sábado, diciembre 31, 2011

ADVERTENCIA AL NUEVO AÑO


Niño querido, año nuevo, no te entretengas por el camino y ven pronto. Y una vez estés aquí, transcurre a la velocidad que cada uno de nosotros te pida: muy despacio para los enamorados, muy deprisa para quienes padecen, a la velocidad apropiada para todos los demás. No te olvides de traer ese bálsamo milagroso que llamamos tiempo, con el que sanas las heridas y haces soportable las ausencias. Tienes solamente doce meses: haz todo el bien que puedas en ese plazo si quieres que te recordemos con cariño. De lo contrario, te expones a que hablemos mal de ti. Y desde ahora te lo advierto: no seas peor que el año que se acaba, viejo y cansado, o serás vituperado por los siglos de los siglos.




¡FELIZ AÑO NUEVO!, amigos. En el 2012 nacerán los gemelos Rómulo y Remo, así que, al menos por ese lado, será tiempo de emociones y alegrías. Si queréis recordar algunos ritos relativos al primer día del año, os dejo aquí algunos enlaces: Regalos dulces , Vísperas de año nuevo, El mes de enero

miércoles, diciembre 21, 2011

VANAS ILUSIONES DURANTE LAS FIESTAS SATURNALES



¡Ven aquí, hermana mía, cógete de mis manos y gira conmigo! Así, más deprisa, ¡más! ¿No ves las luces de las antorchas convertidas en una cinta de fuego? Así arde en mi corazón el amor por mi señora Julia. Esta mañana me ha servido gentilmente el desayuno y hace un momento le he ganado un puñado de nueces jugando a los dados y me ha sonreído. Gira, hermana, gira, que vuelen por los aires tu pileo y el mío, que esta fiesta no termine jamás.

Dentro de unos días me despertaré llorando al oír a los demás esclavos de la casa lamentarse porque las fiestas saturnales hayan llegado a su fin y debamos volver a nuestros quehaceres serviles. Y el viejo Endimión, como todos los años, dirá: “¿De qué os sirve lamentaros de nuevo? ¡Hace siglos que terminó la edad de oro de Saturno, cuando el grano y la caza y la lana para los vestidos y los blancos quesos eran compartidos entre todos los seres humanos equitativamente y no existían amos ni esclavos! ”


NOTA: El pileo o gorro frigio era un símbolo de la libertad, y se lo ponían a los esclavos cuando eran liberados. En las fiestas saturnales lo llevaba todo el mundo, para indicar ese periodo de libertad, en el que no se distinguía entre libres y esclavos, pobres y ricos, amos y siervos, se hacían regalos y se jugaban juegos de azar prohibidos durante el año. Estas fiestas empezaban el 17 de diciembre y, en tiempos imperiales, se prolongaban hasta el 23 de ese mes. Tenéis más información aquí.


Para nosotros, la edad de oro de Saturno no solo está muerta, sino rematada...

domingo, diciembre 18, 2011

PASEANDO CON PALANTEA, URBANO LACIO Y URCO POR LA ROMA ACTUAL

Por la derecha de esta fotografía vendrían Palantea y Urbano Lacio con las criadas de Númitor, para descender por la pendiente que se ve de frente. Aquí Urbano se separaría del grupo y se metería al otro lado de la valla, en lo que hoy es la Rosaleda Pública.



Tal vez fuera este montículo de la izquierda, tras la valla, donde estaría el antro de Caco... Aquí se les uniría al paseo Urco.




Por aquí descenderían ya en dirección al mercado. A ambos lados estarían los depósitos de sal.




Este es el final de ese camino, que desemboca ya en el área próxima al Ara Máxima de Hércules. Desde aquí habría visto el río Urbano Lacio y habría echado a correr en su dirección.




Esto es el valle de Murcia, como se vería desde el Ara Máxima de Hércules. A nuestras espaldas estaría el Ara y el mercado. La parte de la izquierda corresponde al Palatino, la de la derecha, al Aventino por donde acabamos de descender.




Donde ahora vemos esta torre y la iglesia de Santa María in Cosmedín (Bocca della verità) estaba el Ara Máxima de Hércules. Lo que se ve atrás son las cumbres del Aventino.


Espero que os haya gustado este paseo...

jueves, diciembre 15, 2011

EN LAS RIBERAS DEL TÍBER


(XVI)


Después de escuchar la historia de Hércules y Caco, Palantea y Urbano Lacio se habían quedado a dormir en el Aventino con la intención de asistir al mercado de animales al día siguiente.



La pastorcilla Palantea y Urbano Lacio se unieron a las criadas de Númitor. Las ayudaron a cargar en un carro las cestas con las coronas para las ofrendas, comida, bebida, lienzos para protegerse del calor, pues el mercado duraría hasta el atardecer. La conversación era muy animada mientras ascendían por una prolongada cuesta hacia la parte alta del Aventino. Un bosque de laureles bordeaba el camino y perfumaba el aire de manera tan deliciosa e intensa que Palantea cerró varias veces los ojos para aspirarlo a fondo. El día se presentaba pleno de emociones y quería experimentarlas todas. Al poco, el sendero alcanzó su punto álgido, traspasado el cual torcía a la derecha y descendía en busca del valle.

La pastorcilla quedó muda al ver delante de ella, jalonando ambos lados del sendero, unos montículos blancos que emitían destellos cegadores bajo los rayos del sol. Tanto brillaban que sólo podían mirarse un instante. Las criadas de Númitor se habían puesto las manos delante de los ojos para protegerlos y le aconsejaron hacer lo mismo. Eran los depósitos de sal. Los barqueros la traían remontando el río desde Ostia y la almacenaban allí, formando diminutas colinas que protegían con techumbres de paja durante el invierno. De ese lugar la recogían luego otros mercaderes para comerciar con ella en las tierras del interior.

- ¡Eeeeh! – oyeron gritar en ese momento. Urbano Lacio había abandonado la senda y, desde unas rocas, agitaba los brazos para llamar la atención de Palantea. Ésta, adivinando que el muchacho le indicaba la guarida de Caco, se despidió del grupo de mujeres, les recordó que las buscaría a la hora de la comida, y se salió del camino también.

La tarde anterior los pastores de Númitor le habían enseñado la cueva a Urbano Lacio. El joven, con orgullo y aires de superioridad, condujo a la pastorcilla hasta la boca del antro, un agujero natural en la roca no tan grande como ella se había imaginado al escuchar la historia del bandido. El interior era sombrío. Apoyando las manos en la pared, se adentraron poco a poco, con precaución. La oquedad, de techo alto, penetraba en las entrañas del Aventino sin que la negrura permitiera vislumbrar el final. Hedía el aire. Y estremecía pensar en la feroz lucha que se había desarrollado allí dentro entre Hércules y Caco.

- ¿Estáis ahí? – gritó una voz desde el exterior.

Sonó tan intempestiva como un trueno en una tarde de sol e hizo dar un salto a Palantea. La joven, que se debatía entre la curiosidad y la repugnancia que le causaba el interior de aquella caverna, fue la primera en salir. Fuera esperaba plantado Urco, con los brazos en jarras.

- Os he visto desde lejos y he subido – dijo el niño a modo de explicación.

- ¿Siempre te presentas así, sin hacer ruido, sin dejarte ver? – le amonestó la pastorcilla –. Ya es la segunda vez que nos sorprendes.

- Es útil viviendo aquí – respondió Urco encogiéndose de hombros –. ¿Queréis que bajemos ya al mercado?

Aceptaron enseguida la propuesta y retornaron al camino. Continuaron bajando por la senda ceñida de montículos de sal mientras Urco les anticipaba lo que iban a ver. Mas no hay explicación capaz de superar lo que la vista, más diáfana que las palabras, nos enseña. Y así, cuando el camino quedó despejado y vieron el panorama que se ofrecía a sus pies, quedaron boquiabiertos.

Una gran corriente de agua, armada con un islote afilado como la punta de una lanza, bajaba de frente en dirección al valle de Murcia, como si su intención fuera entrar de lleno en él. Sus ondas relampagueaban como la plata bruñida. Inesperadamente, el padre Tíber trazaba una gran curva hacia la izquierda y corría a ocultarse tras los farallones del Aventino, dejando a su paso un área lacustre donde crecían los matorrales y abundaban las charcas. Ante sus orillas, en una enorme explanada, decenas de animales mugían, balaban, gruñían, mientras hombres y mujeres les examinaban las patas, les palmeaban los lomos o tiraban de ellos para mostrarlos a los compradores.

Urbano Lacio, tras contemplar el Tíber unos instantes, echó a correr hacia él con los brazos abiertos, dando saltos y gritos y dejando atónitos a sus compañeros.

- Aquello es el Ara Máxima de Hércules – dijo Urco a Palantea, retomando el camino a paso normal. Le señaló, a la derecha, un punto en el valle cercano a un cruce de caminos. Tres eran los que confluían en ese lugar: el que ellos mismos estaban siguiendo, que continuaba hasta el vado del río y se reanudaba en la otra orilla, ya en tierra etrusca; la antiquísima senda que, arrancando del valle, seguía el curso del Tíber y conducía a Ostia y, por último, la vía que recorrían los comerciantes de sal para llevar el preciado producto a la tierra de los sabinos y otros pueblos del interior, conocida ya con el nombre de vía Salaria.

Palantea no daba señales de haberlo escuchado, caminaba extasiada mirando a su alrededor. El mercado de Alba Longa era extenso, pero mucho más angosto y jamás reunía tantos animales. Aquí, en cambio, constituían una masa móvil, una mezcolanza de cuernos y lomos de diversas coloraciones, una baraúnda de voces distintas mezcladas entre sí con extraña armonía. Al fin, la pastorcilla pareció despertarse de un sueño.

- Me gustaría ver de nuevo a tu madre – dijo, mirando de pronto a Urco –. ¿Estará en el mercado?

- No. Pero, si quieres, podemos ir a mi casa. Así verías también a Bona y sus cachorros.

Dudó la pastorcilla. Quería disfrutar de aquel singular espectáculo y no disponía de mucho tiempo. Aquella misma tarde debía regresar a Alba Longa con Énule o sin ella, pues su ama Kritubis difícilmente entendería un retraso mayor. Aún no le había respondido al niño cuando alcanzaron el valle. Alrededor del Ara Máxima de Hércules varias personas esperaban su turno para ofrecer un sacrificio y Palantea
expresó su deseo de asistir a uno de ellos. Negó Urco con la cabeza: Hércules prohibía a las mujeres acercarse a su altar. No sabría decirle cuál era la razón. Palantea quedó desconcertada. Propuso entonces ir a la orilla del río a buscar a Urbano Lacio antes de decidir qué hacer.

Lo encontraron cerca del vado, contemplando la corriente. Incluso en esa época de bajo caudal, el padre Tíber fluía majestuoso. En sus riberas crecían cañas y arbustos entre los cuales se detenían, mansas, sus aguas más externas. Innumerables pájaros cantaban, zumbaban los insectos, ratas y serpientes de agua se deslizaban silenciosas y apenas se dejaban ver como un reflejo bajo la superficie. Susurraban las ondas una música que cautivaba los sentidos, tal vez era la voz de alguna ninfa de las muchas que moraban en los alrededores o la del propio dios que quería enamorar a alguna de ellas. Era un río sacro, dador de vida. No era lícito bañarse en sus aguas sin motivo ni ofenderlo arrojando objetos.

- Si en verano resulta tan impresionante ¿cómo será en invierno, cuando su seno llegue cargado de agua impaciente por alcanzar el mar? – dijo en voz alta Urbano Lacio. Estas palabras produjeron una gran inquietud en Palantea, que se agitó sin saber por qué. Acostumbrada a la quietud del lago Albano, la idea de aguas tumultuosas y revueltas la asustaba.

- ¿Por dónde se desborda? ¿Hasta dónde llegan las crecidas? – preguntó Urbano girándose hacia Urco con la curiosidad asomándole a los ojos.

- Inunda todo esto – respondió el niño abarcando la ribera entera con el brazo extendido –. El inicio de la vía Salaria desaparece bajo el agua y entonces las barcas se meten por aquel valle – dijo señalando el Velabro, entre la colina del Capitolio y la del Palatino –. Eso si el río está calmo, porque de lo contrario… Con el agua está alta se usa un embarcadero junto a aquella colina y otro al pie del Palatino, casi a la puerta de mi casa.

- ¿Tú vives ahí? – se asombró Palantea.

-
Bueno, en realidad vivo en la cima, allí mismo – y señaló la cumbre del Palatino más próxima al cauce del río.

Palantea y Urbano miraron hacia arriba. Era un lugar muy alto, un talud de pura roca por la parte del río y del valle de Murcia. Seguramente Urco y su familia tendrían que dar un gran rodeo para llegar al mercado. Esto resolvió las dudas de la pastorcilla: no tendría tiempo de visitar a la madre de Urco, Acca Larentia, y así se lo hizo saber al niño.

- ¡Pero si no está lejos! – respondió éste –. Podemos subir en un momento. Desde aquí no se ve, pero hay una escalera tallada en la roca. La hizo Caco con sus propias manos.

- ¿Una escalera para subir una montaña? – observó Palantea, incrédula –. ¿Por qué iba a hacer semejante trabajo un ladrón que tenía su cubil en el Aventino?
Urco respondió que, según se creía, Caco había tenido su morada en el Palatino y sólo usaba la gruta para guardar su botín. En la colina se veneraba a Caca, su hermana. Debió ser una buena mujer.

Mientras hablaban se habían acercado al Palatino. Ni el cronista oral ni la pastorcilla alcanzaban a imaginarse cómo sería esa escalera. Incluso pensaron, aunque no lo dijeron en voz alta, que debía tratarse de otra broma de Urco. Se equivocaron: allí estaba. Los escalones empezaban en la raíz del monte y llegaban hasta la cima. Serpenteaba apenas, adaptándose a las rocas, de modo que éstas sirvieran de apoyo en algunos tramos. No era estrecha ni demasiado empinada, porque la ladera ofrecía en ese punto una moderada inclinación.

Palantea sintió un deseo intensísimo de subir a aquella cumbre, como si una fuerza irresistible la empujara hacia arriba.

- ¡Subamos, pues! – dijo con entusiasmo mientras saltaba sobre los primeros escalones. Se volvió a mirar si sus amigos la seguían justo en el momento en que un pájaro carpintero echó a volar desde un arbusto cercano y quedó suspendido sobre su cabeza durante un larguísimo instante.




NOTA 1: Os pongo aquí un enlace para que veais cómo está esa área en la actualidad:




Ver mapa más grande

NOTA 2: Disculpad la tosquedad de los dibujos, son de trabajo. Los he fotografiado de mi cuaderno de apuntes, pues los que figuran en los libros de los que los he copiado tendrán su copyright. Quizá el primero, que refleja el plano de la Roma arcaica, os sea un poco difícil de interpretar. Daré algunas pistas para quienes conocéis Roma:
a) La presencia de actividad humana permanente está acreditada en el área del actual Foro Boario desde el s. XI a.C., pues ya entonces se celebraba el mercado de animales del que hemos hablado en este capítulo. Esa es, quizá, el área más significativa de aquella Roma a punto de fundarse… Allí están ahora los llamados Templo de Vesta (el redondo) y templo de Portunus (el rectangular)
b) El Ara Máxima de Hércules estaba justo debajo de la iglesia Santa María in Cosmedin (Bocca della Verità). En la cripta – que es visitable – queda el resto de un muro del Ara Máxima de los tiempos de Adriano.
c) La vía Salaria pasaba entre las colinas del Capitolio y el Palatino y atravesaba lo que luego se convertiría en el Foro Romano. Ese valle, al que se hace referencia en este capítulo, se llama el Velabro y en él están la iglesia de San Giorgio al Velabro, el Arco degli Argentarii y el Arco de Jano.
d) La escalera de Caco ha desaparecido casi por completo. En el Palatino, junto a la casa de Augusto y las cabañas del pueblo de Rómulo hay un indicador porque quedan algunos vestigios pero ni se ven ni son visitables. Desde abajo tampoco puede verse bien esa parte, pues queda por detrás de la actual iglesia de Santa Anastasia.
e) El punto señalado con el nº 4 en el plano, es la localización hipotética del antro de Caco. Si no yerro en la interpretación de la ciudad actual, estaría más o menos donde ahora está la Rosaleda Pública. En la vista de Google se distingue porque se ven caminitos formando los parterres de flores, y está atravesada por la vía Valle de Murcia.
f) El camino por el que yo digo que irían Urbano Lacio y Palantea coincidiría (hasta donde es posible) con el que viene marcado en el mapa de Google como “via dei Pubblici”, y se ve bien los quiebros que hace. A ambos lados estaban los depósitos de sal. El camino que se cruza con él y corre a lo largo de la ladera del Aventino paralela al río, es la actual vía de Santa Sabina, también se ve clara en Google. En este capítulo, ni ese camino ni esa área tienen ninguna importancia, pero la tendrá en el futuro.

¡Prometo no volver a marearos más!

lunes, diciembre 12, 2011

PENSAR EL FUTURO


Por si nos sirve de algo...

"Recientes estudios han demostrado que pensar el futuro es imposible sin la memoria del pasado, porque los circuitos de la mente que permiten navegar entre los recuerdos son los mismos que pintan los escenarios del mañana. Por otra parte, el pasado no es sólo un residuo que perdura de manera espontánea, sino que viene continuamente proyectado y vuelto a proyectar desde cada presente, del mismo modo que se dibujan los días por venir."

ANDREA CARANDINI.- “Roma. Il primo giorno”.
Traducción : Isabel Barceló


Pintura: Europa raptada (¿Otra vez...?)

viernes, diciembre 09, 2011

HISTORIA DE HÉRCULES Y CACO

(xv)


Urbano Lacio y Palantea habían llegado a la cabaña de Númitor en el Aventino y se disponían a escuchar la historia de Hércules y Caco por boca de Caius, mayoral de Númitor.
Una ráfaga de viento recorrió la colina del Aventino igual que una mano acaricia el lomo de un animal. Se agitaron las hojas de los robles, unas briznas de paja salieron volando y la espalda de la pastorcilla Palantea se estremeció con un escalofrío. Alguien encendió una tea. Los nombres de Hércules y Caco flotaban en el aire y los ojos de los oyentes permanecían fijos en el pastor Caius, mayoral de Númitor.
- He atribuido a la voluntad de los dioses el que Hércules viniera aquí – dijo poniéndose en pie –, porque el bien procede de la divinidad y son muchas las deidades que habitan en este territorio y lo protegen. Así pues, invoco a Jano, a Saturno, a Júpiter, a Marte, a Fauno y Fauna, a Diviana, a Luna y a Vesta, solicito su favor e imploro su guía para que mi boca cuente verazmente esta historia.

Vertió unas gotas de vino y otras de leche en el suelo, volvió a sentarse y empezó a narrar el encuentro mortal entre esos dos gigantes:

“Ocurrió que a Hércules, un hombre de ascendencia divina y fuerza excepcional, le habían sido encargados por su rey una serie de duros trabajos, entre ellos el de buscar a un monstruo llamado Gerión para apoderarse de sus reses. Regresaba Hércules a su patria llevando consigo el ganado arrebatado a ese Gerión, cuando hubo de pasar por estas tierras. Apenas pisó nuestro valle, se maravilló viéndolo tan amplio y rico en pastos. Estas soledades, las agrestes colinas y, sobre todo, el prado soleado y su agua abundante lo decidieron a detenerse aquí. Sería bueno para los animales y para él mismo descansar un poco antes de vadear el Tíber y continuar su viaje al día siguiente. Se desperdigaron las vacas y los bueyes alrededor del remanso de agua al pie del Palatino, pastaron a su antojo y se tumbaron sobre la hierba el resto del día.
“La presencia de Hércules y sus reses no había pasado inadvertida a Caco. El ladrón los vigilaba desde la cumbre del Aventino más próxima a su cubil, justo donde hoy crece un bosque de laureles. Los observaba y planeaba en su cabeza cómo apoderarse de parte del rebaño. Desde la distancia debía ver las piernas de Hércules, gruesas como troncos de árbol, sus brazos fornidos, la facilidad con que sus manos manejaban una maza de madera que un hombre común ni siquiera hubiera podido levantar del suelo, su cuello firme y ancho como el de un buey de su manada. Nadie habría osado molestar a Hércules ni mucho menos robarle.”
- Pero antes dijiste que Caco era tan fuerte como Hércules – interrumpió una de las criadas de Númitor.

- Así es – respondió Caius –. Pero hasta entonces Caco sólo había atacado a hombres corrientes: pastores, comerciantes, barqueros que transportaban la sal remontando el río. En cambio Hércules había aumentado su fuerza luchando contra animales salvajes y se había endurecido sufriendo muchas penurias. Mi padre pensaba que Caco, confiado en su propia astucia, quitó importancia a la fuerza de su contrincante. No entraba en sus planes combatir contra el gigante extranjero.

“Debió ocurrir en una noche como ésta, pues hacía buen tiempo y en el cielo brillaban las estrellas, no hacía falta antorchas si se conocía bien la zona. Hércules había encendido una hoguera para asar carne, de modo que su figura quedaba iluminada y se veía a distancia. Cuando la apagó echándole tierra encima, le fue fácil a Caco adivinar que se tumbaría a dormir. Descendió entonces del Aventino sin hacer ruido y se apostó junto al remanso. Al poco tiempo los ronquidos del extranjero retumbaban por el valle. Aún esperó Caco un rato más, pues los bandidos suelen ser pacientes. Cuando creyó que su víctima dormía profundamente, actuó.
“De una en una fue cogiendo a las vacas. Las agarraba del rabo y tiraba de ellas hacia atrás, haciéndolas que fueran de espaldas hasta su guarida, una profunda cueva en la ladera del Aventino. Cuando las hubo metido todas, entró también él e hizo rodar una gran piedra con la cual solía tapar la entrada. Satisfecho, apoyó la espalda en la pared de la cueva y se adormeció.

“Hércules se despertó al día siguiente con las primeras luces. Dio una ojeada a su alrededor y no vio todas las reses, pero pensó que podrían haber penetrado más en el valle, o estar en el bosquecillo junto al agua. Se acercó a beber, sacó de su alforja unas aceitunas y, comiéndoselas, inspeccionó la arboleda. Registró luego los prados que se extendían al pie del Palatino. Nada. Buscó por todas partes sin éxito y, cada vez más furioso, concluyó que alguien le había robado sus vacas. ¿Pero quién? ¿Y cómo? Examinó las huellas de las pezuñas: ninguna se alejaba de allí, al contrario, todas iban en dirección al remanso. Ni encontraba las reses ni hallaba signos visibles de que hubieran salido del valle. Estaba desconcertado y furioso. No podía presentarse en su patria sin el rebaño.
“Levantó entonces la mirada hacia la cumbre del Palatino, pero no vio a nadie y juzgó imposible que las vacas hubieran subido allí. A grandes pasos cruzó al otro lado del valle, pero tampoco descubrió pisadas que condujeran al Aventino. Hinchó el pecho y soltó un rugido de rabia. Los bueyes de su manada, que cabeceaban inquietos, bramaron lastimeramente, añorando a sus vacas. Y entonces las hembras, desde lo más profundo de la cueva de Caco, oyeron a sus compañeros y mugieron también.

“Ardió de cólera Hércules. Guiado por los mugidos de las hembras, subió por la pendiente del Aventino a grandes zancadas y encontró la entrada de la guarida de Caco. No sabía a quién pertenecía ni qué ladrón había encerrado allí a sus vacas, pero sin dudar un instante apartó la roca que cerraba la cueva empujándola con una sola de sus piernas. Entró bramando y blandiendo su maza.
“Contaban los pastores que el suelo del Aventino había temblado. Que se movieron los árboles y las rocas y que las ovejas que allí pastaban huyeron despavoridas y las que estaban amamantando perdieron la leche. Jamás habían oído a una fiera rugir como lo hacían aquellos dos gigantes, romper las piedras a golpes, aullar de dolor o de rabia. Las vacas robadas habían salido de la cueva en tropel, mugiendo y trotando en todas direcciones, y sólo se aquietaron cuando los bueyes las rodearon como si quisieran protegerlas. Al fin por la boca de la caverna apareció Hércules arrastrando del cabello a Caco. Lo arrojó al suelo con furia y, levantando la clava con las dos manos, descargó sobre él un golpe mortal que le aplastó la cabeza.

“Después de haber matado a Caco, Hércules se purificó en el agua del Tíber, se curó las heridas y descansó en la orilla. Quiso dar gracias a Júpiter por haber salido con bien de ese combate, así que buscó una gran piedra plana y la colocó sobre otra emplazada cerca del camino que subía a la cueva de Caco, improvisando un altar. Su vestido era basto, apenas unas pieles curtidas, y carecía de manto con el que cubrirse la cabeza, así que viendo crecer unos álamos cerca de la ribera, cortó ramas, trenzó con ellas una corona y se la ciñó a las sienes. Ofreció a Júpiter una décima parte del ganado y a aquellos pastores que se aproximaron a él para agradecerle el haberlos librado de un ladrón tan peligroso, les encomendó que desde ese día en adelante hicieran sacrificios semejantes en memoria suya.
“Ese altar lo conocemos con el nombre de Ara Máxima de Hércules y sus sacerdotes visten pieles y ofician con la cabeza descubierta, rodeada sólo de una corona de hojas de álamo. Todos sabéis dónde está.

“En cuanto a Caco, ya veis de qué manera miserable había acabado su existencia. Nadie se atrevió a acercarse a su cadáver hasta el atardecer, cuando ya Hércules y el ganado de Gerión habían cruzado el río y desaparecido para siempre de la vista. Dicen que lo quemaron y arrojaron sus cenizas al río para que el padre Tíber lo arrastrara hasta el mar y su espíritu no contaminara la tierra. Que así sea.”

Con estas palabras Caius dio por concluida su narración, pero, sobrecogidos por la historia, nadie habló ni se movió durante un rato. La oscuridad era más profunda, cada hoja que se movía evocaba a un bandido al acecho y Palantea renunció a dormir en el exterior de la cabaña de Númitor con los otros criados, como había previsto. Énule la invitó a pasar al interior.


Amaneció un día radiante. Palantea salió de la cabaña y vio ante sí la llanura extenderse bajo un cielo límpido y cerrarse, a lo lejos, con los montes Albanos. Qué altos y hermosos eran. Y qué diferente su paisaje. Allí no había gigantes ni bandidos, no era una tierra sin ley como parecía ser ésta.

- Aurelia ha pasado buena noche – dijo Énule acercándosele –. Aún duerme y no tiene fiebre. He pensado que podríamos hacer lo siguiente: si cuando se despierte confirmo que está mejor y pasa la mañana tranquila, iré esta tarde con vosotros a Alba Longa para atender a Alec, aunque le he prometido a Númitor que regresaré aquí enseguida. ¿Qué te parece?

- Ojalá puedas venir. Será buena señal para la salud de Aurelia y un poco de esperanza para la del pobre Alec. A Rea Silvia y a mí nos salvó la vida ese buen hombre, es mucho lo que le debo.

- ¿Estás lista? – gritó Urbano Lacio. Se hallaba con otras personas junto al fuego encendido al pie de un árbol, bebiendo un cuenco de sopa. Había mucha animación alrededor de la cabaña, todo el mundo hacía sus tareas deprisa para irse cuanto antes al mercado. Palantea interrogó con la mirada a Énule.

- ¡Anda, ve! - dijo ésta - Pero come algo antes de irte.

Se acercó la pastorcilla al fuego y le sirvieron la sopa. Estaba muy caliente. Sujetó el cuenco con las dos manos y empezó a soplar para enfriarla.
- Nunca habías estado aquí ¿verdad? – dijo una voz a sus espaldas.

Se volvió y vio a un pastor con un cayado entre las manos, sentado sobre una piedra. No parecía dirigirse a ella, pues su mirada se perdía en el horizonte.

- Te oí tocar la siringa ayer – añadió el hombre –. Quien toca así, solo puede ser una enviada de los dioses. Aunque no lo sepa. Aunque nadie sepa qué se espera de ella. Tienes instinto: úsalo.

- ¡Vamos, Palantea, no te entretengas más! – la urgió Urbano Lacio, interrumpiéndolos.

La pastorcilla se bebió la sopa, se acercó al pastor e, inclinándose,le besó la mano en silencio.




NOTA: El nombre que recibía la maza de Hércules se llama "clava". Lo he puesto en último lugar para que nadie se desorientase... Los expertos creen que hubo un Hércules romano de culto antiquísimo. Luego, con la penetración de los mitos griegos se confundió el Heracles griego con el Hércules romano y aquel se superpuso a la divinidad arcaica. La corona de hojas de álamo fue sustituida más tarde por otra de laurel, no en vano crecía allí cerca un bosque de laureles. En cuanto a Caco, su ubicación y leyenda en esa área es anterior también a la fundación de Roma.

martes, diciembre 06, 2011

SE DESPIERTA UNA VOCACIÓN



(XIV)

Palantea y Urbano Lacio habían ido a la cabaña de Númitor en el Aventino en busca de la curandera Énule. Se habían encontrado con Urco, el hijo de Fáustulo, quien les había gastado una broma y se había ofrecido a enseñarle esos parajes al día siguiente.
Palantea dudó, de pie ante la puerta de la cabaña de Númitor. Le había impresionado el silencio. Al cruzar el bosquecillo de robles no habían escuchado pájaros y no se veía a nadie en el exterior de la casa. ¿Dónde estarían las doncellas del telar, las que amasaban la harina para las tortas, las que cocinaban? A la sombra de un árbol solitario había una hoguera encendida con un puchero humeante, pero estaba sin vigilancia. La pastorcilla no se atrevía a entrar. Númitor y Aurelia habían sido los reyes de Alba Longa y esto le impresionaba mucho, aunque fueran los padres de su mejor amiga. Nunca los había visto de cerca.

- ¿Por qué no te asomas tú? – le dijo a Urbano Lacio que, como ella, estaba desconcertado por tanta quietud donde debía encontrarse el bullicio de cualquier casa. El muchacho asintió y asomó la cabeza a través del umbral.

- Os saludo, dioses o diosas que protegéis esta casa. Sed benévolos con este visitante, Urbano Lacio, que viene pacíficamente de Alba Longa – dijo en voz alta, a modo de saludo –. ¿Hay alguien con quien pueda hablar?

El interior estaba tan oscuro que necesitó bastante tiempo para distinguir un bulto agachado entre las sombras. Al fin, la figura se levantó del suelo y se dirigió hacia él indicándole con la mano extendida que saliera al exterior. Por suerte, era la persona que buscaban.

Hacía tres días que Énule y Palantea se habían separado, pero se abrazaron como si hubiera trascurrido una eternidad. Urbano Lacio, que no en vano era un excelente observador, se dio cuenta de la intensidad de sus miradas e intuyó que algo ocurría.

Tras los saludos y presentaciones, la curandera los invitó a sentarse a la
sombra. Les llevó enseguida agua, tortas de harina, leche y queso fresco para que se recobraran del cansancio advirtiéndoles que sólo les permitiría hablar cuando hubieran comido. Entretanto, ella excusó la falta de criados: no esperaban visitas. Al día siguiente había mercado y Númitor y su mayoral habían ido a elegir algunas reses, sobre todo vacas, para comerciar con ellas. Las mujeres, por su parte, pensaban confeccionar coronas para los animales que serían sacrificados como ofrendas y habían salido en busca de ramas y flores. Aurelia, en cambio, descansaba dentro de la cabaña.

- Mi ama Kritubis te pide que regreses cuanto antes a Alba Longa – dijo Palantea tras llevarse a la boca el último trozo de queso –. El pordiosero Alec está muy malherido por un golpe en la cabeza y necesita tu ayuda.

Esas fueron sus palabras. Pero sus ojos se esforzaban en contener las lágrimas y dejaban traslucir que tenía más noticias y no precisamente buenas. La presencia de Urbano Lacio le impedía hablar y éste, dándose cuenta, decidió tomar la iniciativa.

- Si creéis que no soy capaz de guardar un secreto, ahora mismo me levantaré y me iré a buscar ramas para las coronas – dijo sin levantar la vista del suelo.

Énule y Palantea no respondieron nada, desconcertadas. Así él continuó:
- Algo pasa con Rea Silvia, vuestra amiga, porque todo el mundo en Alba Longa sabe que estaba muy enferma y muchos la vieron desmayarse en la boda de su prima Anto. No os preguntaré nada. Tengo a Rea en gran estima y os aseguro haber visto varios presagios que creo que le atañen, aunque no he sabido interpretarlos. Por otra parte, donde no llegan las mujeres puede llegar un muchacho, y yo, que no tengo otra ocupación que estudiar los signos a través de los cuales los dioses se nos revelan, voy por todas partes y oigo y veo muchas personas y cosas. Pensad esto.

El joven se puso en pie y se apartó unos pasos, a la espera de que las muchachas tomaran una decisión. Comprendieron ellas que les estaba ofreciendo su ayuda y, movidas por un sentimiento de confianza y la necesidad de contar con refuerzos, resolvieron hablarle abiertamente.

- Olvídate de las coronas y ven a sentarte de nuevo – dijo Énule.
Encomendándole que mantuviera la mayor reserva, le hablaron del embarazo de Rea Silvia, de sus esfuerzos por ocultarlo, de su descubrimiento y su condena a muerte. A continuación, Palantea puso al corriente a ambos de lo ocurrido tras la marcha de Énule: pese a la vigilancia que sus amigas habían establecido en torno a la cabaña real, el rey Amulio había sacado de allí a Rea Silvia sin ser vista, trasladándola a un lugar secreto.

- Nadie sabe a dónde la han llevado. Nadie la puede ayudar – concluyó Palantea, llorando.

Urbano Lacio estaba muy conmovido. Su cabeza era un hervidero de ideas y de imágenes que cruzaban su mente a toda velocidad, sin orden alguno: los cielos de Alba Longa teñidos de púrpura, el picoverde consagrado a Marte con el pico roto y agonizante, la luz suspendida sobre la casa de las Vestales la víspera de la fiesta de Júpiter Latiaris, el lechón negro que llevaba Palantea cuando la vio por primera vez con Rea Silvia y tantos y tantos prodigios… Su rostro revelaba una profunda conmoción y hasta tal punto reflejaba su sufrimiento por la suerte de Rea Silvia que Énule, emocionándose también, lo abrazó.
Muchos estudiosos consideran que ese fue el momento más importante de la vida de Urbano Lacio, el que marcó definitivamente su trayectoria vital, determinándolo a convertirse en cronista de su tiempo. Feliz cronista, el único que nos revela datos fidedignos de cuanto aconteció y nos conmueve con la precisión de sus descripciones tanto como por su delicadeza al tratar de los dolores y alegrías de los seres humanos.

Hemos de celebrar que también en él, como en Rea Silvia, se cumpliera la voluntad de los hados siempre inexorable. Que había sido designado para dejar constancia de la magna empresa que fue la fundación de Roma, no tengo duda: no pudo ser casualidad, sino prodigio, que la concepción divina de los hijos de Rea Silvia le fuera revelada en aquellos mismos parajes donde Rómulo y Remo habrían de fundar la ciudad años más tarde. Y más extraordinario es aún que viniera a saberlo en la colina del Aventino, desde cuya sagrada cumbre los gemelos consultarían a los dioses para decidir cuál de los dos daría nombre a la ciudad y sería su rey.
Mas no conviene adelantarnos en el tiempo, sino regresar de nuevo a aquella venturosa tarde. Énule les habló del quebranto de la salud de Aurelia, destrozada al sentirse responsable de que el rey Amulio y Criseida hubieran descubierto el embarazo de Rea Silvia. Pensar en el castigo que aguardaba a su hija la desesperaba, la sumía en un estado tan angustioso que ni siquiera podía comer.

- No puedo regresar a Alba Longa dejando a Aurelia en estas condiciones – dijo con pesadumbre Énule –. Además, prometí visitar a Acca Larentia, la esposa de Fáustulo y no he podido hacerlo todavía.

Al ver el desánimo en los rostros de sus interlocutores, la curandera reflexionó durante unos instantes y les hizo una propuesta.

- ¿Qué os parece si esperamos a mañana para decidir qué hacer? Quizá Aurelia se encuentre mejor. ¡Vamos, no os quedéis aquí sentados! Dad un paseo o salid al encuentro de los criados de Númitor, no deben estar lejos...
Urbano Lacio aceptó enseguida la propuesta de recorrer la colina. Palantea, en cambio, prefirió quedarse. Se sentó junto a uno de los ventanucos de la cabaña, tomó su siringa y la hizo sonar para Aurelia. Lo hizo con los ojos cerrados, pensando en el amanecer de un día hermoso y así, con su música, evocó la claridad de la aurora y cómo su luz hacía retroceder las tinieblas. La vida regresaba al mundo: se agitaban las hojas sacudiéndose el rocío, los pajarillos se despertaban piando, cantaban las aguas con renovada alegría al recibir en su seno los cuerpos hermosísimos de las ninfas, reclamaban la teta de sus madres las ovejuelas y los rudos pastores se olvidaban del lobo.




- ¿Es cierto, entonces, que esa cueva era el cubil de Caco? – preguntó Urbano Lacio sin disimular su emoción – ¿Y fue allí donde murió?
- Tan cierto como que estamos aquí ahora mismo – le respondió Caius, el mayoral de Númitor. Era un hombre joven para un cargo tan importante, en el que sucedía a su padre, muerto recientemente. Se había criado en el Aventino, y conocía aquellos parajes mejor que la palma de su mano. Y se sentía muy satisfecho de poder demostrarlo ante los jóvenes visitantes llegados de Alba Longa.

Acababan de tomar su colación nocturna, una sopa de coles, sentados a cierta distancia de la cabaña de Númitor para no molestar el descanso de Aurelia. La noche estaba a punto de caer, pero nadie tenía ganas de dormir, sino de aprovechar el frescor nocturno y conversar. Las criadas rogaron a Caius que narrase esa historia y también lo hicieron Palantea y Urbano. El haberla escuchado muchas veces no le restaba emoción.

- Es una historia muy antigua – comenzó a decir Caius –, tanto que ya la contaban los antepasados de mi padre. En tiempos muy remotos hubo gente extranjera viviendo aquí, aún pueden verse restos de sus cabañas sobre las cumbres de las colinas. Luego, no sabemos por qué, desaparecieron. Pero lo que voy a contaros ocurrió entonces.
Había un hombre extraordinariamente grande y fuerte, muy temido en los alrededores porque robaba a sus vecinos cuanto le apetecía. Se llamaba Caco. Nadie que hubiera osado enfrentarse a él había quedado vivo, así que todo el mundo procuraba mantenerse alejado de él, algo que no siempre era posible pues era muy astuto y sabía cómo y dónde sorprender a sus víctimas. Solía guardar su botín en el antro que has visto – dijo dirigiéndose a Urbano Lacio –. Así fue durante muchos años hasta que un día, por voluntad de los dioses, llegó a este valle el hombre que acabaría con él. No era menos fuerte ni menos ingenioso y estaba curtido en muchos trabajos. Habréis oído hablar de él: se llamaba Hércules.

Caius guardó silencio unos instantes para valorar el efecto de sus palabras. Los oyentes contenían la respiración.

lunes, diciembre 05, 2011

UN PASEO REPARADOR




(XIII)

La voz infantil que había interrumpido bruscamente los pensamientos y el éxtasis con que Urbano Lacio contemplaba el paisaje donde se fundaría Roma, también detuvo a Palantea, que caminaba unos pasos por delante de él. La pastorcilla iba sumida en sus cavilaciones y la presencia de otra persona cerca del camino le había pasado inadvertida. Se giró con rapidez. Un niño de unos siete u ocho años estaba en cuclillas junto un mojón más alto que él. Por ese motivo no lo habían visto, porque la propia piedra lo ocultaba a quienes venían desde los montes Albanos. Lo reconoció enseguida.
- ¿No eres tú el que salvó a una perra el día de la fiesta de Júpiter Latiaris? – preguntó con alegría. Y girándose hacia Urbano Lacio, le explicó –: Alguien había tirado al pobre animal dentro de una zanja, no podía salir. A este niño se le ocurrió la idea de atar los mantos de varias mujeres y usarlos para sacar a la perra. ¡No habíamos visto nunca nada igual!

Orgulloso de haber sido reconocido y elogiado por Palantea, el niño se había puesto en pie y, acercándose a ella, le ofreció agua en una calabaza.

La aceptó gustosa, pues hacía mucho calor y, con las prisas, no había tomado la precaución de rellenar la suya. Este encuentro le traía también recuerdos dolorosos. Precisamente mientras ella y las demás amigas ayudaban a Urco y a su madre a salvar a la perra, Rea Silvia se había adentrado sin compañía en el bosque sagrado de Marte y había sido violada por el dios. ¿Cómo se les habría ocurrido dejarla sola? Era un prodigio divino que la vestal gestase en su vientre a los hijos de Marte, pero, si nadie conseguía impedirlo, habría de pagar con su vida y la de sus hijos el haber
sido amada por una divinidad. Muchas veces se había arrepentido la pastorcilla de haberse detenido a rescatar a un animal dejando desamparada a Rea Silvia.
Mientras esperaba su turno para beber, Urbano Lacio contemplaba con curiosidad al pequeño. Tenía la piel muy morena, curtida por el sol ardiente que azotaba aquella llanura sin apenas sombras. Se movía con mucha agilidad y sus facciones estaban animadas por unos ojos castaños de mirada inteligente y sagaz. Dándose cuenta de ese examen, el niño se identificó.

– Me llamo Urco y soy hijo de Fáustulo, el mayoral de los rebaños del rey Amulio.
- Conozco a tu padre, he hablado varias veces con él. Es un buen hombre – dijo el cronista oral. Bebió un buen trago de la calabaza que le había pasado Palantea y se limpió la boca –. Me gustaría verlo de nuevo, pero ahora tenemos prisa. ¿Podrías decirnos cómo llegar a la cabaña de Númitor? Si lo sabes, claro.

- Por aquí todo el mundo lo sabe. No puedo llevaros hasta la puerta, porque tenemos órdenes del rey de no entrar en las tierras de Númitor ni mezclarnos con sus criados, pero os acompañaré un rato y os señalaré el camino.

Reanudaron la marcha. Urco hablaba animadamente con Palantea mientras a ambos lados del camino asomaban ya las laderas boscosas de las colinas que anunciaban la proximidad del Tíber. A preguntas de la pastorcilla, respondió sobre la salud de su madre y sus hermanos y sobre cómo habían terminado ellos aquella famosa fiesta de Júpiter Latiaris.
- Fuiste muy ingenioso ese día. ¿Se ha salvado la perra? – preguntó, no sin recelo, la pastorcilla.

- Sí, se recuperó pronto. Es tan dócil que la llamamos Bona. ¿Sabes que estaba preñada? Ha parido hace unos días y todos sus cachorros siguen vivos. Mi madre ha dedicado ofrendas a Diviana y a Fauna.

Esta noticia iluminó el rostro de Palantea. Era una señal de buen augurio, la mejor en varios días. En su momento había reflexionado sobre la fatal coincidencia entre la agresión a la perra y la violación de Rea Silvia. Una casualidad de mal agüero, en su opinión. En cambio ahora veía aquel hecho bajo una luz distinta: si aquella pobre perra, apaleada y arrojada a una zanja, había sobrevivido al maltrato y parido sus crías, ¿iba a ser peor el destino de Rea Silvia, fecundada por un dios? El nacimiento y la supervivencia de la camada, ¿no sería una feliz premonición de la salvación de la vestal y su prole? Este pensamiento le devolvió el ánimo e infundió una nueva energía a su paso.
Urbano Lacio, que había escuchado la conversación en silencio y se admiraba de la soltura del niño, quiso que le aclararse algunas dudas. Estaba ansioso por conocer más cosas acerca de esos parajes, de los que se contaban historias terroríficas y, a la vez, maravillosas. ¿Era cierto que el Tíber se salía muchas veces de su cauce y era imposible aplacarlo? ¿Qué en su furor arrastraba cabañas, rocas, animales y personas y todo cuanto se interponía en su camino? Le habían asegurado que inundaba los valles entre las colinas, separándolas entre sí, y los pocos pastores que vivían sobre las cumbres quedaban aislados y a merced de las fieras, que se revolvían desesperadas al no hallar comida. ¿Cómo se las arreglaban cuando pasaba eso? Debía ser muy peligroso vivir allí, ¿no? Y lo peor era que, según había oído decir, abundaban también los bandidos, sujetos peligrosísimos que no dudaban en robar y matar…

- ¡Chist! ¡Al suelo! – lo interrumpió de pronto el niño, agarrando a cada uno de sus acompañantes de la ropa y tirando de ellos hasta sacarlos fuera del camino. Corrieron agachados y se arrojaron sobre la hierba reseca, ocultándose detrás de unos matorrales.
Prestaron mucha atención. En el silencio comenzaron a oír los rumores de la naturaleza, el canto de las cigarras, lejanos balidos. Tras una larga pausa, oyeron un ruido muy fuerte, un estrépito que parecía venir de un cercano grupo de árboles. Palantea y Urbano Lacio se sobresaltaron y se pegaron más al suelo. Urco les hizo una señal con la mano para que permaneciesen quietos mientras él, con muchas precauciones, se asomaba.
- No es nada – dijo, con alivio, poniéndose en pie. Levantó un brazo a modo de saludo, y alguien debió responderle desde el bosquecillo.

- Pues me he llevado un buen susto – dijo Palantea, sacudiéndose con las manos el polvo y la paja que se le habían adherido a la túnica –. Aún me tiemblan las piernas.

- Creí que eran bandidos – afirmó Urbano Lacio, con el rostro desencajado.
La cara de Urco empezó a hacer gestos raros, hasta que el muchacho no pudo aguantar más, se dobló por la mitad y soltó una carcajada que se extendió por los campos. Los otros dos lo miraron desconcertados hasta que al fin comprendieron que era una burla y terminaron por reírse también. Cuando se calmaron, les explicó Urco que solía gastar esa broma a las personas conocidas que llegaban a esos parajes por primera vez. Desde luego, reconocieron los otros, había logrado engañarlos por completo.
- Es cierto que hay bandidos en esta zona, pero no en este camino – aclaró Urco –. Es demasiado abierto, no tienen escondrijos para emboscarse y las víctimas pueden huir en todas direcciones. El peligro está en los alrededores de la vía Salaria, por donde discurre el comercio de la sal. Allí hay muchos lugares estrechos donde la gente no tiene posibilidad de escapar a su rapiña.

- Pero eso está muy cerca … - dijo Urbano Lacio.

- Allí – confirmó Urco, señalando con el dedo delante de ellos, hacia una línea azul que se veía al fondo del valle, ancho y plano, por el cual se adentraba camino.
Prestaron de nuevo atención al paisaje. A su derecha, la colina del Palatino alzaba una ladera empinada y boscosa que, de repente, se convertía en una alta pared de roca lisa y vertical hasta la cumbre. A la izquierda, cerraba el espacio el Aventino. Su falda era menos abrupta al inicio, aunque iba ganando altura a medida que se acercaba al final del valle. Éste quedaba cortado por
las aguas del Tíber. Desde donde estaban en ese momento no se veía con claridad el río, sólo una delgada franja móvil, azul y blanca, tras la cual se erguía una colina selvática y oscura, misteriosa morada del dios Jano, según les informó Urco.

De pronto, el sol arrancó un destello a lo lejos, al pie del Palatino. Urbano Lacio levantó el índice y señaló en aquella dirección.

- ¿Es allí donde almacenan la sal?
- No – respondió Urco –, aquello es el embarcadero. La sal la almacenan justo en la esquina contraria, en la ladera del Aventino. Allí no llega el agua cuando el río se desborda. Si queréis, mañana podría mostraros todo esto. Es día de mercado y habrá mucha animación.

Aceptó con entusiasmo Urbano Lacio la propuesta y Palantea se dijo dispuesta a unirse a ellos si le fuera posible. Su primera obligación era otra: dar su recado a Énule y regresar cuanto antes a Alba Longa. Y así volvieron a hablar del objeto de su viaje: llegar a la cabaña de Númitor.

Era fácil: debían tomar el camino a su izquierda, atravesar a lo ancho todo el valle y enlazar con una senda que ascendía al Aventino por un declive poco empinado. A la derecha encontrarían un bosquecillo de robles. Tenían que atravesarlo y al otro lado hallarían la casa del antiguo rey de Alba Longa. No tenía pérdida.
Se despidieron con alegría prometiendo reencontrarse a la mañana siguiente. Urco les recomendó pedir a los criados de Númitor que les mostraran cómo bajar al valle por un camino más próximo al río.

- ¡Ese camino tiene mucho que ver con un famosísimo ladrón…! – gritó Urco cuando ya estaba a cierta distancia, sabiendo que los dejaría intrigados y sin posibilidad ya de preguntarle.

Palantea emprendió con ánimos renovados la subida a la colina.
Últimamente había vivido muchas emociones y sufrido miedo y tensión. Esta visita al Aventino era un alivio, un respiro que la reconfortaba. Y, de pronto, sintió un calor intenso, gratísimo, en el pecho y supo en su corazón que un dios o una diosa la había conducido allí.

NOTA 1: Queridos amigos, quienes recordéis el mapa que abre este post y que puse en otro anterior, os daréis cuenta de que he cambiado de ubicación la cabaña de Acca Larentia y Fáustulo, padres de Urco. Se debe a información recabada en mi último viaje que sitúa su cabaña, sin dudas, en la cima del Palatino.

NOTA 2: Os dejo el enlace a un post que la encantadora pastorcilla Palantea quiso ofrecernos para que aprendiéramos más sobre el instrumento musical, la siringa, con la que nos deleita.