lunes, enero 30, 2012

UN AUGURIO INQUIETANTE



(XXIII)
Rea Silvia y Tuccia siguen preparándose para el parto de la primera. La reina Criseida había recordado el truco de Hera para impedir el nacimiento de Hércules y pretendía aplicarlo a Rea Silvia. Las vestales habían decidido enviar al cronista oral Urbano Lacio al Aventino a avisar a los padres de Rea Silvia de que estaban a punto de encontrarla.

Apenas un leve resplandor asomó por detrás del monte Cavo para anunciar el día, Urbano Lacio y el carretero de las vestales salieron de Alba Longa en dirección a la
cabaña de Númitor en el monte Aventino. El camino de tierra discurría entre los bosques, flanqueados por árboles indistinguibles aún, rumorosos con el primer piar de los gorriones. Había humedad en el aire y el cielo se adivinaba nublado. Iban solos. De pronto, una comadreja asomó el hocico por la orilla izquierda del camino y, tras un instante de vacilación, cruzó corriendo al otro lado de la vía, pocos pasos por delante del carro. Urbano Lacio se estremeció: de todos los animales de mal agüero que conocía, la comadreja era el más desfavorable y nefasto para los nacimientos. Pronunció en voz baja algunos conjuros para ahuyentar la mala suerte, pero quedó intranquilo. ¡Ojalá todo fuera bien! El traqueteo del carro lo sumió poco a poco en el dulce sueño.



Al mismo tiempo que a Urbano Lacio se le cruzaba la comadreja, en la cumbre de la colina del Palatino Acca Larentia, envuelta en una piel de lobo, salía a la puerta de su cabaña por tercera vez. Oteaba el camino delante de su casa, esperando ver a su marido abrirse paso entre tan escasa claridad. Tendía hacia delante una oreja poniéndose tras ella una mano para orientar el oído, mas no conseguía su propósito de escuchar algo, un silbido, una señal que indicara la proximidad de Fáustulo, pues cualquier sonido resultaba sofocado por un estruendo enorme.
El Tíber rugía a los pies del Palatino con una fuerza nunca vista. El día anterior, una gran avenida de agua, violenta como un toro enloquecido, había desbordado el río cabeceando con furor en todas direcciones. De la isla del centro del cauce sólo asomaba el esqueleto de un bosque desmochado en el que se enredaban troncos y ramas rotas, cadáveres de animales en descomposición. Enormes remolinos hacían girar como peonzas árboles enteros: a unos los estrellaba como proyectiles contra las laderas del Palatino; a otros los empujaba hacia el valle del Velabro, donde la corriente desbocada se amansaba y formaba un dique de desperdicios. Al trazar la curva a la derecha, el Tíber furibundo acometía con una lengua el valle de Murcia y, con los labios salados, volvía sobre sus pasos para proseguir su ruta hacia el mar. Invadía entonces el camino de Ostia y arañaba la abrupta ladera del Aventino entre un fragor de piedras y rocas arrastradas. Alimañas y animalillos de la ribera se agazapaban asustados, sin hogar ni refugio.
Regresó Acca a la cabaña y la perra Bona, que había asomado la cabeza tras ella, retrocedió también al interior. La mujer se sentó con dificultad en el suelo, torpe por el embarazo. Le temblaban las manos y ni siquiera el fuego que ardía con viveza la calmaba. No era frío, sino temor lo que sentía. El alumbramiento debía haberse producido ya, llevaba varios días de retraso, algo inusual en ella que había parido doce veces. Como si la criatura no tuviera fuerzas suficientes para nacer. Así, cuando el día anterior, por la tarde, había notado los primeros síntomas del parto, supo que no se desarrollaría bien.

Decidió, entonces, mandar a Urco y sus hijos pequeños con su padre, que había ido a inspeccionar algunos rebaños del rey Amulio más allá de las colinas al sur de la vía Salaria. Quería evitar que, si moría en el parto, sus hijos se quedaran allí con su cadáver, desamparados, durante quién sabe cuántos días y noches, mientras durase el temporal. Y secretamente su corazón esperaba que Fáustulo los hubiera dejado bajo la custodia de alguno de los pastores y viniera a acompañarla, que no la dejase morir sola.
- Yo te invoco, Diviana, asísteme. Ninfa Carmenta, ven pronto a mi lado y trae contigo a todas las diosas necesarias: la que favorece el parto rápido, la que vela por el nacimiento de mi criatura, aquella que la trae a la luz, la que cuidará de ella si nace por la cabeza, y la que debe cuidarla si viene de pies; que venga el dios que hará comenzar la vida en mi hijo, el que pone en funcionamiento los sentidos, el que le hará emitir su primer llanto. Venid, dioses y diosas encargados del comienzo de la vida. Estadme cerca. Ayudadme.

Así suplicaba Acca Larentia el auxilio de las divinidades, invocadas en todos sus partos y ese día más necesarias que nunca. De pronto, un líquido caliente le bajó por las piernas y un olor fétido inundó la cabaña.
Mala señal.



En Alba Longa el amanecer también había encontrado activas a las amigas de Rea Silvia. Se habían reunido en la cabaña de Kritubis y organizado dos grupos: uno, con la propia Kritubis, Palantea y los cerdos; el otro lo componían las artesanas Valeria y Aiara bajo la guía de Amnesis, que conocía mejor el terreno. Entraron juntas en el bosque de Silana hasta el sendero que se desviaba a la cueva y la fuente sagrada.
Para prevenir problemas, Palantea y la piara irían delante, seguida a poca distancia por su ama. Las demás, cubriendo la anchura del bosque y separadas entre sí lo suficiente para comunicarse entre ellas y auxiliarse si fuera necesario, rastrearían toda el área.



A causa de la abundancia de maleza y la pérdida de las trazas del camino, necesitaron mucho tiempo para abrirse paso hasta el fondo del bosque. Una vez allí, tras varias tentativas, Palantea encontró a la derecha un caminito con la anchura justa para que pasasen unos pies. Avisó del hallazgo a las demás y se adentró sin los gorrinos para no hacer ruido. No llevaba mucho andado, cuando vio a lo lejos a un hombre. Se ocultó y dio un pequeño rodeo para aproximársele sin ser vista. Reconoció al borrachín Catión. Estaba de pie, delante de un refugio hecho con ramas y paja, como los que construyen con frecuencia los pastores para mantener el caldero de la comida a cubierto y calentarse de vez en cuando.
- No podemos pasar por ahí – declaró la pastorcilla a sus compañeras, una vez hubieron retrocedido todas hasta la cueva de Silana, donde se ocultaron –. Debemos salir del bosque ahora mismo, pues alguien vendrá a sustituir a Catión y puede vernos. Se impone la prudencia.

- ¿Pretendes abandonar la búsqueda? – preguntó atónita Aiara.

- Al contrario. Hemos de llegar hasta ella por otro sitio. A través de una selva que linda con el bosque de Silana. Es difícil atravesarla, pues no hay sendas y la vegetación crece apretada y frondosa. Precisamente por su dificultad no habrá nadie vigilando, no nos descubrirán. Vayamos ahora mismo. Conozco un hueco por el que penetrar en esa espesura.

- Confiemos en que tengas razón – dijo Kritubis mientras se ponían de nuevo en marcha –. El tiempo apremia.


Esa misma sensación de apremio la tenía la reina Criseida. Acababa de tener una larga conversación con Cora, la criada que había asignado al servicio de su hija Anto y la informaba continuamente de cuanto hacían la joven esposa y su marido. Según ella, Anto estaba muy abatida desde que el día anterior su padre la había expulsado de la cabaña real prohibiéndole volver. No quería salir a la calle ni hablar con nadie. Tampoco probaba bocado pese a los ruegos de su marido. Se limitaba a beber agua y a llorar.

- Bien, yo me ocuparé de mi hija – le había dicho la reina –. Y tú te vas a ocupar de Rea Silvia. Prepárate, porque haré que te lleven con ella hoy o mañana. Recuerda mis instrucciones: debes decirles que vas de parte de Anto y hacerles creer, a la sacrílega y a su criada, que estás allí para ayudarlas. Tienes que llevar todo el tiempo una cinta escondida y bien atada a una pierna, o a la cintura, o donde creas que ellas no la pueden ver. Es imprescindible que no se deshaga el nudo. Así Rea no podrá parir.
- No te preocupes, mi reina – había respondido Cora, orgullosa por un encargo tan importante –.Pronto enterrarás a tu sobrina con el hijo bien agarrado dentro de su vientre.

- ¡Eso espero! – concluyó Criseida – Enviaré a alguien a buscarte a casa de mi hija esta misma tarde, pues prefiero que para este servicio tan delicado salgas de aquí sin llamar la atención.

Resuelto este asunto, Criseida meditaba de qué manera convencer a su esposo para enviar enseguida a Cora a vigilar a Rea Silvia. Y no tardó mucho en encontrar el modo de hacerlo. Esperó a la comida del mediodía y, cuando Amulio hubo satisfecho el apetito, abordó la cuestión.

- Ha llegado el momento de enviar a la partera, marido. Hoy mismo debería estar con la sacrílega.

- Te dije que no, Criseida. No quiero que esté con ella mucho tiempo. No me fío. Tú misma me advertiste contra las artimañas de mi sobrina y su habilidad para retorcer las cosas y volver a su favor la situación.
- Por eso precisamente necesitamos ya a la partera, Amulio – dijo Criseida –. Rea es una mentirosa, lo hemos comprobado muchas veces. Y consiguió convencernos del embuste mayor de todos. ¡A veces creo que tú y yo somos tan inocentes como los corderos…!

- Habla claro, mujer – respondió Amulio, molesto por la insinuación de haber sido engañado.

- Para ocultar que se revolcaba como una cerda con un amante se inventó esa historia de Marte y su supuesta violación…

- Eso ya lo sabemos, Criseida. ¡Acaba ya!

- ¿No nos mentiría también al decirnos la fecha en que quedó preñada? Ella aseguró que había sido el día de la fiesta de Júpiter Latiaris, y que había ocurrido en el bosque sagrado de Marte, pero yo no la creo. Lo hizo para confundirnos y hacernos caer en su trampa… ¡Somos más crédulos que un niño sin dientes!
- ¡Maldita sacrílega! – gritó Amulio, poniéndose en pie casi de un salto.

- Sí, marido, maldita sea. Desde el principio su plan era engañarnos sobre la fecha en que alumbraría a su criatura. Sabía que nos confiaríamos, que contaríamos, uno a uno, los doscientos setenta y cuatro días desde la fiesta de Júpiter hasta el parto, cuando, en realidad la cuenta debía empezar unos días antes, no sabemos cuántos. Esa era su estratagema: parir antes de lo que esperábamos y así, tener tiempo de cambiar a su hijo por otro recién nacido. O añadirlo al suyo, para fingir que había tenido gemelos.

- ¡Ya basta, Criseida! – dijo el rey, ciego de rabia –. No soporto oír nada más. Mandaré llamar a Prátex y mañana mismo llevará a esa mujer, la partera, a donde está Rea Silvia. ¡Y juro por todos los dioses que esa infame me las pagará!


*En la primera fotografía se ve el Monte Cavo y, a la derecha, un caserío alargado y rojizo próximo al tronco del árbol. ¡Ahí estaba la parte más oriental de Alba Longa! La vista está tomada por mí desde Castelgandolfo al atardecer.


**Las fotos del río desbordado y la comadreja están tomadas de internet. Las restantes son mías. Pertenecen al Museo Barraco de Roma.

domingo, enero 29, 2012

EN RECUERDO DE UNA MATRONA



¡Cuántas veces miraste el lago desde aquí, noble Rutilia Polla! Muchas mañanas, al amanecer, antes de que se despertara el resto de la casa. Y en las tardes de otoño te gustaba contemplar el oro de los árboles duplicándose en el agua. Fuiste sabia. Escogiste la belleza por encima de la fama o el poder. Elegiste el silencio. Y este lugar te eligió a ti - no en vano fuiste su más fiel amante – y se ha declarado tuyo para siempre.


NOTA: Dicen algunos estudiosos que la ciudad de Anguillara, asomada al lago Bracciano, debe su nombre a la villa de matrona romana Rutilia Polla, de la segunda mitad del siglo I a.C. Al parecer, surgía allí donde el promontorio formaba un ángulo, ocupando mucho del espacio donde luego surgiría el centro histórico. Así, a aquella villa se la definió como “angularia” y la tradición dice que de ahí derivase el nombre “Anguillara”. Otros estudiosos creen que la villa sólo ocuparía el área de la actual colegiata y terrenos adyacentes. En cuanto al origen del nombre de esta ciudad, hay otras hipótesis, pero mi corazón prefiere ésta.

* Vista del lago Bracciano desde la colegiata de Anguillara.
** Anguillara, con la colegiata en la parte más alta, vista desde un espigón del lago Bracciano.
Las dos fotos son mías.

jueves, enero 26, 2012

LAS DIOSAS SIRVEN DE INSPIRACIÓN




(XXII)
Rea Silvia y su doncella Tuccia están aisladas en una hondonada del bosque de Silana por orden del rey Amulio. Están realizando ya los preparativos para el nacimiento de los hijos de Rea Silvia y el dios Marte.

Al salir de la cabaña recibieron en pleno rostro un azote de viento acompañado de finas gotas. El sol había desaparecido tras las nubes y en su lugar se veía un halo blanquecino. Rea Silvia y Tuccia se agarraron del brazo y se arrebujaron aún más para protegerse. Se habían echado sobre los hombros, sujetando un extremo cada una, la piel de oveja que utilizaban para dormir, pues tenían poca ropa de abrigo, insuficiente para aquel frío.

- ¡Tendríamos que haber esperado a mañana o pasado! – dijo Tuccia, al comprobar cómo había empeorado el tiempo.

- No protestes y tratemos de hacerlo deprisa. Es
por allí – respondió, adelantando el mentón en dirección a una de las paredes rocosas, la más baja de cuantas las rodeaban. Crecían a sus pies varios arbustos de madroño repletos de frutos en sazón. Rea seleccionó un par de ramas del más próximo y, mientras Tuccia las cortaba con un cuchillo, ella pedía permiso a Silana y le ofrecía unas gotas de miel. Terminada la tarea, regresaron con la piel tendida sobre las cabezas, pues la lluvia empezaba a arreciar.

- Cuéntame lo que le pasó a tu abuelo Procas – pidió Tuccia, una vez se hubieron acomodado junto al fuego, con el cuerpo aún tembloroso y las ramas de madroño, con sus frutos redondos y rojos, apoyadas en la pared.
- Ocurrió que cuando tenía cinco días de vida, una noche su nodriza lo oyó llorar desgarradamente. Fue corriendo a su cuarto y lo encontró pálido, con arañazos en las mejillas y casi sin respiración por el violento llanto. Se dio cuenta enseguida de que Procas era víctima de las Estriges. Aquellos seres horrendos, que vuelan de noche por todas partes, habían conseguido entrar. Habían apresado al niño entre sus garras, lo contemplaban con ojos desorbitados, y con sus lenguas asquerosas le chupaban la sangre, como hacen siempre con sus presas. El niño habría muerto en poquísimo tiempo, si la nodriza no hubiera reaccionado enseguida invocando en su socorro a la diosa Carna – dijo Rea Silvia, de un tirón, casi sin respirar ella misma.

Tuccia se estremeció por lo desesperado de la situación.

- Carna, que suele acudir presta cuando se la llama, respondió enseguida
– prosiguió narrando Rea –. Pidió tranquilidad a la nodriza y con una rama de madroño golpeó tres veces la puerta y otras tantas las jambas y el dintel. Repitió tres veces el rito para completar la protección de la estancia y vertió en el suelo un filtro mágico con propiedades curativas para sanar al niño. Luego salió del cuarto, pidió un lechón y lo sacrificó enseguida, exponiendo sus carnes al aire libre para que las Estriges bebieran su sangre y se olvidaran de Procas. Por último, colgó de la ventana la rama de madroño, de manera que esas maléficas criaturas no pudieran entrar otra vez.

- Por eso quieres el madroño… – dijo Tuccia.

- En cuanto podamos, haremos el rito y colgaremos las ramas en el exterior de la ventana y sobre la puerta. Estamos solas, no podemos improvisar.



El mal tiempo se prolongó durante todo el día, con rachas de viento y lluvia seguidas de instantes de bonanza. La pastorcilla Palantea regresó pronto a la cabaña de su ama Kritubis, pues no tenía mucho sentido andar por los bosques con los cerdos en una tarde tan desapacible y oscura.
Cuando llegó, Alec estaba sentado cerca del hogar, con la espalda apoyada en la pared y la vara en la mano. Miraba el fuego. Kritubis, por su parte, doblada de espaldas, rebuscaba entre un montón de enseres y ropas apiladas a un lado.

- ¡Aquí está! – exclamó de pronto –. Acércate, Palantea. ¿Es ésta la túnica que le prestaste a Rea Silvia cuando se disfrazó de pastora? – dijo, mostrando al mismo tiempo a la joven una túnica vieja y desgastada, de color pardo. La pastora la reconoció enseguida: hacía poco que la había sustituido, porque se le había quedado estrecha.

Kritubis la apartó de su vista, la lió formando una bola y se retiró a un rincón, pidiendo no ser molestada porque iba a realizar un ritual.
“Diosa Diviana, arcana, poderosa, salvaje y doméstica, a ti te invoco y te convoco. He aquí a Alec: nada recuerda, ni de lo malo ni de lo bueno que haya hecho hasta ahora y así, pese a su edad, se ha convertido en un ser sin malicia, un inocente de los que tú eres patrona. Escucha mi súplica, Diviana: si este hombre supo, antes de ser herido, dónde ocultaban a tu protegida Rea Silvia, haz, con tu poder divino, que lo recuerde.”

Seis veces repitió la petición, haciendo libaciones, promesas y gestos rituales para propiciarse el favor de la diosa. Finalmente, tomó en sus manos la túnica enrollada como una bola, la salpicó con agua lustral y, acercándose al convaleciente Alec, recitó una fórmula mágica:

“Tocaste la piel de Rea Silvia, lana burda, y desde entonces le perteneces a ella y ella te pertenece a ti pues, cubierta contigo, salvó la vida. ¡Por orden de Diviana, ve con ella! ¡Lana burda, llévanos hasta Rea Silvia!”

Mientras pronunciaba estas últimas palabras, lanzó la bola al regazo de Alec. Éste se sobresaltó y pareció despertar de un sueño, pues sus ojos adquirieron el brillo de la comprensión y su mano empezó a mover la vara. Daba golpes varias veces sobre el mismo punto, empujaba la vara en línea recta hacia adelante y la torcía luego a la derecha. Y volvía a empezar.
- ¿Es ese el sitio donde te hirieron Alec? – preguntó Kritubis viendo la insistencia de los golpes. El anciano mantuvo la vara fija en ese punto.

- Eso fue en el bosque de Silana, pero lo hemos registrado sin encontrar a Rea…– intervino la pastorcilla.

Alec comenzó a golpear de nuevo, y a empujar la punta de la vara como había hecho antes, sin apartarse de la línea que había quedado marcada en el suelo la primera vez.

- ¿Hay que llegar hasta el fondo del bosque? – le preguntó la sacerdotisa– ¿Y torcer luego a la derecha? ¿Es eso lo que quieres decirnos?

Alec repitió tres o cuatro veces más el mismo recorrido antes de retornar a la inmovilidad.

- ¿Has visto alguna vez ese camino a la derecha? – preguntó Kritubis a la pastorcilla.
- Nunca. Debe estar escondido. El bosque termina en un talud muy empinado y los alrededores tienen tantos matorrales que es difícil pasar.

- Mañana iremos allí – dijo Kritubis con cierta perentoriedad en el tono –. Algo me dice que el parto de Rea Silvia está maduro.

- Entonces, voy ahora mismo a Alba Longa a avisar a Amnesis y a las vestales – dijo Palantea mientras cogía a toda prisa el manto que había puesto a secar cerca del fuego y aún estaba húmedo –. Énule debe regresar enseguida del Aventino. Ella es la única que puede asistir a Rea en ese trance.


Bajo una lluvia torrencial, casi a tientas porque la oscuridad avanzaba con la tarde, Palantea y Amnesis llegaron a la casa de las vestales. Las criadas las obligaron a quitarse enseguida la ropa empapada y ponerse otra seca mientras avisaban a la Vestal Máxima Camilia y a la vestal Adriana. Esperaron nerviosas y de pie junto al hogar, donde ardía un fuego reconfortante.

- Es preciso mandar a alguien a buscar a Énule, desde luego – convino Camilia al saber que casi estaban a punto de dar con el paradero de Rea –, pero ¿a quién enviamos? No parece que vaya a mejorar el tiempo y ese recado no puede confiarse a cualquiera…

- Puede ir nuestro carretero ¿no? – preguntó Adriana.
- Sí, pero no podemos ocultar esto a Númitor ni Aurelia. Y el carretero no es el más indicado para darles esa información.

- ¿Puedo proponerte a alguien? – dijo Palantea. Y ante un gesto afirmativo de la Vestal Máxima, continuó –: Urbano Lacio iría de buen grado. Conoce lo ocurrido y es de toda confianza. Nadie lo echaría en falta, porque no se ocupa de nada en concreto y siempre anda curioseando por ahí.

- Me parece una idea acertada – respondió Camilia. Y girándose hacia Adriana, ordenó –: Que vaya ahora mismo nuestro criado a buscarlo a su casa y lo haga venir. Quiero darle personalmente las instrucciones. En cuanto a vosotras, os quedaréis a dormir aquí esta noche: no voy a arriesgarme a que enferméis con esta lluvia.



Entretanto, la reina Criseida escuchaba caer el agua sobre el tejado de paja de la cabaña real y pensaba. También ella había hecho sus cuentas: los 274 días que duraba la gestación humana no se cumplirían para Rea Silvia hasta nueve días más tarde. Eso lo sabía también su marido, quien se negaba a enviar una partera hasta que la fecha del alumbramiento estuviera más próxima. Un inconveniente para su plan, pues era necesario que la mujer llegara con tiempo suficiente para impedir el parto, y eso sólo podía garantizarse si estaba con Rea desde unos días antes.
La suya había sido una buena idea. Y había surgido de manera casual, mientras observaba a un criado levantar una gran barrica llena de vino con la misma facilidad con que un niño se carga al hombro un haz de paja. La fuerza descomunal de ese hombre le hizo pensar en Hércules. Y en lo fuerte que era ya desde la cuna, donde fue capaz de matar a dos serpientes que lo atacaban. Y de ahí a recordar los avatares de su nacimiento, solo había un paso.

La diosa Hera estaba muy enfadada por la infidelidad de su marido, el dios Zeus, y se propuso impedir a su última amante, la mortal Alcmene, que alumbrara al fruto de su traición. Mandó, pues, a una criada suya a casa de la parturienta, con órdenes de quedarse sentada a la puerta con los brazos y las piernas cruzadas. Eso contravenía la norma más elemental en los nacimientos: no podía haber ningún nudo en la casa, porque mientras lo hubiera, la criatura no se desanudaría del vientre de su madre y le sería imposible nacer. El truco de mantener anudadas las extremidades de su criada, le dio a Hera buenos resultados, porque pasaban las horas y Alcmene no lograba parir.
Fue una anciana que asistía al parto la que, comprendiendo la situación, descubrió por qué motivo no nacía la criatura. Y, para resolverlo, aplicó su propia sabiduría: salió a la puerta de la casa anunciando, a grandes voces, que su señora había parido un niño hermosísimo y muy saludable. Esto hizo que la criada de Hera se levantara, deshaciendo involuntariamente los nudos de su cuerpo. En ese momento Alcmene parió.

No iba a repetir la estratagema exactamente así, pero era un buen punto de partida. La partera debería llevar en secreto algo atado. Surtiría efecto, eso seguro. Sobre todo porque a Rea Silvia no la acompañaría ninguna vieja sabia, sino su cómplice y criada de siempre. ¡Y qué sabría ella!

*Las fotografías de esculturas son mías. La foto de Miss Lizzie Crabb en su papel de diosa Diviana es de Alyx Faderland. El resto de imágenes están tomadas de internet.

NOTA: Os dejo un enlace para que comprobéis lo equivocada que está la reina Criseida respecto a los conocimientos de nuestra querida
Tuccia

miércoles, enero 25, 2012

EL ARTE Y LA RAZÓN


“Aquí [en Roma], en escultura, está la Utopía que imaginaron los antiguos. El propio Vaticano es el índice del mundo antiguo, igual que la Oficina de Patentes de Washington lo es del mundo moderno. Pero ¿cómo comparar el uno con el otro cuando son tan distintos y tan distantes en el tiempo? ¿Qué comparación puede hacerse entre una locomotora y el Apolo? ¿Es un objeto tan majestuoso como el Laocoonte? Quizá hoy en día la norma sea infravalorar el arte. El mundo ha tomado gusto a lo práctico y nos jactamos de nuestros progresos, de nuestra energía, de nuestros avances científicos, a pesar de que la ciencia está por debajo del arte como el instinto está por debajo de la razón. Todos nuestros triunfos modernos ¿pueden compararse a los de los héroes y divinidades que están aquí, silenciosos, encarnación de la grandeza y de la belleza?”


Texto de Herman Melville, procedente de una conferencia pronunciada hacia 1860 en EEUU.


Extraído del libro “Guía literaria de Roma”, Edición de Iria Rebolo.



*Foto tomada de internet.

lunes, enero 23, 2012

REA SILVIA SE PREPARA


(XXI)
La Vestal Máxima Camilia ha revelado a la noble Anto, que su padre, el rey Amulio, odia tanto a su hermano Númitor y a su sobrina Rea Silvia, que no cejará hasta acabar con ellos. Por otra parte, las amigas de Rea siguen buscándola sin éxito. Amnesis ha confeccionado una canasta de esparto como cuna para sus futuros hijos.
- ¡Eh! – gritó una voz áspera, que resonó en la hondonada del bosque de Silana con un eco siniestro.

Tuccia abrió la puerta de la cabaña y salió al exterior. Hacía frío y
humedad, aunque el sol ya estaba alto. Se envolvió en su manto de lana oscura antes de dirigir sus pasos a la única vía de acceso a aquella prisión de rocas. Cuando llegó al punto donde empezaban la espesura y el camino en pendiente, el hombre ya se había ido. En el suelo había dejado un cubo de agua lleno hasta el borde y un saco con provisiones. Cogió primero el cubo y lo transportó a la cabaña. Adosada a la pared, había una gran tinaja cuya boca estaba protegida por una tapa de madera. La levantó y vertió el agua dentro. Antes de cubrirla de nuevo, observó el nivel del líquido con satisfacción. Volvió al camino a recoger el saco, lo acarreó con una mano y lo metió en la cabaña.

- Apenas he dormido esta noche – dijo Rea Silvia con voz somnolienta, incorporándose sobre la piel de oveja tendida en un rincón –. ¡No han dejado de moverse!

- ¡Ni tú tampoco! – respondió Tuccia riéndose. La cabaña era muy pequeña y estaba pobremente equipada, así que de noche se tendían la una junto a la otra para darse abrigo mutuo –. Descansa un poco más, hace frío y no te conviene salir hasta el mediodía. Ahora te llevo un caldo.

- No, no, prefiero levantarme. Ayúdame, por favor.
Antes de hacerlo, Tuccia añadió al hogar un par de trozos de madera para avivar el fuego. El caldero que colgaba del techo humeaba y difundía por toda la estancia un olor a verduras.

Rea Silvia se había puesto en pie y se quitaba la túnica de dormir. A pesar de la oscuridad rojiza, cualquiera hubiera podido contarle los huesos de la espalda. Las piernas y los brazos, aunque firmes, no abundaban en carnes y resaltaban aún más la soberbia redondez del vientre, cuya piel, tensa y brillante, exhalaba vitalidad, juventud y un aroma dulcísimo. Tuccia pensó que, pese a la delgadez provocada por la penalidad de su aislamiento, era hermoso el cuerpo de Rea Silvia. Había en él una secreta armonía, una plenitud que no podía expresarse con palabras y, en cambio, asomaba continuamente a los ojos de la vestal.

- ¿Te acuerdas cuando dieron la primera patada?

- ¡Y de cómo lloré cuando, al cabo de unos días, empezaron los movimientos por todas partes a la vez y comprendimos que estaba gestando a dos criaturas! – respondió Rea, girando un poco la cabeza para que la oyera mejor su amiga.
Tuccia había colocado una ancha cinta en la parte inferior del vientre de Rea Silvia pidiéndole que la sujetara con las dos manos. Pasó cada uno de los extremos por encima de los hombros de Rea y los cruzó por la espalda para volver de nuevo a rodear el vientre un poco más arriba. Así la fue fajando. Era preciso a las embarazadas repartir el peso lo mejor posible a fin de hacer menos dificultosa la última etapa de su gravidez. Y también para que los fetos gozaran de la protección de aquellas bandas. Eran las mismas que Kritubis había expuesto durante tres noches seguidas a los rayos de Luna y sobre las que había pronunciado un conjuro mágico para que Luna, Vesta y Diviana protegieran a Rea Silvia y a los hijos de Marte.

- Hagamos la ofrenda matutina a Vesta – dijo Rea, una vez vestida.

Horadado en la pared, al lado de la puerta, había un huequecillo en cuyo centro brillaba una brasa diminuta. Pronunciando palabras rituales, Rea Silvia depositó junto a ella un pellizquito de harina
y tres o cuatro granos de sal e imploró la protección de la diosa del hogar, a quien ella misma estaba consagrada. Desde que habían sido recluidas allí, ni una sola vez se había extinguido el calor del ascua en el altar de Vesta.

Tomaron luego una taza de sopa del caldero y examinaron juntas el contenido del saco de las provisiones. Habas y guisantes secos, queso, algunas nueces, grano de espelta, coles y bastantes nabos. También había lana de oveja como habían pedido y una aguja de hueso. Esto último les produjo una gran alegría, pues la venían solicitando desde el principio, sin éxito, y las agujas que ellas mismas se fabricaban con astillas de madera les duraban muy poco.

- Mañana mismo empezaremos a preparar las tiras de tela para envolver a mis hijos – dijo Rea Silvia, sorprendiendo a Tuccia.
- ¿No dijimos que las haríamos con las bandas que tú misma llevas ahora, las que te hizo Kritubis? Es pronto aún para que te las quites. Te faltan por lo menos diez días…

- Me noto rara. No sé explicarte cómo ni en qué consiste esa extrañeza, pero quiero prepararme ya. ¿Tenemos bastante agua?

- Creo que sí. Hemos recogido mucha de las últimas lluvias y llevamos tiempo ahorrando de la que nos traen. Hay suficiente – respondió Tuccia.

La doncella calló y contempló a Rea Silvia: sentada junto al hogar, sonriendo y sujetando en alto la aguja de hueso, no parecía una condenada a muerte. Ni una madre a cuyos hijos no les sería permitido vivir. Se sintió hondamente conmovida y, más que en ningún otro momento hasta entonces, percibió la grandeza y fortaleza de espíritu de la vestal.



Pocos días después de haber sido recluidas en la hondonada, entre ellas se estableció un acuerdo para resistir. Ambas habían pasado mucho miedo la noche en que las hicieron salir de la cabaña real y Prátex y el borrachín Catión las habían llevado al bosque. No sabían entonces cuál sería su destino, si serían vejadas, o las matarían de inmediato, o las abandonarían a su suerte. Habían sido horas terribles. Sin embargo, cuando las condujeron a la cabaña y les dijeron que permanecerían allí hasta que Rea alumbrara su criatura, sintieron tan gran alivio que todo pareció volver a la normalidad.
Pero no había normalidad posible. La palabra “muerte” había sido pronunciada en forma de veredicto, tanto para Rea Silvia como para el fruto de su vientre. ¿No pesaría esa sentencia como una losa durante todos y cada uno de los días que le restaban de vida a la vestal? Cuando pasó el efecto de aquel alivio momentáneo, ambas padecieron con cruel intensidad las consecuencias del abandono al que estaban sometidas: la pobreza extrema, la incomunicación con los suyos, la inseguridad, el miedo al ruido y al silencio, la escasez de agua y comida, la incertidumbre ante un embarazo y un parto con respecto a los cuales ambas carecían de experiencia, la muerte sobre sus cabezas, un sufrimiento atroz. Aquellos altos parapetos de roca que rodeaban la hondonada les parecían, también, una amenaza, como si de sus bordes pudiera lloverles algún mal.

Una tarde, tras haber recorrido varias veces el escaso espacio por el que se podían mover, es decir, el claro del bosque y un pequeño cinturón arbolado a su alrededor, se sentaron a la sombra de unas encinas. Desde allí, la vista de la diminuta y solitaria cabaña en medio de aquel paraje majestuoso y agreste hacía más patente su desamparo y soledad.
- Tengo mucho miedo, Rea – rompió a llorar Tuccia, incapaz de contenerse por más tiempo. La vestal la abrazó con fuerza y lloraron juntas. Al cabo de un rato, por encima de los sollozos, oyeron un zumbido. Era leve, pero persistente. Y al poco se intensificó. Deshicieron el abrazo y se secaron las lágrimas. Miraron a su alrededor.

La encina frente a la cual se hallaban era muy vieja, con ramas abundantes y un tronco leñoso en cuyo centro los años habían horadado un hueco. Unas cuantas abejas revoloteaban allí, ante la boca oscura. Las observaron con curiosidad: una agitaba las alas sin separarse del árbol, otras iban y venían continuamente. Poco después, un fuerte rumor anunció la llegada de una nube negra que se movía con prodigiosa rapidez: era una abeja reina seguida por un enorme enjambre que, sin detenerse ni dudar, se metió en el hueco de la encina para formar una nueva colmena.

- Es una señal del favor de Silana – dijo enseguida Rea Silvia –. Es ella quien nos las envía para que nos proporcionen su dulce alimento.

Corrieron a la casa y trajeron un poco de romero y una tacita de agua para ofrecerlos a la ninfa al pie de la encina. Y las lágrimas que vertieron entonces fueron de agradecimiento.
- Mi padre ama a las abejas – le contó Rea más tarde –. Le gusta recordar que todo el enjambre sirve a la reina y que, a su vez, la reina sirve a todos sus súbditos. Es un ejemplo para mí. Si Marte me ha escogido para crear una nueva estirpe, yo me debo a ella. Lo había olvidado durante estos últimos días.

- No sé si comprendo lo que dices.

- Que tengo que ser fuerte, que no debo rendirme ni en las condiciones más adversas, que no permitiré que el miedo se asiente en mi corazón y haga medrosos o cobardes a mis hijos. Marte no abandonará a su prole y yo demostraré que soy digna de ser su madre. ¡Ea, amiga mía, volvamos al contento y la actividad de nuestro primer día aquí! ¿Recuerdas lo que me dijo la adivina Celia cuando le consulté sobre su profecía y mi embarazo? Que el hado siempre se cumple, pero no sabemos de antemano cómo va a suceder. Luchemos, pues, para que vivan. Actuemos con el convencimiento de que mis hijos se salvarán. Y si ellos se salvan, ¿qué puede importar lo que nos ocurra a ti y a mí?


Tuccia, que se había perdido en esos recuerdos, volvió al presente con brusquedad al escuchar la voz de Rea:

- ¡Eh, amiga! ¿En qué estabas pensando? Vamos a salir a recoger ramas de madroño – le decía, mientras dejaba a un lado la aguja y la lana recién recibidas y se ponía en pie.

- ¿Madroños? ¡No puedes comer su fruto, no te sienta bien!

- No es para comer, sino para prevenirme. Ven, y luego te contaré los motivos. Tienen que ver con mi abuelo paterno, el rey Procas. Yo no lo conocí, pero mi madre me contó muchas veces lo que le sucedió al poco de nacer.

*Las fotos de las esculturas y la taza son mías. El resto, están sacadas de internet.

NOTA: Os dejo al enlace a una reseña que ha escrito sobre mi novela “Dido reina de Cartago” nuestro amigo Cayetano en su blog La tinaja de Diógenes.

domingo, enero 22, 2012

EL VATICANO





Así que en la antigüedad, en el Vaticano residía un dios capaz de hacer importantes vaticinios… Y he aquí que actuaba, también, con los recién nacidos.

Apenas salían del vientre de su madre “ (…) llegaba Vaticanus [para ayudarle] a dar el primer vagido. Acción, ésta, muy importante: el vagido anunciaba vigor, vitalidad, revelaba el temple, prometía una vida de relaciones y palabras. Este dios, hay que decir, enviaba vaticinios de gran poder cerca de Roma, en una zona más allá del Tíber, que de él tomó el nombre: “el campo Vaticano”. Parece que el primer vagido de un ser humano estaba vinculado con la esfera de la profecía. No sorprende. Los romanos tenían en gran consideración las voces imprevistas, inesperadas, fuera de lo ordinario, sobre todo si eran emitidas por quienes no tenían consciencia. Era, pues, a través de los niños que los dioses preferían enviar sus propios mensajes. El primer vagido es una voz nueva, jamás oída con anterioridad, emitida en un momento realmente importante: es probable que fuera escuchada como una adivinación.”

Licia Ferro y María Monteleone.- "Miti romani. Il racconto"

Traducción de Isabel Barceló Chico.


¿Llegarán a emitir su primer vagido los gemelos hijos de Rea Silvia y del dios Marte? ¡Esperemos que sí y que ocurra pronto!

viernes, enero 20, 2012

MALAS PERSPECTIVAS



(XX)

Se acercaba el momento del parto de Rea Silvia y nadie sabía dónde la había ocultado el rey Amulio. Además, el rey, enojado con su hija Anto por su insistencia en implorar a favor de Rea Silvia, la había expulsado de su presencia prohibiéndole volver.





La noble Anto abandonó la cabaña real con un nudo en la garganta y una gran turbación. Había creído que el transcurso del tiempo y su persistencia en solicitar el perdón para su prima obrarían a favor suyo; que se suavizarían el disgusto y rechazo de su padre por Rea Silvia. A todos ha ocurrido alguna vez el enojarse mucho y luego, conforme pasan los días, perder valor la ofensa y diluirse el enfado. Contaba, también, con ablandar a su padre al demostrarle cada día cuánto quería a Rea; conseguir que la perdonara aunque sólo fuera por ahorrarle a ella misma un sufrimiento. Había sido una hija devota y obediente, dócil a los deseos de sus progenitores; creía merecer su benevolencia y no el brutal rechazo que acababa de exteriorizar su padre.
Caminaba mirando al suelo para ocultar su humillación y sus lágrimas, pues ya los labradores más mañaneros se dirigían al mercado. No iría a casa todavía, prefería serenarse antes de hablar con su marido, ordenar las ideas si quería explicarle bien lo que había pasado y estudiar juntos qué convenía hacer. Pensó en confiarse a sus amigas más próximas para aliviar su tristeza y confusión. Se dirigió, pues, a la casa de las vestales y pidió hablar con la Vestal Máxima Camilia y la vestal Adriana.

- ¿Qué ha ocurrido, noble Anto? – preguntó Camilia apenas la joven entró en su cuarto con el rostro sumido en la aflicción. Anto se arrojó a sus brazos y lloró desconsoladamente. Luego, cuando Adriana se unió a ellas, relató a ambas cómo su padre la había expulsado de la cabaña real y le había prohibido volver.

- No tengo ya esperanzas de conmoverlo – gimió desconsolada al terminar –. No creo que perdone la vida a Rea Silvia ni a sus hijos.

- Era un empeño imposible, Anto – dijo la Vestal Máxima con tono de pesadumbre –. Estaba condenado al fracaso.

- ¿Cómo puedes decir tal cosa? ¿Por qué no habría de escucharme mi padre? No he sabido defender a mi prima, es culpa mía.
- No, no es así, querida Anto. No te culpes – se apresuró a aclarar Camilia –. Desde el instante en que se descubrió su preñez, el rey Amulio tenía determinado condenar a Rea Silvia. Yo estuve presente en el juicio: no aceptó ningún argumento, ni siquiera aquellos de carácter religioso. Los consejeros estaban a favor de esperar, de no condenarla hasta comprobar si, como aseguraba Rea Silvia que le había anunciado Marte, estaba gestando hijos gemelos, señal inequívoca de favor divino. Pero el rey no cedió y todos los presentes comprendieron que quería la muerte de Rea.

- No alcanzo a entenderlo, Camilia – logró decir Anto entre un torrente de lágrimas –. Y lo que cuentas me parece imposible…

- No era una actitud nueva – replicó la Vestal Máxima –: cuando hizo asesinar a tu primo y destronó a tu tío Númitor, ya trató de condenar a Rea Silvia. Que no lo consiguiera entonces fue, sin duda, voluntad de los dioses.

- Yo no sabía nada de esto…
- Cuando ocurrieron todas esas desdichas tú estabas en Lavinio y allí no te llegaban las noticias nefandas. Eras, además, muy joven. Sé que a tu regreso Rea Silvia y tú hablasteis. Tu prima no quiso darte muchos detalles para no hacerte daño, y zanjasteis la cuestión prometiéndoos que no influiría en vuestro mutuo afecto nada de lo que hubiera sucedido en el pasado o pudiera ocurrir en el futuro entre vuestros progenitores – añadió Camilia –. En eso demostrasteis amaros de verdad y ser generosas. Pero Anto, ya no eres una niña…

- ¿Qué insinúas?

- Que no puedes ignorar por más tiempo la verdad – respondió. Siguió una larga pausa en la que sólo se oían los sollozos de la muchacha. Luego Camilia le cogió una mano entre las suyas y esperó a que la joven se calmase un poco.

- Hay una cuestión que es preciso responder – dijo la Vestal Máxima, como hablando para sí misma –: ¿Por qué Amulio no mató a su hermano Númitor?

La vestal Adriana y la propia Anto la miraron sorprendidas.
– Habría sido fácil hacerlo – continuó Camilia –. Le habría bastado simular un ataque de malhechores en un camino apartado, o fingir un accidente de caza, o asfixiarlo durante el descanso nocturno. No le faltaban secuaces capaces de cometer un magnicidio. Los albanos lo habrían reconocido como su soberano, porque siendo hijo del difunto rey Procas y hermano de Númitor tenía toda la legitimidad para ocupar el trono. ¿Qué le habría impedido a Amulio asesinar secretamente a su hermano, si su única ambición hubiera sido convertirse en rey?

El aire del cuarto se cargó de tensión. El rostro de Anto reflejaba un intenso sufrimiento, una duda mortal; la vestal Adriana contenía el aliento. También ella estaba desconcertada por las palabras de Camilia, pues nunca había pensado en esas cosas. Camilia retomó la palabra:

- Esa pregunta me ha atormentado durante mucho tiempo – confesó –. En los últimos meses, aún a mi pesar, una respuesta ha tomado forma en mi mente. A Amulio no le bastaba ser rey usurpando el trono a su hermano: eso no satisfacía su odio. Era tanta la envidia y el aborrecimiento que sentía por Númitor desde la infancia, que no cejaría hasta destrozarlo, hasta hacerlo perecer de pena y desesperación. Va camino de conseguirlo. Ya le ha quitado a su único hijo,
lo ha derrocado, lo ha expulsado de Alba Longa condenándolo al olvido y a la soledad. Y ahora es el turno de arrebatarle a Rea Silvia con sufrimiento y con deshonor.

- ¡Cállate, te lo suplico!

- La detesta tanto o más que a su padre, sólo por el hecho de ser hija suya – continuó implacable Camilia –. Y este embarazo querido por los dioses ha sido una excusa perfecta para hacer daño a ambos: a Rea, asesinándole a los hijos y matándola a ella misma. A Númitor porque ¿existirá en el mundo un dolor más grande que ver ejecutar a latigazos a tu propia hija?

Anto se había cubierto la cara con las manos y sus sollozos sacudían todo su cuerpo. Adriana le pasó un brazo por los hombros, tratando de calmarla, aun cuando a ella misma era un puro temblor. Lo que acababa de mostrarles Camilia era monstruoso. Y lo que era más terrible aún: siendo objeto de un odio semejante, no habría salvación para Rea Silvia.



- Saludo a los dioses protectores de este hogar. ¿Hay novedades? – preguntó la artesana Valeria metiendo la cabeza en el interior de la cabaña de Amnesis. Ésta, que revolvía el contenido de un caldero hirviente con el caldo para el desayuno, le pidió que entrara. Valeria y su ayudante Aiara cruzaron el umbral llevando consigo un hato de tela burda, donde llevaban sus adornos y amuletos para venderlos en el mercado. Lo dejaron al lado de la puerta, se sentaron junto al hogar y acercaron las manos heladas al calor de la lumbre.

- Anoche hablé con Palantea y no había nuevas noticias – respondió Amnesis –. Ya no sabemos dónde buscar. Y vosotras, ¿habéis oído algo?

Valeria negó con la cabeza mientras cogía con ambas manos el cuenco de caldo que le ofrecía su anfitriona. Los albanos no habían echado de menos a Rea Silvia hasta bastante tiempo después de su desaparición. En la boda de su prima Anto la habían visto muy desmejorada y mucha gente supuso que sus padres se la habrían llevado consigo al Aventino. A veces salía a colación su nombre y los contertulios se preguntaban si la joven vestal se habría recuperado o continuaría enferma. Más allá de esas menciones ocasionales, todo era silencio.
- ¿Creéis que volveremos a ver a Rea Silvia y a Tuccia? – dijo inesperadamente Aiara.

- No lo sé – respondió Amnesis. Y durante un rato sólo se oyó el crepitar del fuego.

- He terminado ya el canasto para los gemelos. ¿Queréis ver cómo ha quedado?

Sin esperar contestación, la joven se levantó, fue hasta el fondo de la cabaña y regresó sujetando un cesto con las dos manos. La oscuridad del interior hacía difícil apreciarlo, así que las tres se acercaron a la puerta para verla a la luz del día, no muy intensa aún, pero más clara que la del fuego.

- Es realmente hermoso – dijo Valeria – y muy singular. No había visto ninguno como éste.

- No se hacen por aquí – confirmó Amnesis, orgullosa –. Mira, el borde es de caña, por eso resulta tan grueso y sólido. El esparto lo he trenzado usando como guías juncos finos. Tocad, tocad. ¿Veis cómo el fondo y los laterales son blandos y flexibles? ¡Ninguna criatura estaría incómoda aquí! Sólo me falta forrar todo el interior con una piel de cordero bien curtida. El cuero hacia adentro, así sus cuerpecitos quedarán aislados de la humedad.

- ¿Y el color del esparto? ¿Cómo lo has obtenido? – preguntó Valeria, a cuya mirada experta no escapaba ningún detalle. Amnesis había teñido la fibra vegetal consiguiendo varios colores: rojizo, azul, blanco, negro y los había combinado formando un dibujo de rayas horizontales.


- Soy buena conocedora de los pigmentos. Aprendí a hacerlos y a aplicarlos en las paredes cuando vivíamos en Tarquinia, allí hay costumbre de decorar con pinturas el interior de los sepulcros.

Sin poder evitarlo, las tres muchachas evocaron el día en que Amnesis había coloreado de un tono amarillento la piel de Rea Silvia para simular una enfermedad. Esta silenciosa alusión a su amiga, para cuyos hijos estaba destinado el cesto, arrojó una sombra de tristeza y de inquietud sobre ellas. Valeria y Aiara se apresuraron a despedirse prometiendo que regresarían al terminar su jornada en el mercado. Y, aún sin hablar entre ellas, ambas pensaron lo mismo: ¿no sería de mal augurio usar para el cesto de los recién nacidos unos colores que acompañaban a los muertos?

jueves, enero 19, 2012

INSOMNIO Y MUCHEDUMBRE.



“En Roma muchos enfermos mueren de insomnio, aunque originó la enfermedad una comida indigesta (…) ¿En qué departamento alquilado se puede conciliar el sueño? En Roma dormir cuesta un ojo de la cara. Y ahí empiezan las dolencias. El ruidos de los carruajes que pasan por los estrechos recodos de las calles y el escándalo de las bestias de tiro paradas le quitarían el sueño a Druso y a los terneros marinos. Un rico, si un quehacer le llama, pasará sin tardanza por encima de esta marea acomodado en una gran litera luburnia; dentro, durante el camino, leerá, escribirá o descabezará un sueño, pues estas literas, si cierras la ventana, invitan a sestear. Y llegará antes, pues a mí, con la prisa que llevo, me cierra el paso una avalancha por delante, y el gentío que me sigue por detrás formando una cola interminable me oprime los riñones. Uno me larga un codazo, otro me da con una ruda angarilla, éste me sacude la cabeza con una percha (…)”

JUVENAL.- Sátiras III

Traducción de Manuel Balasch



*Detalle de pintura mural en un friso de los Museos Capitolinos de Roma. Representa un triunfo (desfile triunfal de las tropas tras ganar una guerra).

NOTA: Queridos amigos, mañana viernes colgaré el siguiente capítulo de la fundación de Roma. Me ha sido imposible hoy, con eso de abuelear...

martes, enero 17, 2012

SIN NOTICIAS DE REA



(XIX)
Palantea había sido salvada de caer al abismo por Acca Larentia. Mientras ésta le muestra a la perra Bona y su cachorro Seius, la diosa Fauna les profetiza que en el Palatino se fundará una ciudad. Palantea entrega a Acca la fíbula de Rea Silvia. La pastorcilla y Urbano Lacio deben regresar con los criados de Númitor.

El pastor Caius, mayoral de Númitor, se levantó y agitó una mano para indicarles dónde estaban. Los criados del antiguo rey de Alba Longa se habían sentado a comer en el suelo, a la sombra de un bosquecillo de mirto que perfumaba el centro del valle de Murcia. Las mujeres repartían ya las tortas, las olivas y el queso y recibieron de buen humor a Palantea y Urbano Lacio

- Énule ha mandado un recado para vosotros – les dijo Caius, nada más alcanzaron el grupo –. Esta misma tarde regresaréis con ella a Alba Longa. Númitor os deja un carro para hacer más rápido el camino, pues ella debe volver enseguida para seguir cuidándose de Aurelia.

La pastorcilla experimentó alegría y pena a la vez. Era preciso auxiliar al pordiosero Alec y también tratar de averiguar algo sobre el paradero de Rea Silvia pues su amiga la necesitaría más que nunca. Sin embargo, le apenaba abandonar aquellos parajes. Le habían parecido agrestes e inhóspitos al llegar, faltos de leyes y de dioses, pero su percepción había cambiado. Ahora sabía que era el hogar de muchas y poderosas divinidades y que ella misma había quedado vinculada a aquel territorio y a su devenir. Percibía a través de su piel la potencia de la tierra, su lado más salvaje y atávico, primigenio, y la sangre le bullía de emoción e impaciencia al pensar en la fundación de una nueva ciudad. Un hecho que acaecería inexorablemente, porque así lo había pronunciado Fauna.


Comieron deprisa, sin sentarse, y se despidieron de Caius y los demás siervos que continuarían durante toda la tarde en el mercado. De regreso a la cabaña de Númitor, se detuvieron un momento al pie de los depósitos de sal y se giraron para mirar por última vez el Tíber, el Palatino y la cabaña familiar de Urco. Se estremeció Palantea al comprobar la altura de la cumbre, al recordar por un instante el abismo abierto a sus pies. Y aún se conmovió más pensando en la generosidad de Acca Larentia, su naturaleza maternal y el afecto y la fuerza que exhalaba toda ella.

Énule ya los esperaba con los preparativos hechos: un hato con las ropas, su bolsa de hierbas y remedios, y ramas de laurel para uso de las vestales en los ritos de purificación. Sin perder tiempo se pusieron en camino. A lo lejos se perfilaban, azules, los montes Albanos. Iban, traqueteando, hacia la paz y sacralidad de Alba Longa, sus cerros empinados, sus enigmáticas selvas de encinas, arces y tilos, zarzas y robles centenarios, el límpido lago en cuya superficie se miraban los dioses. Y sin embargo, pensó la pastorcilla, en aquel lugar idílico y sacrosanto iban a ser asesinados una vestal y sus hijos.


Después de curar la cabeza malherida del pordiosero Alec, aplicarle varios emplastos y dejar a Kritubis las instrucciones necesarias para continuar el tratamiento, Énule hubo de regresar al Aventino al día siguiente. Abandonó Alba Longa con el ánimo tranquilo: hacía sólo cinco días que el embarazo de Rea Silvia había sido descubierto y que su tío la había conducido a un lugar oculto hasta que diera a luz. Estaban a mitad del verano y Rea no pariría hasta el comienzo del invierno. Tenían tiempo de encontrarla y prestarle todo el auxilio posible. Partió, pues, recomendando a su hermana Amnesis y a todas las demás amigas de Rea Silvia que la buscasen en los alrededores de Alba Longa, porque el rey Amulio no la habría llevado muy lejos.

Fue por esa época, según se deduce de su crónica oral, cuando Urbano Lacio constató que una numerosa colonia de abubillas había anidado en el bosque sagrado de Silana. Le había llamado la atención porque hasta entonces no se había detectado la presencia de esas aves allí y, por otra parte, los nidos aún estaban llenos de polluelos. ¿Cuándo se había visto a los pájaros cambiar de habitación en mitad de la crianza? ¿Y por qué asentarse en una parte profunda del bosque, cuando las abubillas gustan más de la proximidad de los espacios abiertos? Era un fenómeno extraño. Nadie se lo explicaba.
Cualquiera que fuese la causa – y nos atrevemos suponer que no fue azarosa, sino provocada por los secuaces de Amulio – el efecto fue que la presencia humana se redujo en el territorio sacro a la ninfa. El olor nauseabundo de las abubillas molestaba a los leñadores y a los porqueros, a quienes recogían hierbas aromáticas, a los cazadores y a quienquiera que acudiese allí para recolectar leña o frutos silvestres. Corrió el rumor de que Silana había sufrido una decepción amorosa y, necesitando dolerse de ella en soledad, había requerido la ayuda de estas avecillas. Y así, los albanos no penetraban más allá de la senda que conducía a la gruta y a la fuente, de la que continuó extrayéndose el agua sagrada.

Pasaron los días. Cedió el calor y un fresco reconfortante se instaló en las
cumbres y en los bosques. Con frecuencia amanecía nublado, el cielo estaba más bajo y, por fin, con el otoño llegaron las primeras lluvias. Las aguas del lago Albano parecían plomo fundido. Toda la naturaleza se preparaba para el descanso invernal. De Rea Silvia y de Tuccia no se sabía nada.

Si sus amigas habían confiado en que el herido Alec les hubiera dado alguna luz, alguna pista que él hubiera descubierto antes de resultar herido, sus esperanzas habían sido defraudadas. Pese a los cuidados de Kritubis el anciano se recuperaba con mucha lentitud. Cuando pudo levantarse, la mayor parte del tiempo permanecía sentado en la puerta de la cabaña sin hablar, con una vara en la mano y la mirada vacua apuntando hacia el suelo.
¿Cuántas mañanas y tardes pasaría Palantea recorriendo los bosques con sus cerdos, sin dejar de tocar la siringa, con la esperanza de que Rea Silvia la oyera y le diera alguna señal? Amnesis registró las orillas del lago y los parajes donde no podían llegar los gorrinos fingiendo buscar hierbas curativas para su hermana. La Vestal Máxima Camilia hacía discretas indagaciones al nivel más alto; Urbano Lacio logró ganarse la confianza de algunos criados del rey Amulio con la esperanza de
obtener información; la vestal Adriana, cuya madre estaba al corriente de todas las habladurías, y las artesanas Valeria y Aiara que conversaban con mucha gente en el mercado, afinaban el oído para captar una palabra, un comentario que les orientase. De poco servían las dotes de adivinación de Celia ni los saberes misteriosos de Kritubis. Todos los esfuerzos resultaban baldíos. No había rastro de la vestal ni su doncella. Como si la tierra se hubiera abierto bajo sus pies y las hubiera sepultado.

Con el hedor de las abubillas impregnando una parte del bosque de Silana, menos horas de luz diurna y la intensificación del frío a medida que el otoño se aproximaba a su fin, las posibilidades de que Rea Silvia y Tuccia fueran descubiertas y auxiliadas eran cada vez más remotas. Y apenas empezara el invierno, Rea Silvia habría de parir. Faltaban apenas unos días.


- ¡No vuelvas nunca más! ¿Me oyes? – estalló con inaudita cólera el rey Amulio al entrar en el salón principal de la cabaña y encontrar a su hija Anto postrada en el suelo y en silencio.
Desde la reclusión de Rea Silvia, todas las mañanas Anto acudía a la cabaña real a implorar a su padre por la vida de su prima. Al principio el rey se enfurecía y la despachaba de malos modos, pero pronto no le concedió ni siquiera eso: como única respuesta la joven recién casada recibía una mirada de desprecio y un silencio hostil hasta que los guardias la hacían salir del salón principal para que su padre diera inicio a sus audiencias. Esa mañana, sin embargo, el rey gritaba fuera de sí.

- Si vuelves a presentarte ante mí con la misma pretensión, hija terca y maliciosa, ¡juro por todos los dioses que correrás la misma suerte que esa sacrílega! ¡Vete o haré que mis siervos te saquen a bastonazos!
- ¿Qué ocurre? – interrumpió la reina Criseida entrando en el salón. Vio a Anto que se levantaba lentamente, con la mirada baja y más pálida que nunca y, frente a ella, el rostro congestionado de Amulio, tan encendido que parecía a punto de reventar. Criseida cogió del brazo a su hija y la acompañó hacia la puerta –. Anda, sécate esas lágrimas. Ya se le pasará. Pero en lugar de irritar a tu padre, deberías aplicarte en cumplir tu obligación de darle un heredero. ¡Cuánto mejor sería para todos, hija!
Cuando la hubo despachado, volvió al lado de su marido, quien ya se había sentado en el trono frunciendo el ceño. La reina tomó una jarra, llenó una copa de agua y se la ofreció.

- ¿Has pensado ya lo que te dije anoche? – preguntó –. No nos queda mucho tiempo, si queremos evitar que la sacrílega nos engañe otra vez.

Amulio dio un golpe con la palma de la mano sobre el brazo de su sitial.Era remota la posibilidad de que Rea Silvia pudiera parir sin que se enterasen sus vigilantes y salvar a su hijo de la muerte cambiándolo por otro recién nacido. Sin embargo, Criseida tenía razón: su sobrina era muy astuta y capaz de cualquier ardid. No podían quedarse de brazos cruzados. Le incomodaba, s
in embargo, ceder a la pretensión de Criseida de mandar a una mujer de su confianza para asistir a Rea en el parto y entregar el recién nacido a sus verdugos. No se fiaba. Por otra parte, tampoco quería arriesgarse a que, por falta de atenciones, la vestal muriese durante el alumbramiento, privándolo así del placer de matarla con sus propias manos.
- Está bien, mujer – concedió al fin –. La partera ha de ser discreta y de probada lealtad hacia nosotros. No quiero que esté con Rea mucho tiempo: basta con que la mandemos unos pocos días antes, los imprescindibles, no vaya a ocurrir que la sacrílega la ablande y en vez de obedecernos a nosotros, la obedezca a ella. En cuanto al lugar donde está recluida Rea Silvia, seguirá siendo secreto, incluso para ti. Cuando esa mujer deba presentarse allí, ya se encargará Prátex de llevarla.
- Unas disposiciones muy sabias, marido – respondió Criseida para asombro de Amulio, que esperaba sus habituales protestas por negarse a revelarle dónde escondía a Rea Silvia.

A Criseida ese detalle ya no le importaba. La reina no había olvidado la profecía de Celia, según la cual los nietos de Númitor tomarían venganza del daño que Amulio y ella le habían causado. Y no pensaba dejar nada al albur. Así que había concebido un plan muy eficaz y simple para impedir que se cumpliera el hado: sencillamente, el hijo de Rea Silvia no llegaría a nacer.

*Las fotografías de pinturas están tomadas de internet. Las restantes, son mías.