervenciones y su falta de escrúpulos desarmaban a sus interlocutores. Númitor lo había experimentado muchas veces. Sin embargo, no se rendiría en ese momento, pues su hija se hallaba a un paso de la muerte. Si Rea Silvia sucumbía, su propia vida carecería de sentido y valor. Invocó en silencio a sus antepasados y suplicó su ayuda. Era preciso mantener la serenidad y no dejarse arrastrar por la reina, cuyo odio ofuscaba el entendimiento de sus adversarios igual que las serpientes inmovilizan con la mirada a sus víctimas.
- Dejemos atrás viejas acusaciones hace tiempo zanjadas y examinemos los hechos – dijo Númitor, eludiendo así responder a la diatriba de Criseida, que había vuelto a sentarse –. ¿Ha ocurrido alguna catástrofe desde la fiesta de Júpiter Latiaris? ¿Se han producido fenómenos insólitos? ¿Han nacido animales con más de una cabeza, o se ha vuelto loco un buey, o han llovido guijarros? ¿Acaso, Vestal Máxima, se ha apagado el fuego de Vesta o ha dado la diosa alguna otra señal de ira?

- ¡No creo que Camilia sea la mas indicada para responder a eso! – bufó Criseida revolviéndose en su asiento.

- No hemos recibido ni un solo signo de cólera divina, consejeros – siguió Númitor como si no se hubiera producido esa interrupción –. Y eso sólo tiene una explicación: los dioses no están irritados con nosotros, pues de otro modo ya nos lo habrían hecho saber.

- ¿Pretendes convertirte ahora en intérprete de los dioses? – preguntó Amulio.

- En absoluto, mi rey. Constato que no hay señales de cólera divina ni de desagrado. Y si los dioses guardan silencio…
- Nuestras leyes respecto al sacrilegio son antiquísimas – intervino el consejero más anciano, poniéndose en pie –. Tanto, que su origen se pierde en la memoria de los hombres, noble Númitor, y te aseguro que jamás se ha esperado a recibir señales para castigar a los culpables.

- ¡Claro que no! – reforzó otro consejero, percatándose de la impaciencia del rey, y buscando ganarse su favor –. Rea Silvia está encinta siendo una vestal. ¡Mas inequívoca no puede ser la huella de su sacrilegio! Está fuera de toda duda que debe ser castigada.

- Ahí te confundes, consejero – respondió con agilidad Númitor –. Castigamos cuando se ha ofendido a los dioses. Pero mi hija, una joven casta e inocente que jamás ha entregado su cuerpo a un amante, no ha ofendido a los dioses y te diré por qué: ha sido el propio dios Marte quien la ha fecundado. ¡Por eso los dioses no manifiestan disgusto!

Estas palabras produjeron una gran confusión. Extrañeza, indignación, perplejidad, asombro. Los consejeros pasaban de un sentimiento a otro y volvían al anterior sin haber resuelto nada. Pidió calma Númitor y cuando los ánimos se serenaron, relató ante el consejo la historia que le había sido narrada por su
esposa Aurelia: el encargo que había recibido Rea Silvia de ir al bosque sagrado de Marte para lavar en su fuente los instrumentos sacrificiales del toro ofrendado a Júpiter, su soledad, su baño y su sueño, el joven resplandeciente que se le apareció después. Puso énfasis, sobre todo, en la revelación que hizo ese extraño muchacho a Rea cuando ella volvió en sí: no debía temer nada porque se había unido a la divinidad y había engendrado en su vientre a dos varones que serían superiores a todos los demás.

- ¡Esto es intolerable! – rugió el rey Amulio cuyos puños, apoyados sobre sus rodillas, se cerraban con fuerza creciente mientras escuchaba el relato de su hermano y se había contenido a duras penas –. Pretender que tu hija ha sido preñada por un dios es burlarte de nosotros. ¿Qué tienes que decir a esa impiedad, Camilia?

La Vestal Máxima Camilia, sentada a la derecha del rey, había escuchado hasta entonces en silencio. Ignorando los planes de defensa de Númitor, había juzgado más prudente callar. Su posición era muy comprometida, pues Rea Silvia estaba bajo su custodia cuando había quedado embarazada, y era posible que esta pregunta del rey tuviera la intención de hacerle hablar contra Númitor o desacreditarla a ella misma.
- La llamaría impiedad, rey Amulio, si fuera ésta la primera vez que tenemos noticia de un hecho semejante. No es así. Encomendamos la protección de nuestros rebaños a Fauno, de quien se dice que fue hijo de Júpiter y la mortal Circe, y lo veneramos en su gruta sagrada junto al Tíber. El fruto de los amores de Júpiter con Alcmena fue Hércules, a quien rendimos culto. Ese mismo dios sedujo con engaños a Letona, de cuyo vientre nació la gran Diviana, protectora de la vida y señora de la muerte. Tantas infidelidades y tanta prole engendró Júpiter en diosas, ninfas y mortales, que su propia esposa Juno se vengó de él concibiendo a su hijo Marte sin su ayuda, mediante el contacto con un espino blanco. Y no fue Júpiter el único dios inclinado a mezclarse con humanas. Así, desde los tiempos más remotos dioses y mortales se han unido y han procreado hijos.

- ¡Pero no estamos en los tiempos remotos, Camilia! – intervino la reina ¿Nos tomas por niños ignorantes? Tus palabras me ofenden.
- No veo por qué, mi reina – respondió con firmeza Camilia –. No he dicho nada que no sepan todos los aquí reunidos. Y ¿no es harto conocido que tu ciudad de origen, Lavinio, fue fundada por el príncipe troyano Eneas, hijo del mortal Anquises y de la diosa Venus? Tú misma, más de una vez, te has envanecido de ello. Y tú, rey Amulio, al igual que tu hermano Númitor, os habéis declarado descendientes de ese mismo Eneas a través de su hijo Ascanio o Iulo, fundador de Alba Longa. Así pues, si damos por veraz la historia de vuestros antepasados, y yo la doy, pues os legitima en el trono, vuestra estirpe procede, precisamente, de la unión de una diosa con un mortal. ¿Por qué no habría de repetirse la historia?

La crispación del rey Amulio y Criseida era evidente en el gesto duro de sus rostros y la tensión de sus manos. Si los ojos pudieran matar como los rayos, la Vestal Máxima habría caído fulminada por la mirada del rey. Los consejeros movían afirmativamente la cabeza, pues los argumentos expuestos por Númitor y Camilia eran de peso. Amulio, viendo que estaban muy impresionados, decidió que era el momento de hacer un pequeño descanso y pensar a su vez en el modo de contraatacar. Interrumpió la sesión y ordenó traer a la sala agua y vino.


Rea Silvia había vuelto en sí. Su madre seguía arrodillada a su lado, mientras en un rincón de la pequeña estancia permanecía como vigilante una doncella de Criseida. Rea había reconocido la estancia, pues había sido la suya cuando vivían en la cabaña real. Los ojos de madre e hija se cruzaron y había tal dolor en ellos, que no necesitaron decir nada. Aurelia pasaba la mano sobre la frente y el cabello de Rea, como si esa caricia las devolviera a la infancia, a una época dichosa y libre de temores. Hasta ese refugio precario e incierto llegaban las discusiones del salón.
Un ventanuco se abría en la pared que daba al exterior, y a través de él oyeron algunos ruidos. Pisadas, voces casi inaudibles. Pidió entonces Aurelia a la doncella que le trajera otra lucerna, pues la que había colgada junto al lecho chisporroteaba, señal de que se estaba acabando el aceite. Salió la mujer, y Aurelia sacó la mano. Otra mano se la estrechó.

- Estamos aquí – dijo Énule en voz baja, pero reconocible. Aurelia reaccionó con rapidez. Al llegar, le había quitado a Rea el anillo con el hedor de la abubilla para ocultar otra prueba del engaño y lo había metido debajo del lecho. Lo cogió rápidamente y lo arrojó por la ventana pidiendo que lo escondieran.
- Lo hemos enterrado – susurró Énule poco después y no intercambiaron más palabras.

Al poco, comenzó a sonar una música dulcísima. Rea Silvia cerró los ojos y vio agitarse ante ella las hojas de las encinas, correr las nubes y rizarse con el soplo del viento las aguas del lago Albano. Recordó el rostro del amado de la vieja Espórtula pintado sobre el techo y las paredes de su cueva la noche que ella y Palantea pasaron juntas allí, y cómo se libró entonces del peligro. Sintió emanar serenidad de la fuente de Silana, la luz de la luna sobre su piel en un claro del bosque, el calor del fuego de Vesta, Diviana insuflando su aliento en los dos seres que comenzaban a moverse en su vientre.

Palantea tocó su siringa toda la noche mientras las lágrimas resbalaban por las mejillas de Rea Silvia.

domingo, julio 24, 2011

SE INICIA UN JUICIO DRAMÁTICO



(XXIII)

Los momentos que siguieron al desmayo de Rea Silvia fueron dramáticos. Cuando la reina Criseida, con las manos manchadas de color amarillo, observó la sospechosa curva del vientre de la muchacha y ató cabos, Aurelia se dio cuenta de que la reina había descubierto el embarazo de su hija y estuvo a punto de desmayarse también. Sólo se sostuvo en pie gracias a la vestal Adriana, que soltó el brasero para sujetarla y, para añadir infortunio al infortunio, las brasas procedentes del altar de Vesta rodaron por el suelo. Entretanto, muchas personas se habían acercado y contemplaban la escena sin percatarse de su gravedad, pues Númitor se había agachado también para socorrer a Rea y entre él y la reina la ocultaban de la vista casi completamente. Muchas voces aconsejaban mojarle las muñecas o ponerla de costado, pero fueron silenciadas por el rey Amulio quien, con el ceño fruncido, ordenó traer un carro para trasladarla a la cabaña real.

- Llevadla mejor a la casa de las vestales – dijo la Vestal Máxima Camilia, abriéndose paso entre la gente, pues al salir de la casa de Anto y Nipace se había quedado charlando con unas matronas y acababa de recibir el aviso.

- He dicho a la cabaña real – se reafirmó Amulio, clavando una mirada de hielo en los ojos de Camilia –. Y quiero ver allí, de inmediato, a mis consejeros. Tú la primera, Camilia. Tienes que dar muchas explicaciones. ¡Vamos!
El carro llegó enseguida. Lo guiaba Fáustulo, el mayoral de los rebaños de Amulio, que había acudido a Alba Longa unos días antes a llevar los corderos y cerdos para el banquete y colaborar en su organización. Pensaba regresar a las orillas del Tíber al amanecer del día siguiente, así que, como hombre previsor, estaba preparando el carro cuando había llegado la orden del rey. Enganchó la mula y se puso en marcha. La calle central estaba llena de gente, así que su aparición produjo alboroto y protestas de quienes aún no se habían enterado de lo sucedido. Llegado al lugar, no muy distante, se abrió el corro que rodeaba a Rea Silvia y, con ayuda de otros, subió al carro a la vestal, acompañada y sujeta por su madre, y las llevó a la cabaña del rey.
Entre tanto, corrían desbocados los rumores. Cada cual hacía sus conjeturas, aunque todos coincidían en afirmar que el desmayo de Rea Silvia al terminar el último de los ritos de la boda de su prima no podía ser un buen presagio. Eso mismo pensaban, con un dolor agudo como el que produce un dardo clavado en el costado, quienes estaban en el secreto de Rea. Toda su confianza, sus ánimos, su fortaleza para llevar adelante el engaño que habría de suponer la salvación de Rea, se habían venido abajo. La vestal Adriana y la doncella Tuccia se apresuraron a volver a la casa de las vestales y la primera se arrojó a los pies de Vesta para implorarle por su amiga. Las demás, que habían rondado cerca de Rea Silvia durante toda la jornada, se dirigieron temblorosas hacia la cabaña real siguiendo, entre la multitud, al carro.
Acudieron a la puerta de la cabaña los criados y la reina Criseida ordenó trasladar a Rea Silvia a la cámara que había sido de Anto. Y así, mientras en el salón se congregaban los consejeros, avisados a toda prisa, en el lecho del cuarto tendieron a la vestal y las criadas, siguiendo las instrucciones de Criseida, le quitaron la túnica. Quedó así descubierta la banda de lana en torno al vientre y en evidencia las partes del cuerpo que habían sido pintadas y las que no. Pidió Aurelia que trajeran agua y unos paños, y ella misma se arrodilló y le fue quitando la pintura aunque hubiera podido hacerlo sólo con sus lágrimas. Una criada deshizo las puntadas que sujetaban la banda y, entre varias, lograron quitársela, devolviendo a la vista lo que la naturaleza no oculta.

Rea Silvia empezó a respirar mejor y movió un poco la cabeza aunque sin abrir los ojos. El panorama en el cuarto era desolador: la banda de lana por el suelo, los recipientes de agua y los paños amarillentos junto al lecho, la vestal desnuda y palidísima con aquel vientre liberado aún enrojecido por la presión, el olor, los rostros descompuestos de quienes la rodeaban. Pues si el descubrimiento de un engaño suele ser insoportable para quien lo descubre y para el
descubierto, más espantoso es cuando lo que se ocultaba era un sacrilegio y su castigo, la muerte. Con todo, lo peor, lo más pavoroso, lo que sobrecogía a Aurelia, era el silencio de Criseida. No se atrevía a mirarla. Pero la sentía allí, a sus espaldas, impertérrita, inconmovible, preparándose para descargar el odio mortal acumulado durante muchos años.

- Tu marido quiere hablarte, noble Aurelia – dijo una criada asomándose al cuarto –. Te ruega que salgas un momento.

Se levantó Aurelia y salió a encontrarse con la mirada estupefacta de Númitor. Le cogió una mano, recuperó su entereza y antes de volver junto al lecho de su hija, le narró todo lo sucedido.







- Consejeros – dijo el rey Amulio sentado en el trono –. A disgusto os he mandado llamar, pues jamás habría imaginado terminar así el día de la boda de mi querida y única hija. Sin embargo, el asunto es tan grave, que ya os anticipo que no nos moveremos de aquí sin haberlo resuelto.
Los consejeros rebulleron en sus escaños. Habían asistido a la boda y todo había discurrido con normalidad hasta que se habían visto sorprendidos por esta llamada urgente cuando aún tenían el espíritu festivo y esperaban seguir disfrutado. Ni el rey ni ninguna otra persona les habían querido anticipar el motivo de una reunión tan precipitada, aunque los rostros sombríos de Amulio, de su hermano Númitor y de la Vestal Máxima Camilia, hacían presagiar tormenta. Estas palabras confirmaban sus peores impresiones y les indujo a acentuar la severidad de sus rostros.

- ¡Se ha cometido un sacrilegio! – dijo Amulio con voz atronadora –. Un sacrilegio, ¡sí!, y la culpable es la vestal Rea Silvia, mi sobrina, de quien abomino. Sabed todos, consejeros, que su culpabilidad está fuera de toda duda, pues está preñada.
Hubo un grito unánime de asombro. Se levantaron los consejeros con una mezcla de temor y de indignación, alzando los brazos al cielo, hablando entre ellos, y mirándose sin salir de su estupor. Nada tan grave había ocurrido desde que formaban parte del consejo del rey, pese a haber vivido guerras y juzgado fechorías. Pues incluso los crímenes más abominables eran menos dañinos que aquellos cometidos contra los dioses y, el peor de todos, el más temible, era el que ofendía a su protectora, la diosa Vesta, cuya ira se descargaría sin piedad sobre Alba Longa si no lograban aplacarla.

- Te ruego, rey Amulio, que me escuches – dijo entonces Númitor, elevando la voz sobre el griterío y colocándose en el centro del semicírculo que formaba el consejo –. ¡Escuchadme, ilustres consejeros, hombres de bien! Os lo ruego.

El rey Amulio hizo un gesto con la mano para que todos se sentasen y antes de conceder la palabra a Númitor, intervino de nuevo con gran severidad.
- No creas que por ser hermano mío vas a torcer mi brazo e impedir que se cumpla la ley. El bien de Alba Longa está por encima de mis sentimientos, que han sido siempre favorables a ti y a los tuyos, como he demostrado en el pasado tantas veces. Para ejecutar la ley ante un caso tan flagrante, no necesito al consejo. Lo he reunido para hacerle partícipe de lo ocurrido y aclarar los hechos, investigar las responsabilidades de otras personas.

- Precisamente, mi rey, lo que he de decir ayudará al esclarecimiento de lo acontecido – dijo Númitor, haciendo gala de una gran serenidad y autoridad –. No creas que no te comprendo, pues he ocupado ese trono antes que tú, y se cuán difíciles y dolorosas son muchas decisiones que, por el bien de todos, se han de tomar. Y la experiencia nos dice que no es bueno tomarlas precipitadamente.

- ¿Crees que me precipito, cuando el vientre de tu hija abulta como una tinaja? – dijo Amulio, despectivo y con creciente indignación – ¿Cuando ha estado fingiendo una enfermedad y, según afirma la Vestal Máxima, ha seguido cumpliendo sacrílegamente los ritos de Vesta? ¿Cuando tú mismo me has pedido permiso para llevártela a tus posesiones del Aventino con el fin de ocultar el sacrilegio y yo, de buena fe, he estado a punto de concedértelo?
- No es mi intención negar lo evidente – afirmó Númitor – ni poner en cuestión tu autoridad. Quiero que escuches, rey, que escuchéis todos, consejeros, la explicación de mi hija sobre lo ocurrido, según acabo de conocer a través de mi esposa. Conocéis a Rea Silvia. Sabéis que es una joven modesta y discreta, que jamás ha dado lugar a habladurías ni a escándalos.

- ¿Cómo puedes decir eso sin morirte de vergüenza, mentiroso? – interrumpió a gritos Criseida – Si tuvierais memoria, consejeros, no permitiríais a este hombre hablar así. ¡Os lo advertí, os lo dije con claridad precisamente el día del funeral de su hijo y sus criados! – en su furia, se había puesto en pie y se dirigía al centro. Los miembros del consejo la contemplaban con respeto, pues su cólera era de temer.
- Os dije que la instigadora de aquella matanza había sido la propia Rea Silvia, para ocupar el lugar de su hermano, casarse con un extranjero y entregar Alba Longa a nuestros enemigos con tal de ser reina. Ahora os acordáis, ¿verdad? – con mirada incendiaria recorría, uno por uno, todos los rostros –. Aquel plan odioso se le truncó, pero ella ha urdido otra trama no menos repugnante ni criminal para dañarnos: ofendiendo gravemente a Vesta desataría la ira de la diosa contra Alba Longa y quién sabe cuántas desgracias y tribulaciones se habrían abatido sobre nosotros de no haber sido desenmascarada. Si sois débiles de nuevo, si os dejáis convencer de su falsa inocencia, no podremos librarnos del desastre una tercera vez –y, tras hacer una pausa dramática, añadió –. ¡Cúmplase con ella la ley, muera azotada por las varas en la plaza pública y expíe así su culpa!

Los consejeros reflejaban en sus rostros temor y aprobación.

NOTA: Os dejo el enlace a la página del cruel rey Amulio que, en la realidad, no tiene nada de malvado.

jueves, julio 21, 2011

DICEN QUE EL BRONCE ES FRÍO




Dicen que el bronce es frío, Marcelo.
Así será si lo dicen los entendidos.
Para mí es frío un escudo,
o la pata de una mesa, o una espada.
Pero cuando se trata de tus nalgas, Marcelo,
te juro que el metal arde.


NOTA 1: La foto es gentileza de nuestra amiga Natalí Tarraco, más conocida como Acca Larentia en la historia de la fundación de Roma.

NOTA 2: Se me olvidó deciros que ayer colgué mi post número 500. ¡Ay, me parecen muchos…!

miércoles, julio 20, 2011

FIN DEL BANQUETE Y LA ESPERANZA





(XXII)La jornada transcurría calurosa y alegre. Grupos de músicos se mezclaban entre los invitados, algunos de ellos se animaban a danzar y otros los acompañaban batiendo palmas. El vino de la tierra se trasegaba desde las tinajas a las jarras y de las jarras a las copas y de las copas a las gargantas de los hombres, que se reían a carcajadas y contaban con pasión sus proezas en tal o cual combate, o la aventura más jocosa que habían vivido en su juventud. Las mujeres recordaban sus propios casamientos y sus partos y cuánto disfrutaban sus madres en estas ceremonias y, de paso, aleccionaban a las más jóvenes sobre los secretos del matrimonio.

El secreto más ardiente, sin embargo, seguía oculto en unos cuantos corazones. El de Aurelia palpitaba con fuerza y se impacientaba más conforme transcurría la tarde. Las sombras que proyectaban las cabañas, los músicos y los danzantes avanzaban inexorablemente sobre el suelo; sentía en el rostro el aire fresco del atardecer y ni Númitor ni ella habían conseguido todavía una respuesta del rey sobre el permiso para llevarse a Rea Silvia.
Necesitaban aprovechar la oportunidad, pues es sabido que en una fiesta, con el vino y la alegría, los ánimos se dulcifican y se vuelven proclives a la benevolencia, generosidad que cabía esperar del propio rey, tratándose de la boda de su única hija. Pero el rey Amulio estaba rodeado de invitados y no les permitían acercarse a él.
No era menos angustiosa la situación de Rea. No se había movido de su sitio, junto a las vestales, apenas había probado bocado y, aunque bebía mucha agua, padecía un calor insufrible y sensación de sofoco. La banda de lana que disimulaba su vientre le oprimía y su único deseo era concluir con bien la fiesta. Además, la proximidad del infame Pratex le producía un gran desasosiego. Suspiró. El final estaba próximo, pues la gente ya se había puesto en pie y charlaba en grupos que se deshacían para formar otros nuevos.



- Has sido muy negligente, Camilia, al no informar al rey del estado de salud de Rea Silvia – espetó la reina Criseida a la Vestal Máxima –. ¿Estabas esperando a que se muriese o qué?
Aunque conocía muy bien el carácter de la reina, Camilia no esperaba semejante ataque frontal y quedó sorprendida, más todavía porque la reina había interrumpido sin consideración su charla con un grupo de matronas.

- Te has callado deliberadamente para hacernos quedar mal al rey y a mí, presentándonos como si careciéramos de sentimientos y fuéramos malos parientes – añadió con la misma acritud –. Pero tú quedas peor parada, porque tu obligación es informarle de cuanto ocurre en la casa de las vestales y de los incumplimientos en el culto debido a Vesta.

- Rea Silvia no ha abandonado sus obligaciones como vestal, aunque estaba indispuesta desde la fiesta de Júpiter Latiaris, mi reina – respondió Camilia –. Precisamente, viendo que empeoraba, pensaba hablar con el rey.

- ¿Y por qué no lo has hecho?

- No quería preocuparos la víspera de la boda…
- ¡Qué considerada has sido…! ¿Pretendes hacerme creer que ha caído en ese estado deplorable de la noche a la mañana? ¡No digas más, Camilia! – atajó Criseida extendiendo una mano como para frenarla y dejando a la Vestal Máxima con la palabra en la boca –. Darás cuenta de tu irresponsabilidad ante el rey y ante los padres de Rea Silvia. Y ¡ay de ti! si le pasa algo peor.

Criseida se alejó triunfante del grupo. Había conseguido su propósito: el desconcierto de Camilia y la debilidad de sus respuestas revelaban que, o había ocultado a propósito la enfermedad de Rea, o ésta se había presentado de manera repentina. ¿Qué significaría? Y si la vestal cumplía con sus obligaciones sacras, ¿por qué llevaba tanto tiempo sin salir a la calle? Ese olor… Y la piel, además de tener un tono repulsivo, resultaba demasiado brillante. No se fiaba. Vigilaría personalmente a Rea, visto que Pratex no había descubierto en su conducta nada anómalo. Era un buen momento, porque el novio se había marchado ya a su casa y estaba a punto de formarse el cortejo que debía acompañar a la novia a su nuevo hogar.
- ¡Vamos, Rea! Vendrás conmigo en el cortejo nupcial – le gritó en tono imperativo. Cuando la vestal quiso excusarse, Criseida ya le había vuelto la espalda y caminaba hacia el extremo de la explanada donde Anto y muchos invitados se estaban agrupando. Rea buscó a su madre y le pidió ayuda para eludir acompañar a la reina. No se encontraba bien.

- Es tu oportunidad de decirle cuánto nos necesitas a tu padre y a mí, Rea – respondió Aurelia con severidad –. Aprovéchala, no disponemos ya de mucho tiempo. Yo te ayudaré.

Madre e hija se aproximaron al grupo donde estaba la reina. Ésta cogió a Rea Silvia del brazo, pese a su olor pestilente, y escuchó con fingido interés las peticiones de ambas.

- Haré todo lo posible para mejorar la salud de nuestra querida Rea, cuñada. Hablaremos de ello cuando terminen los ritos.
Y con esa respuesta tan ambigua hubieron de contentarse. El cortejo estaba ya preparado para partir. Dos muchachos con ramos de laurel abrían paso a la novia. Anto caminaba llevando de cada mano a un niño y una niña para que le dieran suerte y propiciaran una prole abundante y, tras ella, desfilaban sus doncellas con el huso, la rueca, un retorcedor y mechones de lana, pues el trabajo de hilar y tejer era muy importante y apreciado. Les seguían el rey Amulio, Criseida que no soltaba del brazo a Rea Silvia, Aurelia y Númitor, que por fin ocupaban un lugar destacado y próximo a los reyes, y los demás invitados. El público gritaba al paso de la novia, anticipándole lo que ocurriría cuando su marido le deshiciera el nudo de Hércules, y qué poco tardaría Nipace en perforar su himen, pues nada da tanto vigor y salud al matrimonio como invocar a las fuerzas que estimulan la fertilidad.
Y así recorrieron el camino hasta la cabaña de la viga roja, donde habría de morar Anto. Rea Silvia caminaba con fatiga, obligada a ir al paso vivo del cortejo. Se detuvieron ante la puerta. Anto se giró un momento, sonrió a su prima y con la mano señaló las jambas: vio entonces Rea que junto a las viejas figuras de dragones, lobos y otros monstruos espantosos pintadas para proteger de peligros la casa, sobre los maderos del dintel y las jambas habían añadido, con pigmento rojo, varias serpientes largas y onduladas que mantenían los ojos entreabiertos. Cerró los suyos y hubo de hacer un esfuerzo para contener las lágrimas, pues era una muestra de afecto muy grande, una afirmación visible y permanente de la ayuda mutua que ambas primas se habían prometido.

Cuando los abrió, Anto ya había atado cintas de lana en las jambas y untaba la madera con grasa de lobo. Hecho lo cual, se levantó con cuidado la túnica y saltó sobre el umbral para no pisarlo, entrando así en su nuevo hogar donde Nipace la esperaba. Tras ella pasaron los invitados principales.
Una joven virgen se acercó a los recién casados con un recipiente de agua. El novio bebió un sorbo y se lo entregó a Anto, quien lo devolvió a la doncella después de beber. La vestal Adriana se adelantó entonces, con gran solemnidad, portando un minúsculo brasero de metal con asas. De él extrajo Anto una brasa con las pinzas y, dirigiéndose a una hornacina en la pared, junto a la puerta, la depositó allí, prendiendo fuego a un montoncito de paja. Nipace derramó sobre el altarcillo unas gotas de leche y vino. Los asistentes a tan solemne acto felicitaron a los novios por última vez y se retiraron, dejándolos solos.
La comitiva emprendió el regreso por el centro de la calle principal. Númitor pudo por fin colocarse al lado de su hermano, el rey Amulio, y abordó enseguida el asunto que le preocupaba: la necesidad de cuidar a Rea Silvia. Criseida echó a andar tratando de escuchar la conversación y Aurelia aprovechó el momento para conminar a Rea Silvia a hacer un último esfuerzo para inclinar a su favor la voluntad de sus tíos.

- Es preciso que te desmayes – le dijo –. Así el rey comprobará lo enferma que estás y te tendrá compasión.
- Es muy peligroso, madre – respondió Rea, bastante trastornada, pues se hallaba al límite de sus fuerzas –. No creo que Criseida se deje engañar, está muy pendiente de mí.

- Ahora está distraída. No me discutas y hazlo. Déjate caer.

- No quiero llamar más la atención...

Pero Aurelia, bien inspirada por un dios adverso, bien arrastrada por la desesperación, o porque hubiera sido escogida por los hados para cumplir sus designios, agarró con fuerza la mano derecha de Rea Silvia, donde llevaba el anillo con el mechón de lana impregnado del hedor de la abubilla y, con firmeza, se lo arrimó a la nariz. Aspirar de lleno un olor tan nauseabundo unido al sofoco, al cansancio y la falta de aliento por la apretura del vientre, hizo perder el sentido a Rea Silvia. Aurelia gritó, mientras la sujetaba y la depositaba en el suelo. Criseida se volvió y reaccionó con gran presteza, arrodillándose en el suelo.

- Rápido, niña, dame agua – ordenó a la virgen que la había ofrecido a los recién casados y llevaba aún el recipiente en las manos. – ¡Hay que refrescarle la cara!
La niña le vertió el agua en el cuenco de las manos, Criseida la arrojó sobre el rostro de Rea Silvia y empezó a darle palmaditas en las mejillas mientras la llamaba. Los dedos se le pusieron pegajosos y amarillos. Frotó ligeramente la frente de Rea, y vio cómo una pasta amarillenta se desplazaba hacia los lados y dejaba al descubierto una piel muy enrojecida.

- ¡Qué es esto, Aurelia? – vociferó Criseida, girándose para mirar a su cuñada. Ésta, horrorizada, contemplaba cómo, al estar tumbada Rea, la túnica se le había ceñido al cuerpo y marcaba los contornos del vientre abultado por el sacrilegio.



NOTA: Queridos amigos, he anticipado este capítulo y espero colgar otro el fin de semana. Trataré también de colgar otros tres la próxima. Sobre todo, para no irnos de vacaciones con esta intriga...

martes, julio 19, 2011

FIESTA EN UN BOSQUE SAGRADO




¡Venid, hombres y mujeres, jóvenes y ancianas, amigos, venid! Vayamos al bosque sagrado de permagnus, a festejar a los espíritus de la naturaleza. Egeria, Silana, Camenas, ninfas todas: a vosotras os convoco las primeras, pues habitáis las selvas umbrosas, os laváis los cabellos en aguas cristalinas y, enseñoreándoos de las corrientes, las hacéis reír en las cascadas y dormir en los remansos dulcemente. ¡Protegednos! Y dadnos también vuestra sabiduría. No en vano el rey Numa Pompilio buscaba cada día tu consejo, Egeria; a vuestros dominios, Camenas, acuden las vestales a por el agua sacra y a ti, Silana, te debemos la protección de Rea Silvia. ¡Salve, criaturas prodigiosas y sabias! No nos seáis indiferentes ni hostiles. Tomad estas guirnaldas y ceñíos las sienes con ellas. ¡Bailad, bailad con nosotras, giremos y giremos hasta que se nos enturbie la vista, los oídos nos zumben y nos lleguen nítidas las palabras de vuestras profecías…! (…)

NOTA: El 19 de julio se celebraba la fiesta de los bosques sagrados en el lucus permagnus, en un lugar no identificado ubicado entre la vía Salaria y el Tíber. Parece que se rendía culto a las criaturas que habitaban los bosques: genios, ninfas, sátiros, centauros, amorcillos, probablemente un culto genérico a las fuerzas de la naturaleza. Con todo, he querido rendir homenaje a algunas de mis ninfas favoritas… A las ninfas se les atribuía cualidades proféticas. Os dejo el enlace al blog de nuestra querida
Silana

lunes, julio 18, 2011

BANQUETE DE BODAS


(XXI)

- ¡Los augurios son favorables! – proclamó el augur Appius, con las manos tintas en sangre tras escrutar la entrañas de la cerda recién sacrificada.

La noticia fue celebrada con un rumor de satisfacción. Rodeados por los familiares e invitados que llenaban el salón, Nipace y Anto se miraban. De no ser por la alegría que exhalaba toda su persona y por el cordón de lana atado a su cintura con el nudo de Hércules que sólo podría desanudar su marido, la novia habría podido ser confundida con una virgen vestal. Su vestido y tocado eran idénticos: una túnica clara que le llegaba hasta los tobillos y se sujetaba en los hombros con fíbulas, el cabello recogido en un moño alto sujeto con cintas y varias agujas y un velo que le cubría la cabeza para caer por la espalda.
El rey Amulio tomó asiento en el trono real que presidía la estancia y su esposa Criseida se sentó junto a él en un sitial de menor altura. A ambos lados se sentaron los padres del novio, la Vestal Máxima Camilia, los consejeros de Alba Longa y muchos invitados importantes, todos ataviados como correspondía a la ocasión. Númitor y Aurelia, junto a su hija Rea Silvia, fueron acomodados cerca de los reyes, en una tercera fila. Fueron muchas las cabezas que se giraron con desagrado para ver de dónde procedía el mal olor, y muchas las narices femeninas que se taparon discretamente con un paño de lana, pero Rea se mantenía con los ojos bajos y fingía no darse cuenta de ello. Había cuchicheos entre los invitados más próximos a ella.
No pasaron desapercibidos para Criseida, dispuesta a soportar una incomodidad tan pequeña para conseguir un beneficio tan grande, pues como tal consideraba la enfermedad de Rea Silvia. En cuanto concluyese el rito nupcial, difundiría entre los invitados la terrible noticia de lo grave que estaba su sobrina, pobrecilla, y la certeza de que su mal no tenía curación. Quizá Amulio y ella podrían mostrarse magnánimos y autorizar que sus padres se la llevaran al Aventino, no sin antes haberle administrado el veneno mortal. Era un plan interesante, aunque debía meditarlo bien. ¡El inútil de su cuñado Númitor a veces tenía buenas ideas!
En el centro de la sala habían quedado los novios, frente a frente, y la matrona encargada de entregar a la novia se les acercó. La anciana pronunció varias frases rituales e invocó la presencia de Hércules, Diviana y Júpiter como testigos de la alianza matrimonial. Rea Silvia contemplaba embelesada a su prima. Jamás había visto a una novia mirar al novio con tanta dulzura. ¡Cuánto más frecuentes son el temor y la incertidumbre, pues ninguna muchacha sabe si su nueva vida de casada le proporcionará más mieles que amarguras o al revés! En cambio el rostro de Anto mostraba confianza y amor y de ambas cosas disfrutaría mucho tiempo si los dioses le concedían una vida larga. Qué diferente de su propio destino, presidido por la negación: estar preñada sin haber conocido el amor; ser madre y no poder ejercer su maternidad.
Un clamor sacó a Rea de sus meditaciones, pues los novios acababan de colocarse los anillos y con ello concluía la ceremonia en la cabaña real. Abrazos, felicitaciones, lágrimas. Los invitados que le estaban más próximos se apresuraron a alejarse de ella para dar la enhorabuena a los novios y buscar alivio a su olfato. La vestal Adriana se le acercó y le susurró su satisfacción porque todo estaba saliendo bien. Númitor y Aurelia aprovecharon que Rea Silvia estaba acompañada para acercarse a otros invitados, saludarlos y requerir discretamente su apoyo. No iban a rendirse, sino a luchar con todas sus fuerzas para llevarse consigo a su hija.

Anto y Rea Silvia se abrazaron. La novia se había quitado ya el velo y Rea pudo ver, con alivio, que llevaba su fíbula de la serpiente sujetando el cabello en la nuca. Nipace ni siquiera arrugó la nariz al acercarse a ella. Era bondadoso y sería un excelente marido.



- ¡Siento mucha lástima por tu sobrina, Criseida! – dijo la madre del novio, que conocía a los anteriores reyes desde hacía muchos años y acababa de recibir sus felicitaciones –. Me pongo en lugar de sus padres, y me estremezco. ¡Debe ser muy duro, mucho, tener una hija sana tan enferma!
- ¿Qué tontería dices? – respondió Criseida con acritud –. ¡Si está enferma no puede ser una persona sana!

- No, no, claro – rectificó su consuegra –. Pero cualquiera diría, viendo a Rea Silvia de lejos, que está en lo mejor de su edad. ¿No has visto qué brazos tan redondos tiene, qué mejillas tan llenas…? Y unos ojos muy vivaces. Es ese color horrible y el olor nauseabundo que despide lo que delata su enfermedad. Supongo que no tardará en quedarse en los huesos…

- Eso supongo, sí – dijo Criseida, pensativa –. En cualquier caso, no creo que dure mucho.

- Haríais una buena acción permitiendo a sus padres llevársela al campo – insistió la consuegra –. Y, si me permites un consejo, sería una decisión muy cabal, porque nuestra querida Anto está a todas horas con ella, por lo que sé. ¿Y si a Anto – no lo quieran los dioses – le ocurriese algo parecido? ¡No le daría yo facilidades a una hija mía para que estuviera tan cerca de alguien que padece una enfermedad rara y, según dices, tan grave!
- No te falta razón. Pensaré con detenimiento en lo que me has dicho – respondió Criseida –.Y ahora, por favor, insiste a nuestros invitados para que salgan al exterior a participar del banquete.

Una vez se hubo separado de su consuegra, la reina frunció el ceño. Se desplazó por el salón buscando un lugar desde donde observar a distancia a Rea Silvia. Estaba en un rincón, hablando con otras vestales. No se la veía delgada, no. Llenaba bien su túnica e incluso parecía tener un seno abundante. Estaba erguida y sin dar señales de cansancio, pese al calor. Todo esto le parecía muy raro.

Llamó a uno de los siervos que retiraban los asientos del salón y le pidió que buscara a Pratex. Cuando éste se presentó, le dio instrucciones de vigilar a Rea Silvia en todo momento y no pasar por alto ni el detalle más nimio.


En un extremo del prado situado detrás de la cabaña real se habían encendido los fuegos y se preparaba un gran banquete. Sobre altos trípodes bullían los calderos mientras se asaba la carne en espetones y, en un obrador formado por largos troncos, la cocineras elaboraban las salsas y colocaban en fuentes los diferentes alimentos. En aquellos tiempos remotos se consumían los productos propios de la zona, pues no era costumbre transportarlos desde lugares lejanos, como se hace ahora, ni existían los medios para ello; y así, la alimentación era saludable y sencilla y lo que distinguía la comida diaria de un banquete no era tanto la forma de condimentarla, como la variedad, la abundancia y, en especial, el consumo de carne.

Fue escueto Urbano Lacio en su crónica oral al hablar del banquete. Sin embargo, de sus palabras podemos aventurar que se sirvieron abundantes verduras aderezadas de las más variadas formas: aceitunas, nabos partidos en cuatro y aliñados con aceite, comino y eneldo, guiso de puerros, coles cocidas aderezadas con aceite y tallos de apio, huevos cocidos. Los quesos frescos se presentarían, unos con cilantro, tomillo, aceite y vinagre, y
otros mezclados con nueces picadas y miel. Las carnes eran de cerdo y cordero asados en espetones de los que se recogía la grasa en unos recipientes especiales para mezclarla luego con cilantro y bellotas picadas, mientras que los pollos se cocían en salsa con romero, eneldo, menta y miel y se acompañaban con tortas de harina y aceite al estilo de Lavinio en honor del novio.

Los súbditos de Amulio participaron del banquete en ese mismo prado, en tanto que los invitados ilustres lo hacían en la explanada que precedía a la entrada principal de la cabaña real. Apoyados en postes, habían colocado grandes toldos para dar sombra y protegerlos del calor. Así que Criseida se negó a autorizar que Rea Silvia comiera en el interior de la cabaña.

- ¡No quiero que tu enfermedad te mantenga alejada de la fiesta, querida niña! – dijo con mucha autoridad –. Y mucho menos que alguien piense mal de tu tío o de mí. Aquí tienes una buena sombra. Siéntate y reposa mientras traen las viandas. Comer te reconfortará.
Aunque era muy peligroso exponerse durante tanto tiempo a la luz del día, Rea Silvia no tuvo más remedio que someterse a la voluntad de la reina. Se sentó en la parte más próxima a la cabaña, junto a sus compañeras vestales, y trató de mantenerse tranquila. El calor se había convertido para ella en un suplicio, pues la capa de pintura le impedía transpirar y se notaba sofocada.

“Ensartados en espetones/ giraban los corderos sobre las ardientes brasas./ Borboteaban los pucheros y perfumaban el aire las hierbas./ Las matronas envidiaban a la recién casada/ pues como soles brillaban los ojos de su esposo/ cuando la miraba”. Ese era, según Urbano Lacio, el ambiente que reinaba al mediodía en la boda de Anto y Nipace, felices mortales ellos, tocados por la gracia del amor. Nadie hubiera creído entonces que antes de caer la noche estallaría una tragedia.

NOTA: El banquete es una adaptación libre – y restrictiva, pensando en la antigüedad de esta historia – inspirado en recetas romanas del blog de Charo Marco, la inefable
cocinera Sofonisba de la reina Dido. ¡Y da la casualidad que en esta historia es la mismísima novia, la noble Anto prima de Rea Silvia!