jueves, septiembre 29, 2011

RUMBO A LOS MONTES ALBANOS




De Claudia Hortensia a su amiga Sempronia Tertia. Salud.

¿Puedes creer que estoy impaciente por partir hacia los montes Albanos? No he vuelvo allí desde que era niña, cuando iba con mi madre a visitar a mi tío Claudio cerca de Aricia. Hacíamos deliciosas excursiones a los lagos y a los santuarios, pero de aquellos días recuerdo la diversión, el buen humor de mi tío que nos hacía reír siempre a mis hermanas y a mí y el miedo que me daban aquellos bosques misteriosos, especialmente el que rodeaba el santuario de Diana. Ahora, en cambio, me dirijo allí con otros ojos o con otra emoción. Bien sé que nada encontraré de Alba Longa, pues han pasado casi cinco siglos desde que nuestro ejército la destruyó. Pero no busco ruinas, sino abrir los ojos y contemplar el cielo que vio Rea Silvia, respirar su aire, beber agua de la fuente sagrada de Silana y sentir en mi propia piel la dulzura de la ninfa. Le pediré que sea benévola conmigo como lo fue con la vestal; que llene mi espíritu de la fortaleza suya, que conduzca mis pasos por aquella tierra sacra. Ojalá la antiquísima voz de nuestros antepasados llegue a mí y me inspire para seguir contando su historia verazmente. Hace ya tiempo que he comprendido que algunas verdades no pueden buscarse en los textos de los eruditos, ni en los esquemas ordenados de la razón: las que pertenecen al orden de las pasiones humanas, sólo desde lo humano pueden ser comprendidas, y las que conciernen a lo sagrado continuarán siendo un misterio a lo largo de los siglos.

Nada hay tan hermoso, amiga mía, como recorrer los lugares donde antes estuvieron personas a las que admiramos. Incluso aunque jamás logremos comprenderlas.

Te escribiré a mi regreso. Cuídate.

NOTA: Queridos amigos, durante algunos días estaré ausente por una buena causa: me voy con Claudia Hortensia a los montes Albanos para empaparme bien de los escenarios de la novela sobre la fundación de Roma. No os olvidéis de Rea Silvia... He programado algunas entradas, pero no podré visitaros ni responder a vuestros comentarios. Os ruego pues, paciencia y comprensión.

miércoles, septiembre 28, 2011

ESCANDALOSO BOTÍN




¡Bebed, romanos! Y comed en abundancia, pues este banquete lo paga el noble Pompeyo Magno. Se ha gastado un imperio en organizar este magnífico triunfo a mayor gloria suya y de todos vosotros, hijos de Roma. ¿Quién puede calcular el tesoro que ha arrebatado a nuestros enemigos? Reíd, deshaceos en alabanzas, proclamadlo hijo vuestro predilecto, prometedle, generosos, vuestros votos. Y sobre todo, para que la comida y la bebida no se os indigesten, tapaos los oídos: así no oiréis el llanto de las madres, las esposas, las hermanas y las hijas de todos los romanos cuyos huesos se blanquean en tierras lejanas para mayor gloria de la patria. Menos aún escucharéis los quejidos de los infelices a quienes todas esas riquelzas les han sido arrebatadas. ¿A quién le importan los miserables y los olvidados de la tierra, cuando hablamos de un botín tan excepcional?


NOTA: El 28 de septiembre del año 61 a.C. Pompeyo Magno celebró un espectacular triunfo de dos días de duración. Según Apiano de Alejandría, “Fueron capturadas y conducidas a los puertos 700 naves armadas por completo. En la procesión triunfal había dos carrozas y literas cargadas de oro u otros ornamentos de diverso género. Estaba también el lecho de Darío el Grande, hijo de Istaspe, el trono y el cetro de Mitrídates Europáter y su imagen de cuatro metros de altura en oro macizo, además de 75.100.000 dracmas de plata. El número de carros habilitados para el transporte de armas era infinito, como el número de espolones de las naves. {…} Delante de Pompeyo fueron conducidos sátrapas, hijos y generales del rey del Ponto contra los cuales había combatido, que eran (entre los capturados y los rehenes) 324. Entre éstos estaba el hijo de Tigranes II, cinco hijos varones de Mitrídate […] y también dos hijas […] Los reyes derrotados eran el armenio Tigranes, el ibérico Artoce, Oroze de Albania, Darío el Medo, Aerta el nabateo y Antíoco I de Comagene.[…]” (traducción propia del italiano).

Se diría que Pompeyo, con su enorme capacidad de rapiña, fue el antecesor de nuestros famosos “mercados financieros”…


Os dejo aquí el enlace a otro triunfo de Pompeyo, con una orientación distinta, celebrado unos años antes: Triunfo y derrota de Pompeyo

domingo, septiembre 25, 2011

PELIGROS DE ANDAR POR ROMA



¡Mira dónde pones los pies, Elia! Y agarra bien la bolsa con las monedas. ¡Cuidado! ¡Eh, tú, descarado, mantén las manos lejos de mí! Y tú no me empujes, niño. ¿Has oído qué precio más disparatado piden por las coles? ¡Ni que estuvieran bañadas en oro! ¡Oye, oye…! ¿Habrase visto? Ese tipo casi me hunde el pecho de un codazo. ¡Espera, Elia! Si corres tanto, no puedo seguirte… Que los dioses me perdonen, pero cada vez que salgo a la calle me vienen a la cabeza cosas horribles. ¡A veces pienso que es más peligroso venir al mercado que enfrentarse a un ejército de galos!

viernes, septiembre 23, 2011

AMORES HUMANOS


(V)
Apenas hubo despedido a Tuccia, Anto se acercó al lecho de su marido en respuesta a su llamada. Él tendió sus brazos hacia delante, sonriente.

- He mandado a Cora a por agua – dijo Anto – y aún no ha regresado. ¿Qué te parece si cierro otra vez la puerta? ¡Hoy no es día para recibir visitas!
- Pues acaba de irse una, ¿no? Te he oído hablar con alguien. Y te advierto que tu deber de esposa es estar conmigo todo el tiempo…- respondió Nipace ronroneando como un gato y atrayéndola hacia sí.

Se zafó la esposa entre risas, se dirigió la puerta y la cerró. Quedó expulsada la poca claridad que entraba por su hueco y Anto se detuvo a encender una nueva lucerna. Volvió al lecho con ella en la mano y la colgó de una cuerda en la pared antes de entregarse de nuevo a los abrazos de su marido.

- ¿Qué harías si una persona a quien quisieras mucho estuviera en peligro? – dijo Anto un rato después, con el rostro apoyado en el pecho de Nipace –. ¿Hasta donde la ayudarías?

- Si esa persona fueras tú, hasta la muerte.

- No seas tonto. Contéstame. Imagínate que fuera un amigo.

- Haría todo lo que estuviera en mi mano.

- ¿Desobedecer las órdenes de tu padre, por ejemplo? ¿Empuñar las armas? ¿Desoír a tu rey? ¿Hasta dónde llegarías?

- ¿A dónde quieres llegar tú, Anto? ¿A qué vienen estas preguntas? Ya te lo he dicho: haría todo lo que pudiera. No lo dejaría solo.

-
Entonces, ¿puedes comprender que yo haga lo mismo?

Nipace se incorporó apoyándose en un codo y la miró. Los ojos de Anto relucieron en la oscuridad. Estaban húmedos. Comprendió el joven que no se trataba de una conversación de recién casados en un intento de conocerse mejor. Había algo más y, desde luego, era serio. Se sentó entonces e hizo que Anto se sentara también, a su lado.

- Entre nosotros no puede haber secretos – dijo.

- Tampoco puede haber traición – respondió ella.

- Estamos de acuerdo. Confiaremos el uno en el otro y seremos los mejores amigos. ¿Te parece bien, esposa? Vamos a ser un matrimonio raro… - dijo Nipace poniéndole un brazo sobre los hombros y apretándola suavemente –. Y ahora, cuéntame qué ocurre. ¿Quién corre tanto peligro como para hacer llorar a los ojos más hermosos que existen bajo el cielo?

Anto le relató con el mayor detalle posible lo sucedido a Rea Silvia y Nipace comprendió, con una claridad que no tenía su propia esposa, el odio feroz que se ocultaba tras la decisión del rey Amulio de hacerla morir. En los días previos a la boda había empezado a conocer a sus suegros y se admiraba de que hubieran engendrado a una hija tan dulce. Temió que todos los esfuerzos de Anto para salvar a su prima fueran vanos, pero le daría todo su apoyo y ayuda como había prometido.

- ¿Has pensado ya qué hacer? – le preguntó

- Iré a la cabaña real para ver a mi prima y hablaré con mi padre. Aunque grite y se enoje y me llame inoportuna o hija irrespetuosa, creo que al final me escuchará. Eso espero.


Tras una noche de pánico y angustia, sin haber logrado un instante de paz ni de sosiego, al percibir el primer claror del alba Rea Silvia abrió los ojos. Su mirada se perdió en las oscuridades de la techumbre, pero luego giró la cabeza y exploró con la mirada la pared más próxima a su lecho. Reconoció en la penumbra las familiares rugosidades de la superficie, una grieta fina como un hilo de araña y aquel pequeño orificio a la altura de su rodilla. Muchas lunas habían pasado desde que durmiera en ese cuarto por última vez. Y había sido, también, un amanecer amargo. Ese día su hermano había caído muerto a traición, en su propia casa, asesinado por los secuaces de su tío.

Pensar en sus padres y su hermano, aunque con recuerdos tan dolorosos, la alejó de su propio infortunio y tuvo el efecto de calmarla. Aún estaba viva. Se llevó las dos manos al vientre y las dejó allí. Tendida sobre la yacija observaba cómo aquel abultamiento subía y bajaba al ritmo de su respiración, cada vez más lentamente. Bajo las palmas de sus manos, abrigados en aquel envoltorio de carne, ignorantes de cuanto pasaba a su alre
dedor, se gestaban sus hijos.

“Marte poderoso” – murmuró –, “este es tu fruto, si no me mentiste. A ti te invoco en la dificultad. Tú que resplandeces entre todos los dioses, ilumina mi oscuridad; tú que guías a los hombres cuando empuñan las armas y cuando trazan los surcos con el arado, mantén mi mano firme; dame la fortaleza de los árboles, su resistencia ante la tempestad. Asísteme, Marte, si quieres asistir a tu prole. Despojada de todo, hoy no tengo para ti vino, ni miel, ni tibia leche, sólo tengo la ofrenda de mi vientre.”

Marte la escuchó complacido. Y al instante envió a socorrerla al piadoso Somnus con el encargo de procurarle un descanso reparador. Éste posó sus dedos livianos sobre los párpados de Rea Silvia y, con la mayor dulzura, se los cerró. Luego, apoyando los labios sobre su oreja, le sopló al oído nubes blancas, pájaros, prados, altos picos desde donde se veía el mar y una melodía tan hermosa como las que tocaba Palantea.


La reina Criseida se había levantado al escuchar a las criadas trajinar en la cocina. Pese a haberse acostado casi de madrugada, la excitación producida por los últimos acontecimientos le había impedido dormir. A despecho del cansancio, había saltado del lecho contenta y de buen humor. Los invitados a la boda de Anto habían elogiado la brillantez de los ritos y el banquete y se había demostrado de manera palpable la superioridad de los reyes de Alba Longa respecto al resto de las ciudades del Lacio. Ningún otro monarca los aventajaba en magnificencia y poder. Cuando los invitados regresaran a sus hogares se harían lenguas de la riqueza y poderío desplegados en la boda de Anto. En cuanto a sus parientes de Lavinio, bien podrían decir que ella, Criseida, acababa de regalarle a Nipace una corona.

Sin embargo, y aunque le seguiría sacando provecho en el futuro, ese era ya un éxito pasado. Lo que en ese momento más alborozaba a su corazón, lo que le permitiría vivir en adelante sin preocupaciones, era el haber atrapado a Rea Silvia. ¡El tiempo y energía que había gastado tratando de convencer a su marido para hacerla desaparecer cuanto antes! Y se había demostrado que ella tenía razón, que mientras Rea estuviera con vida persistiría el peligro de que tuviera hijos y éstos pudieran reclamar sus derechos al trono. La prueba era que, aún estando consagrada su virginidad a Vesta, esa infame sacrílega había concebido un fruto en su vientre e incluso a punto había estado de lograr parirlo en secreto. ¡Menos mal que su propia perfidia la había delatado y les había resuelto, a Amulio y a ella, el problema de eliminarla sin provocar desconfianza!
En esos pensamientos se recreaba cuando fue interrumpida por Cora. La primera visita del día. La doncella había entrado en la cabaña real por la cocina, pues la puerta principal ni siquiera se había abierto. Saludó con una inclinación de cabeza a la reina Criseida y le informó que Anto había sido desflorada como correspondía y el encuentro había sido placentero para los esposos. Pero la causa de su visita a una hora tan temprana era llevarle otra noticia: al rayar el alba se había presentado en casa de la señora Anto la doncella Tuccia de una manera muy sospechosa y con algo que ocultar. No podía decirle qué asunto la había llevado allí, pero debía ser grave y secreto, porque no había querido hablar en su presencia. Entonces la señora Anto, contra toda razón y costumbre, y pese a sus protestas, la había obligado a salir de su casa ordenándole ir a por agua. Sin pasar por la fuente, había venido a comunicárselo a la reina.

El rostro de Criseida se había ensombrecido a medida que Cora avanzaba en su relato.

- ¿Estás segura de que era la criada de Rea Silvia? ¿No te habrás confundido?

- Estoy segurísima, mi reina – respondió Cora –. Conozco muy bien a esa Tuccia y, además, la puerta aún estaba cerrada y se la he tenido que abrir, así que la he visto frente a frente.
- ¡Ya me figuraba yo que pasaría algo de esto…! No podían dejar a Anto en paz ni siquiera en su primer día de casada – la reina comenzó a caminar por el salón principal y las lucernas dibujaban en su rostro luces y sombras. No se le ocultaba lo que había ido a contar Tuccia a su hija. Se detuvo y miró a la criada –. ¡Esa se arrepentirá! En cuanto a ti, escúchame bien, Cora: mal servicio me haces si no te enteras de todo lo que se hable en casa de mi hija, de manera que ya puedes arreglártelas para cumplir conmigo. Y no me sirve la excusa de que mi hija te haya ordenado marcharte. Otra vez quiébrate un pie si es preciso. Y ahora vete y que nadie te vea salir.

La reina se sentó en su sitial, pensativa. Anto debía saber ya lo ocurrido con su prima Rea Silvia y no tardaría mucho en presentarse allí. Debía impedirle hablar con su padre. Y tenía poco tiempo para prepararse.

miércoles, septiembre 21, 2011

EL AMOR ES MÁS FUERTE QUE EL ALZHEIMER

En memoria de Luis Barceló Verdú






Quede esto grabado en la piedra:Que has vivido, padre. Que amaste y fuiste amado, que bebiste las copas de felicidad y desdicha que decidió Fortuna, que nos regalaste el don de nuestra vida y el de tu propia vida. Que fuiste humano incluso cuando el Destino te hizo beber a destiempo las aguas del Leteo y ellas borraron tu memoria mientras aún caminabas por la tierra. Que fuiste digno, padre. Y que tu dignidad y nuestro amor fueron mucho más poderosos que el olvido.



Nota: Sirvan estas palabras de recuerdo a mi padre como homenaje a las personas que han sufrido o sufren Alzheimer, para que no olvidemos el respeto y los cuidados que merecen, para que luchemos por su bienestar. El Leteo era uno de los ríos del Hades, la morada de los muertos. Al beber de sus aguas, los muertos olvidaban por completo su vida pasada.

martes, septiembre 20, 2011

PETICIÓN DE AYUDA




(IV)

- ¡Señora Anto! ¡Señora Anto!

La voz llegaba atenuada al interior de la cabaña a través de uno de los ventanucos por el que se colaban las primeras luces y rumores del día. Anto se incorporó sobre su catre. Cerca de ella dormía profundamente Nipace, y sus labios se perfilaban sonrientes como los de un niño. Suspiró de felicidad y se quedó contemplándolo en la penumbra. Por mucho que le hubieran contado las matronas, nunca hubiera podido imaginarse que los goces del matrimonio fueran tan placenteros, ni el amor tan dulce, ni que el cuerpo entero fuera capaz de arder. Y si todas las recién casadas se quejaban de la brusquedad, cuando no de la brutalidad, de sus maridos, ese no había sido su caso pues, por encima del miedo, ella se había sentido tan deseosa de caricias y tan ardiente como él.
- ¡Señora Anto! – volvió a escucharse.

Se levantó, se vistió rápidamente con una túnica y llamó la atención de su criada que, a la sola luz de una lucerna, estaba retirando las cenizas del hogar para volver a encender el fuego en el centro de la cabaña.

- ¿Cómo es que no has abierto ya? Hay alguien llamando desde la calle.

La mujer rezongó que aún era muy temprano, pero se dirigió hacia la puerta y la abrió. Al momento se recortó contra la claridad exterior una figura que, antes de que Anto pudiera darse cuenta, se había convertido en una masa temblorosa a sus pies. Se asustó cuando, al agacharse para hacerla levantar, reconoció a la doncella Tuccia.

- ¿Le ha pasado algo a mi prima? – preguntó alarmada.

- Tengo que hablarte en secreto – respondió Tuccia con los ojos bañados en lágrimas.
- Ve inmediatamente a traer agua, Cora – ordenó Anto a la doncella. Ésta puso muy mala cara y alegó que no era de buen augurio salir de la casa antes de haber realizado la ofrenda matutina a los dioses. Anto respondió rechazando con la mano el argumento e insistió en que se fuera enseguida. Hizo sentar a Tuccia en un banco al fondo de la cabaña, le ofreció agua en un cuenco y le conminó a hablar sin levantar la voz.

- Tienes una fíbula como ésta ¿no es así? – dijo Tuccia señalándose en el hombro la fíbula de la serpiente con los ojos entrecerrados.

- ¡Claro que sí! Pero habla, por favor, me tienes en ascuas.

- Estás obligada a ayudar a Rea Silvia. Lo prometiste cuando ella te la entregó…

- ¡Dime de una vez qué ocurre, Tuccia! – exclamó Anto –. Me estás asustando.
Haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas, la doncella de Rea Silvia le explicó, a trompicones y de manera desordenada, lo que había ocurrido en los últimos meses: la violación de Rea Silvia, su embarazo del dios Marte y los esfuerzos que había hecho para ocultarlo a todos. Anto quedó conmocionada por esa revelación y se dolió de la falta de confianza de su prima al mantenerla ignorante de su sufrimiento y desventura. ¿Acaso temía que la traicionase? Tuccia arguyó que la vestal no había querido comprometerla haciéndola partícipe de un secreto tan delicado, con lo cual demostraba cuánto la quería y cómo deseaba protegerla de los peligros que entrañaba el prestarle auxilio. Entonces Tuccia rompió a llorar de nuevo.

- Se ha descubierto todo – dijo cuando consiguió hablar –. El rey, tu padre, ha considerado que se trata de un sacrilegio y ha decidido matarla a ella y a sus hijos en cuanto nazcan.

- ¡No puede ser!

- Sí, sí. Me lo acaba de decir una criada enviada por las vestales – respondió Tuccia, y a modo de explicación añadió –: Como a tu prima la condujeron a la cabaña real, sus amigas hemos permanecido toda la noche en los alrededores para estar cerca de ella. Todo va a quedar en secreto, por eso he venido hasta ti. ¡Tienes que hacer algo!
El ánimo gozoso con que se había despertado Anto había quedado reducido a cenizas y su lugar lo ocupaba un pesar inmenso, una sensación de incredulidad y de horror, como si estuviera viviendo una pesadilla. Los encuentros recientes con su prima desfilaron por su memoria y cobraron un sentido distinto. Ahora entendía su resistencia a salir a la calle, su rechazo a participar en los ritos de su matrimonio, su petición de lealtad al entregarle la fíbula de la serpiente. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Quizá si no le hubiera insistido tanto en que asistiera a su boda...

Nipace la llamó desde el rincón donde estaban los lechos. Anto respondió con dulzura que iba enseguida y, poniéndose un dedo sobre los labios, despidió a Tuccia ordenándole volver a la casa de las vestales.


La Vestal Máxima Camilia tenía la mirada fija en las llamas del fuego sagrado que ardía sobre el altar de Vesta. Allí se había refugiado al salir de la cabaña real tras la cruel decisión tomada por Amulio. Desde entonces sólo había abandonado la celda de la diosa unos momentos, justo el tiempo de ir a despedirse de su amiga Aurelia y de Númitor. Se preguntaba si era lícito que un rey tomara decisiones tan graves de espaldas a los dioses o, incluso, contrariando la voluntad divina.

Si Vesta no había enviado sobre la ciudad catástrofe alguna para mostrar su cólera; si, cuando ella misma había interrogado a la vestal Rea Silvia ante la imagen de la diosa, su fuego sagrado había seguido ardiendo con la misma fuerza e intensidad, ¿no eran esas señales inequívocas de que la diosa aceptaba, sin sentirse agraviada, la paternidad de Marte en el vientre de una sierva suya? Pero Amulio había hecho caso omiso de esas evidencias.
Nunca hasta entonces había lamentado Camilia que el poder de los reyes estuviera por encima de las sacerdotisas de Vesta. En cambio, ahora, le parecía una superioridad monstruosa, aunque se guardaría mucho de decirlo. Porque había sido el aborrecimiento de Amulio por su sobrina, y no una razón sagrada, la que había dictado la orden de muerte de Rea y sus hijos. Esto lo habían adivinado los consejeros del rey con tanta nitidez como lo habían percibido ella misma y el propio Númitor. El odio gobernaba la voluntad del soberano. Un rencor profundo y ciego. Y contra él no había defensa posible, pues Amulio tenía poder para imponer sus designios.

A pesar del calor sofocante que incendiaba el aire de la celda, Camilia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. ¿Qué males caerían sobre Alba Longa si su rey asesinaba a los hijos de un dios?


Amnesis y la vestal Adriana hablaban en voz baja, con los hombros apoyados en la pared junto al umbral de la casa de las vestales, mientras las siervas que realizaban las tareas diarias se movían de un lado a otro pasando por delante de ellas. Querían mantener el secreto impuesto por Amulio, así podrían actuar con más libertad, sin ser observadas por los curiosos. Además, quién sabe cómo reaccionarían los albanos si se enteraban de lo ocurrido a Rea Silvia. Amulio era capaz de azuzar a algunos de sus secuaces para que exigieran su muerte inmediata.

- El rey dijo anoche que Rea Silvia quedaría bajo su custodia en un lugar secreto. No sabemos nada más, Amnesis – respondió con desánimo la vestal Adriana a las preguntas de ésta –. Ya ves que no se lo han dicho ni a sus propios padres…
- En tal caso, hemos de organizar turnos de vigilancia – replicó Amnesis en tono de apremio –. Si no la retienen en la cabaña real, en algún momento habrán de sacarla de allí. Esa será nuestra única oportunidad para averiguar dónde la llevan. Palantea está ahora cerca del prado, pero si sigue allí mucho rato llamará la atención.

- Tendrás que sustituirla tú.

- ¡Si al menos hubiera vuelto el pordiosero Alec! – se lamentó Amnesis –. ¿Dónde se habrá metido este hombre? Él puede merodear por todas partes sin levantar sospechas. ¿No te parece que Tuccia está tardando mucho? ¿Y si Anto no nos quiere ayudar?
Iba a responderle la vestal, cuando entró en la casa un criado del rey preguntando por la Vestal Máxima Camilia.

- En este momento presta servicio a la diosa. Dame el recado a mí – dijo Adriana dando un paso adelante y anticipándose a la respuesta que iba a darle una de las criadas. El enviado del rey la miró y su ceño era más tenebroso que la más oscura de las tormentas.

lunes, septiembre 19, 2011

SE ACERCA EL OTOÑO



Esta mañana un viento del norte ha sacudido los árboles del bosquecillo sagrado detrás de la Casa de las Vestales, donde se levanta el altar de Aius Locutius. Yo pasaba por la vía nova en ese momento y he escuchado el rumor de las hojas. ¡Ay, querida, me ha parecido siniestro! Quizá solamente sea el anuncio del otoño, ya tan cercano, pero me he arrebujado en el manto y he implorado a los dioses que nos protejan. ¡Temo que nos amenace un peligro tan grande como el pavoroso ataque de los galos, o quizá peor!

NOTA 1: Se dice que en este bosquecillo sagrado se escuchó a Aius Locutius, una voz desconocida, que anunció a los romanos el ataque de los galos en el año 390 a.C. y a cuyo aviso no se le prestó atención. Una vez sufrida la devastación y destrucción de Roma por los galos, se le dedicó un altar probablemente allí mismo. Mucho me temo que en la actualidad, nuestra sociedad esté amenazada de una ruina y devastación más terrible que aquella que asoló Roma.


NOTA 2: Para quienes no la habéis leído, os remito a esta entrada sobre la explicación mitológica del otoño:
Proserpina en el corazón.

viernes, septiembre 16, 2011

DOLOROSA DESPEDIDA

(III)

El mismo aire fresco que agitaba las encinas del bosque de Silana, descendía por la colina y se colaba por entre la paja de los tejados de las cabañas de Alba Longa produciendo un leve silbido. ¡Qué larga estaba siendo la noche y, al mismo tiempo, qué corta! La estrella de la mañana asomaba ya por el horizonte y su brillo anunciaba que la Aurora no tardaría en aparecer.
Sentadas en el suelo, con las espaldas apoyadas en la pared de una choza, las amigas de Rea Silvia esperaban sumidas en la oscuridad. Hacía rato que Palantea había dejado de tocar la siringa, inflamados los labios por el contacto permanente con las cañas y los brazos entumecidos de sostenerla en alto. De vez en cuando alguna de ellas se levantaba y daba unos pasos para espabilarse y estirar las piernas. ¿Dónde habría ido el pordiosero Alec? La doncella Tuccia miraba fijamente la puerta trasera de la cabaña real, a la espera de algún movimiento. Confiaba en hablar con los criados y obtener noticias. De pronto, Énule, que tenía apoyada contra su hombro la cabeza de su hermana Amnesis, la apartó con cuidado y se puso en pie.

- Me voy – dijo en voz baja, cogiendo la bolsa de hierbas que llevaba siempre consigo –. Aurelia va a necesitarme. Y creo que tú deberías regresar a la casa de las vestales, Tuccia.

- No me voy a mover de aquí – respondió ésta –. ¿Y si no han descubierto el embarazo? Sólo sabemos que Rea Silvia se ha desvanecido, nada más.
- ¿Olvidas que se han reunido los consejeros y han permanecido en la cabaña real casi toda la noche? ¿No has visto la cara de la Vestal Máxima, o las de Númitor y Aurelia al salir? ¿Acaso nos han permitido acercarnos a ellos? ¡Ay, Tuccia…! – dijo Amnesis cogiéndole la mano.

Las demás la miraron con tristeza. Comprendían su angustia y su resistencia a aceptar la gravedad de la situación. Deseaban que alguien desmintiese lo que sus corazones temían pero, al mismo tiempo, les espantaba saber. El paso de las horas convertía todo lo ocurrido en algo tan irreal y tan absurdo como un sueño, sus propias acciones les parecían sin sentido. En realidad, ya no sabían qué hacían allí, ni qué esperaban, ni qué socorro podrían prestar a Rea Silvia. Amnesis pensó que sería mucho mejor recabar información de las vestales y se levantó también, pero la silueta de su hermana se había perdido entre las sombras y no se atrevió a seguirla.



Muchas veces recordaría el pastor Fáustulo aquel amanecer, según confesó años más tarde al cronista oral Urbano Lacio. La tarde anterior había sido requerido por el rey Amulio para transportar en su carro a la vestal Rea Silvia que, yendo por la calle, había caído desmayada al suelo. Ya entonces percibió el enfado del rey y el miedo de Aurelia, una extraña tensión en el aire, pese a que había sido un día alegre, pues se habían celebrado los ritos del matrimonio de Anto.
Los rebaños de Amulio, cuya crianza y cuidados supervisaba Fáustulo como mayoral, lo habían mantenido siempre ocupado en las riberas del Tíber y alejado de las intrigas y crueldades de su señor. Prefería los campos a la ciudad y sólo acudía a Alba Longa para participar en las celebraciones importantes o cuando era requerido por su amo. No necesitaba mucho para subsistir, pues su modo de vida y el de su familia era sencillo y su comida frugal. Y así, más allá de cumplir con sus obligaciones, no buscaba el favor de su señor como hacían otros. Incluso cuando Amulio se convirtió en rey, su relación con él no había cambiado. Siguió siendo el hombre respetuoso y callado de siempre, el servidor discreto.
Cuando, siendo aún noche cerrada, Prátex lo había despertado sacudiéndolo por el hombro y le había transmitido el mensaje del rey, había obedecido sin hacer preguntas. Recordaba haber aparejado el carro en silencio y recorrido a pie y con premura la calle principal de Alba Longa, desierta a esas horas de la madrugada. La tierra del suelo estaba tan compacta que las ruedas del carro apenas levantaban polvo y el asno avanzaba sin dificultad, aunque el ruido del traqueteo se expandía por el aire y parecía atronador en el silencio de la noche. A la luz de las estrellas, los contornos de las cabañas se fundían en una masa negra y extensa.
Detuvo el carro delante de la casa del consejero más anciano, quien esa noche había dado alojamiento a Númitor y Aurelia, y se dispuso a esperar. No sería una espera larga, pues las órdenes del rey habían sido terminantes: su hermano y su cuñada debían abandonar Alba Longa antes de que la ciudad se despertara. Y el cometido que le había encomendado el rey a través de Prátex era ese: transportarlos en carro hasta el Aventino para asegurarse de que regresaban sin dilación a su cabaña.

Fáustulo buscó apoyo en los troncos de una cerca, pero se irguió cuando vio el resplandor de una antorcha acercarse en su dirección. Un criado alumbraba el camino a la Vestal Máxima Camilia, que andaba deprisa envuelta en un círculo de luz, seguida por la vestal Adriana y una sirviente. El grupo se detuvo a su lado y Fáustulo inclinó la cabeza a modo de saludo. Nadie dijo una palabra. Permanecieron de pie, quietos, frente a la puerta. Sólo la tea crepitaba al soplo del viento. Al poco rato se oyó el crujido del portón al girar sobre su eje.
Si en el exterior de la cabaña le hubiera esperado un verdugo para cortarle la cabeza, el rostro de Númitor no habría expresado tanto dolor. Cruzó el umbral apoyándose en las jambas y tras él, pálida pese al fulgor rojizo que la antorcha proyectaba en sus mejillas, apareció Aurelia. La Vestal Máxima Camilia se acercó, la cogió del brazo para ayudarla a salir y la abrazó. Ambas lloraron silenciosamente, sin gemidos, sin palabras. Esto conmovió a Fáustulo más que si hubieran gritado, como hubiera sido lo natural.

Estaba ya Aurelia subiendo al carro, con ayuda de las vestales, cuando se oyeron unos pasos apresurados y una voz sofocada.
- Esperad un instante, voy con vosotros – y como él se quedó en suspenso, sorprendido, la mujer añadió –: ¿Tú no eres Fáustulo, el marido de Acca Larentia? Soy Énule, entendida en hierbas y en el arte de la curación. Hace unos días traté a tu mujer de las heridas provocadas por un accidente y le prometí regresar para verla. No te preocupes – añadió al ver el rostro de sorpresa y preocupación del pastor – no ha sido nada grave, pero al estar encinta…

El mayoral dudó, pero Énule ya se había subido al carro y pedía a los dos pasajeros que le hicieran sitio. El rey Amulio no le había prohibido llevar a alguien más en el carro y, por otra parte, era natural que una curandera visitase a su mujer si estaba enferma.
Fue un viaje extraño. ¿Cuántas mañanas y noches, cuantas jornadas y lunas habría pasado Fáustulo a lo largo de su vida en completa soledad, perdido entre los prados o los montes, sin escuchar otro sonido que el balido de los corderos y los susurros de la naturaleza? Y, sin embargo, nunca le había pesado tanto el silencio. Eso fue lo que más le impresionó, lo que grabó ese día en su memoria: a los murmullos del campo, al crujido de sus propios pasos, al chirriar agudo de los ejes, se imponía, pesado como una roca, el silencio de los padres de Rea Silvia, un silencio que medía la hondura del dolor y su impotencia.
Comprendió que debían ser ciertos los comentarios que, durante esa pasada noche, habían corrido de boca en boca, en voz baja, entre los criados que servían en la cabaña real: la vestal Rea Silvia estaba embarazada del dios Marte, según ella decía, y su tío el rey Amulio hacía decidido darles muerte, a ella y a su criatura, tras el parto. Sintió compasión por la vestal, y también por Númitor y Aurelia. ¿Cómo podrían unos padres soportar un castigo tan grande? Pensó en sus propios hijos, los que vivían y los que habían muerto, y pensó en el que crecía en el vientre de Acca Larentia. ¿Qué haría ella, o qué haría él mismo si le anunciaran que su hijo habría de morir cruelmente apenas llegado a la vida? Su padre solía decir que, con frecuencia, los lobos eran menos feroces y más compasivos que algunos seres humanos.
Atravesaron con aquel punzante silencio los montes boscosos y la campiña que separaban Alba Longa de las orillas del Tíber. Durante el trayecto, dándose cuenta de la entereza y la dignidad con que el antiguo rey Númitor de Alba Longa y su esposa soportaban una pena tan grande, nació en el ánimo de Fáustulo un gran respeto por ellos, una estima que perduraría a lo largo de los años aunque habría de permanecer silenciada y oculta. Y cuando los hados hicieran girar la rueda de la Fortuna para colocar arriba lo que estaba abajo y precipitar al abismo lo que tocaba el cielo, esa estima y respeto tendrían una importancia decisiva.



jueves, septiembre 15, 2011

MARCELO SE VENGA DE LOLIA



Lolia juraba ayer por su cabellera que era una muchacha seria
y jamás se burlaría de su amigo Marcelo con mala intención.
Perdona, Lolia, si hoy Marcelo no te ha saludado al cruzarse contigo en el foro:
Tu cabeza estaba tan lisa y brillaba tanto que te ha confundido con una calabaza.

He aquí lo que Lolia contaba sobre Marcelo a su amiga
Paula. Cosas de jóvenes…

martes, septiembre 13, 2011

ALGUNOS PREPARATIVOS.



(II)
- Has estado brillante, esposo – dijo la reina Criseida a su marido apenas el último consejero abandonó la cabaña real. Había sido tan larga la sesión del consejo, que algunas teas se habían consumido por completo y dejaban amplias zonas del salón principal en la oscuridad más absoluta.
El rostro de Criseida, en cambio, resplandecía de satisfacción. Estando a solas con el rey Amulio no necesitaba ya fingirse escandalizada ni apenada por la suerte de su sobrina. Se dejó caer sobre su sitial, agotada por tantas alegrías en una sola jornada. Con el matrimonio de su hija Anto había visto cumplida una vieja ambición, pero rematar el día con la condena a muerte de la odiada Rea Silvia había superado con creces sus expectativas más optimistas. ¿Y no eran inenarrables las expresiones de Númitor y Aurelia cuando habían sido conminados a salir del cuarto de Rea Silvia para no volver a abrazarla nunca jamás?

Desde luego Aurelia estaba espantosa, con los cabellos revueltos, la espalda encorvada y los ojos hinchados como los de una rana, arrastrándose a sus pies y suplicando piedad para su hija. ¡Qué desvergüenza, defender a una sacrílega, por muy hija suya que fuera! Con esas mismas palabras se lo había dicho. En cuanto a Númitor, no creía que pudiera seguir deambulando por los campos para componer ningún tratado sobre las abejas. Estaba tan hundido que todo lo más que alcanzarían a ver sus ojos serían hormigas… Le pareció una idea ingeniosa y la dijo en voz alta.
- Es preciso resolver algunos asuntos prácticos – dijo el rey Amulio pensativo, sin seguirle la broma –. La vigilancia de Rea Silvia, por ejemplo.

- ¡Me niego a tenerla aquí, en la cabaña real! – respondió rauda Criseida, poniéndose en pie –. ¡Bastante hago ya con aguantar que viva hasta el parto! En eso te has equivocado, Amulio, has sido débil. ¿No sacrificamos a los dioses cerdas, ovejas y vacas preñadas en determinadas ocasiones para ganarnos su favor? No veo razón para actuar de otro modo con esa sacrílega que ha arrastrado nuestro buen nombre por el fango y ha ofendido a las divinidades.

- Es de mal agüero matar a una mujer encinta, Criseida, lo sabes de sobra – cortó Amulio con impaciencia –. Alégrate de que podamos librarnos de ella lícitamente, sin que ningún ser, ni divino ni humano, nos lo pueda reprochar. Pero ya que he decidido no hacer públicos su sacrilegio ni su ejecución, necesitamos mantenerla oculta hasta que llegue el día.

- Encárgaselo a Prátex.

- A él ya le he dado instrucciones. Pero, aparte de él y sus hombres, tendrá que haber con ella alguna mujer para cuidarla. No quiero que se muera antes de tiempo. Y después de lo ocurrido, no me fío de las albanas…

- Recluye con Rea Silvia a su doncella, que es una de las culpables de ayudarla a esconder el sacrilegio y, llegado el momento, nos desharemos de ella también. Más adelante, para asistirla en el parto, puedo hacer venir secretamente a alguna matrona de Lavinio. Déjame pensarlo y hacer algunas averiguaciones. ¿Dónde la esconderás?
- No preguntes. No debe saberlo nadie, ni siquiera tú. No quiero que Rea Silvia reciba ninguna clase de auxilio ni consuelo.

- ¿Y crees que yo se lo daría? – bufó, incrédula, Criseida.

- Sé cuánto la odias, mujer. Y como el odio suele ser imprudente, es mucho mejor para todos que ignores los detalles. En un momento de cólera podría escapársete algo…

Humillada y ofendida por esta respuesta, Criseida no le replicó. Tiempo tendría de indagar sobre ese asunto. Y por nada del mundo quería que un disgusto de última hora le estropeara un día tan feliz y completo. Se puso de pie y declaró que iba a tumbarse y descansar un rato, porque ya estaba próximo el amanecer.


Al despuntar el día, un grupo de criados del rey Amulio, encabezado por su hombre de confianza, Prátex, penetró en el bosque sagrado de Silana. Habían salido de Alba Longa siendo aún de noche, sin encender antorchas, y habían recorrido el camino hasta el bosque alumbrados únicamente por la luz de la luna. Llevaban sobre los hombros hachas y picos, entre otras herramientas, y en sus oídos aún retumbaba la orden terminante de realizar el trabajo de manera rápida y sigilosa. Nadie, absolutamente nadie, debía verlos entrar en el bosque ni saber siquiera que estaban allí. En cuanto al trabajo que iban a realizar, debía quedar en el más absoluto secreto.

Un vientecillo ligero agitaba las ramas de las encinas transformando las hojas en una masa móvil, sonora y amenazante, oscura contra el claror del cielo. Los hombres caminaban temerosos, conscientes de que su jefe no se había parado ni un instante a solicitar el permiso de la ninfa para entrar de tal modo en sus dominios. Uno arrancó con disimulo unas ramitas de romero que crecían entre unas rocas y las depositó más adelante sobre un piedra cóncava mientras movía los labios en una silenciosa invocación a Silana. Otros lo vieron y lo imitaron. Ninguno de ellos sabía qué clase de trabajo tendría que hacer allí, pero la presencia de Prátex no auguraba nada bueno. Era una mala persona.
A cierta distancia, la suficiente como para distinguirlos en la oscuridad y no perderlos de vista, una sombra los seguía ocultándose tras los árboles, sin hacer ruido. Una habilidad que se debía a muchos años de práctica: el pordiosero Alec se había acostumbrado desde niño a ir de una parte a otra de Alba Longa sin ser visto. No porque quisiera ocultarse, como en ese momento, sino porque la pobreza suele ser invisible. Y aunque en aquellos lejanos tiempos las diferencias entre ricos y pobres eran insignificantes, Alec se movía siempre, instintivamente, con cautela.

No había dormido esa noche fatídica. Su instinto olfateaba que Rea Silvia estaba en peligro y desde primeras horas de la mañana del día anterior había procurado mantenerse cerca de ella. Incluso la había avisado cuando la vio salir de la casa de las vestales para asistir a los ritos matrimoniales de su prima Anto. Durante el banquete de bodas la había observado de lejos. Y ya por la tarde, cuando la comitiva nupcial regresaba de acompañar al nuevo matrimonio hasta la cabaña de la viga roja que sería su hogar, había visto a Rea Silvia desfallecer y caer al suelo. El corazón le había dado un vuelco.
Siguió al carro que la conducía a la cabaña real y allí, en el prado trasero, se había encontrado con las amigas de la vestal: Énule y Amnesis, la doncella Tuccia y la pastora Palantea, que había hecho sonar su siringa toda la noche, sin descanso, para que Rea supiera que estaban allí. Los criados de Amulio los habían obligado a alejarse del ventanuco y la cabaña, así que se habían apostado a cierta distancia y habían seguido esperando. Desde allí vieron salir a los consejeros, a la Vestal Máxima Camilia, a los padres de Rea Silvia encogidos y deshechos, acompañados por el consejero más anciano en cuya cabaña debían alojarse. No les permitieron acercarse a ellos. Y cuando, por fin, aún de noche, había visto a Prátex abandonar sigilosamente la cabaña real, decidió seguirlo. Y había acertado al hacerlo, porque era muy sospecho que se hubiera adentrado a esas horas, con un grupo de hombres, en el bosque de Silana. ¿Qué se propondría hacer?
Del sendero por el que caminaba el grupo salía un ramal que conducía a la cueva donde brotaba, cristalina, la fuente sagrada de la ninfa. Prátex y sus hombres pasaron de largo, dejando el desvío a su izquierda, seguidos del silencioso Alec. El bosque se espesaba a medida que ascendía por la ladera y la senda, que discurría ondulante entre las encinas, se iba desdibujando invadida por las hierbas, señal de que poca gente transitaba por allí, hasta desaparecer por completo. Aún siguió andando Prátex un tramo más y al fin llegaron al límite del bosque: la pendiente era tan empinada que se convertía en un muro y resultaba imposible continuar. Caminaron entonces en paralelo a esa barrera natural en dirección al oeste y, tras un declive suave pero prolongado, fueron a desembocar a una hondonada. Se trataba un rincón amplio y despejado de árboles, abrigado por dos laderas altas y abruptas y otra mucho más baja pero igualmente empinada. El único camino practicable era el que ellos mismos habían seguido. Allí se detuvo Prátex.
- Hemos llegado – dijo, dejando caer una bolsa de cuero que llevaba colgada al hombro. Era evidente que conocía el lugar y había estado allí recientemente, porque fue directo hacia un montoncillo de piedras gruesas, cogió unas cuantas y con ellas marcó en el suelo el contorno de un óvalo, no muy grande.

- Tú – dijo dirigiéndose a uno de los hombres y señalando el óvalo –, coge la azada y limpia de maleza toda esa zona. Los demás, venid conmigo.

Retrocedieron un tramo. El pordiosero Alec volvió sobre sus pasos a toda prisa y se ocultó detrás de una encina centenaria. Desde su escondite, vio a Prátex y a los demás criados palpar los troncos de algunos árboles jóvenes y calcular su grosor y altura. Los marcaban atándoles una cuerda alrededor de una rama baja. Y antes de que rompiera el día, las hachas se pusieron en movimiento y sus filos cortaron el aire.

jueves, septiembre 08, 2011

EL AMOR TRASTORNA AL POETA



Esto dice el poeta Catulo:




Tan enredada está mi razón, mi Lesbia, que por tu culpa,

y por seguirte a tí está tan perdida,

que ya no podré estimarte por muy bien que te portes,

ni por muy mal que te portes dejaré de quererte.

Traducción libre de Ernesto Cardenal


NOTA: Entrada programada. Vuelvo en cuanto pueda... Besos a tod@s

miércoles, septiembre 07, 2011

ANUNCIO MORTAL


(I)
Durante siglos se ha considerado el tejido de la lana como una de las ocupaciones más antiguas y nobles que realizan las mujeres. El telar refleja, en cierto modo, el orden del mundo: sólo cuando cada hilo está en su sitio, cuando la urdimbre y la trama se han entrecruzado de la manera adecuada, se consigue un resultado armónico y hermoso. Esa labor requiere paciencia, destreza y sabiduría. Eso es lo que a mí me han enseñado.
Sin embargo la experiencia nos dice que no existe tal orden en el acontecer del mundo. Que los hilos se cruzan y se enmarañan sin que sepamos por qué ni alcancemos a comprender cómo. Menos todavía podemos apreciar qué clase de armonía resulta de todo ello pues, pareciendo obra de una mano enloquecida y siendo los seres humanos simples hebras de ese tejido, zarandeadas por los trajines del telar, nos es imposible ver el conjunto. Solo cuando ha transcurrido mucho tiempo y se mira hacia atrás con los instrumentos adecuados y voluntad de comprender, se puede extraer, de entre la confusión, unos pocos hilos con los que encontrar sentido a lo pasado. Así pues, he descubierto que el telar no representa, como yo creía, el orden del universo, sino un método humano, aunque imperfecto, para descifrarlo.
Viene esta reflexión a cuenta de las dificultades que hallo, continuamente, al componer este relato con el cual pretendo reconstruir de manera sencilla los orígenes de Roma. Con frecuencia me abruman las dudas, titubeo ante la decisión de qué hilo coger, qué otro dejar de lado, dónde cortar, qué otras tramas incluir u obviar. Este es un inconveniente que comparto con muchos de mis colegas, si bien se agrava en mi caso por tratarse de un asunto tan remoto y del que pocos quieren hablar. Y también, justo es decirlo, porque en nuestros días no soplan vientos favorables a Rea Silvia.
A los romanos, orgullosos de dominar el mundo, les desagrada que les recuerden aquel sacrilegio fundacional. Prefieren silenciarlo, fingir que no ocurrió. Y así como se envanecen de llamarse hijos de Marte, relegan al olvido la memoria de Rea Silvia, sin la cual su estirpe no hubiera existido. Les avergüenza llamar madre o ilustre antecesora a una virgen vestal. Su violación constituyó un sacrilegio, sí, un crimen contra los dioses, un delito de la peor especie. A todos nos horroriza. Condenamos esa ofensa a la diosa Vesta, garante de la supervivencia de nuestros hogares y nuestra ciudad, pues a ella le estaba consagrada la virginidad de Rea. Mas tratándose de un crimen capital, ¿por qué proclamamos con orgullo ser descendientes del dios agresor? ¿Por qué, en cambio, renegamos de la víctima inocente añadiendo a su infortunio nuestro rechazo y olvido? He aquí la ingratitud secular que me proponía combatir al narrar esta historia y para lo cual no sé si cuento con suficientes armas.
¿Sería inexacto decir que los romanos han heredado de Rea Silvia su entereza y coraje? A golpe de adversidades forjó su voluntad de no rendirse nunca, de pelear hasta el último aliento. Lejos de doblegarla, las desventuras fortalecieron su espíritu y la hicieron resistente al dolor, dispuesta a toda clase de sacrificios. No vaciló en someterse a la voluntad de los dioses y antepuso, a su propio bien, el bien de todos. Esas son virtudes humanas, pues los dioses no las necesitan.

Y si es cierto que hemos recibido del padre Marte el don de la superioridad en la guerra, no fue menos valioso el legado de Rea Silvia: de poco aprovecharía a Roma la destreza en el manejo de las armas y la brillantez en las estrategias del combate si los soldados que han de empuñarlas y dirigirlas, es decir, si sus propios hijos, no estuvieran sostenidos por aquellas virtudes. ¿Habrían llegado a construir un imperio si vacilaran, si temieran morir, si desconfiaran de sí mismos, se derrumbaran en la adversidad o claudicaran ante el sufrimiento? Todo esto debemos agradecer a Rea Silvia, pues fue mucho más que la madre de los gemelos fundadores de Roma: ella fue la primera romana.
Su valor quedó patente el mismo día en que su tío Amulio, valiéndose de una farsa criminal, le arrebató el trono a su propio hermano, el rey Númitor de Alba Longa. Hombre ambicioso y sin entrañas, Amulio, secundado y azuzado por su esposa Criseida, quiso dejar sin descendientes a su hermano para evitar que, en el futuro, pudieran pedirle cuentas o reclamar para sí los derechos del trono. Por ello mandó asesinar a su sobrino, único hijo varón de Númitor, y pretendió hacer lo mismo con su sobrina Rea Silvia. Pero el destino había decretado que esa joven doncella, de catorce años, fuera preservada para el futuro. Y así, la muchacha se libró de la muerte al consagrar su castidad a la diosa Vesta y renunciar con ello al matrimonio y la maternidad.

Fue entonces, mientras ejercía su sacerdocio, cuando se cometió el sacrilegio: el dios Marte la deseó y la poseyó, sembrando en su vientre virginal una doble semilla divina. Sometida a esta nueva prueba, Rea Silvia utilizó todo su ingenio y su voluntad para salvaguardar la vida de los gemelos ocultando su embarazo.
Mas no quiso Fortuna favorecerla en ese empeño o quizá los hados habían determinado que las dificultades fuesen aún mayores, más insoportables. Quedó descubierta su preñez, fue acusada de sacrilegio y, tras una deliberación del Consejo de Alba Longa para tratar tan grave asunto, fue condenada por el rey Amulio a sufrir la pena establecida por las leyes albanas.

Rea Silvia no se derrumbó al serle comunicada su sentencia de muerte. Antes de oírla, la había leído en los ojos empañados de su padre cuando, seguido del consejero más anciano, entró en el habitáculo de la cabaña real donde la habían recluido. En el suelo, plegadas junto a la yacija donde seguía recostada tras su desvanecimiento, aún estaban las bandas con las que había apretado su vientre para ocultar su embarazo; en un tobillo quedaban restos de pintura amarillenta, retazos de una enfermedad fingida. Su rostro, aunque pálido, estaba sereno.

- ¿Permitirá el rey que nazcan mis hijos? – preguntó con calma.

- Serán ahogados apenas vean la luz – respondió el consejero anciano –. En cuanto a ti, Rea Silvia, has sido hallada culpable de sacrilegio. Expiarás tu crimen siendo azotada con varas hasta la muerte.
La madre de Rea Silvia, que se había puesto en pie al entrar los dos hombres, sofocó un grito.

- Por consideración especial de tu tío, el rey Amulio – prosiguió el anciano –, tu delito se mantendrá en secreto. Así no mancharás de infamia el nombre de tu familia. La sentencia, por tanto, no se cumplirá en la plaza pública como es costumbre, sino en un lugar privado, a resguardo de miradas ajenas, en presencia de tu familia, los sacerdotes y las vestales. Hasta el momento de la ejecución, quedarás bajo la custodia del rey.

Rea Silvia cerró un instante los ojos. Para apartar de su mente todo el horror que encerraba el brutal castigo de morir flagelada, se decía: “nacerán mis hijos, nacerán mis hijos…” y en ese pensamiento hallaba fuerza. Si sus hijos nacían, quizá podrían sobrevivir. Y si sobrevivían, podría hacerse realidad la profecía de la anciana Celia, aquel vaticinio suyo, tan desconcertante, que había proclamado durante el funeral en honor de su pobre hermano. Palabras de inspiración divina, pronunciadas en estado de trance profético: que los nietos de Númitor vengarían los crímenes del rey Amulio.
Sí, sus hijos vivirían y se cobrarían la sangre derramada por su infame tío. A esa esperanza se agarraba. Desde esa convicción combatía las imágenes turbadoras que acudían a su cabeza: las varas, su propia espalda desnuda, el impacto lacerante del primer azote, el dolor, la agonía, el horror reflejado en los rostros de las personas que la amaban y a quienes amaba. Y como una salmodia para espantar a los malos espíritus se repetía una y otra vez “nacerán mis hijos, nacerán mis hijos…”

- Una última cosa – dijo el anciano consejero, sacándola de su ensimismamiento. Su voz sonaba opaca por la emoción –. Despídete ahora de tus padres. No volverás a verlos hasta el día de tu muerte.

Y el llanto, entonces sí, corrió a raudales por sus mejillas.




NOTA: Queridos amigos, me ha parecido conveniente iniciar esta tercera parte de la novela sobre la Fundación de Roma con este capítulo que resume un poco lo acontecido hasta el momento. Así nos sirve de refresco y, si se interesan nuevos lectores, pueden seguir la historia sin necesidad de leer todo lo anterior. Espero que, a quienes habéis seguido la historia fielmente desde el principio, no os haya resultado demasiado reiterativo o aburrido.