jueves, febrero 28, 2013

EL SEPTIMONTIUM



 
 

¡Oh padre Jano y tú padre Quirino, a vosotros apelo, pues os halláis entre las divinidades más antiguas veneradas en el solar de Roma! ¿Es cierto, como dicen los más doctos estudiosos de los orígenes de esta ciudad, que antes de ser fundada ya sus habitantes se llamaban quírites por ti, Quirino?  ¿Qué se habían unido, pese a la dispersión de sus moradas por montes y collados, para defender juntos sus intereses comunes? Así debió ser, si no lo contradice el dios cuyo doble rostro preside el tiempo futuro y el pretérito. Guardas silencio, padre Jano. Será entonces verdad que a esa unión de colinas la llamaron Septimontium y de ellas se excluía tanto el majestuoso Capitolio como el rústico Aventino.

Sabed pues, romanos, cuando pasáis ante el templo de Vesta, o por el barrio de la Suburra o cruzáis al dulce Celio; cuando os detenéis ante el templo de Marte Vengador, subís las empinadas cuestas del Quirinal o, atraídos por vuestra devoción a los antepasados, ascendéis al Palatino para ver la cabaña donde Remo y Rómulo crecieron; sabed, os digo, que en tiempos de los abuelos de Fáustulo ya en la voluntad de los sencillos habitantes de aquellos lugares había germinado el deseo de la unión.

¿Por qué no participaban de ella esas otras dos colinas, tan importantes hoy para nosotros? A esa pregunta responderé tan cabalmente como pueda. El dios Saturno había fundado Saturnia, su propia ciudad, en la cumbre del Capitolio, y quizá sus habitantes no necesitaban de la ayuda de otros. En el Aventino, en cambio, no moraba ningún dios conocido: paraje agreste y desértico, era territorio propicio para refugios aislados de pastores y para los rudos dioses de patas de cabra que, amando las soledades, lo escabroso de los cerros y la vida salvaje, huyen de las leyes necesarias para habitar entre humanos.

Así el Palatino, en su vertiente que miraba al valle de Murcia, era una frontera, el límite externo que separaba el mundo salvaje de una forma incipiente de vida urbana. Abajo, el valle, el estanque rodeado de mirto, la explanada con el Ara Máxima de Hércules en torno a la cual se celebraba el mercado de ganado, el vado del río, los depósitos de sal, los viejos caminos que allí confluían: la antigua vía de Ostia, la vía Campana al otro lado del vado, la vía Salaria, constituían “las afueras” ordenadas de esa precaria aún civilidad, a la cual se entraba subiendo por la escalera de Caco.

Había crecido también cierto desprecio mutuo entre la escasa población del Septimontium y aquella más exigua aún del Aventino. La rivalidad entre ambas, existente desde al menos un centenar de años, se había acentuado en los tiempos de Fáustulo y Caius por el hecho de habitar en el Aventino los criados de Númitor y en el Palatino los de su hermano el rey Amulio de Alba Longa. Mas ¿de qué nos extrañamos? La historia de la humanidad es un conflicto continuo, un medirse las fuerzas de unos y otros, una tensión permanente de la cual, a veces, por voluntad de los dioses, surge la posibilidad de un orden nuevo.




- Me resulta extraño amanecer aquí – dijo Urbano Lacio –. Ver tanta extensión de tierra, valles y elevaciones, los rebaños, un cielo tan despejado y alto… Casi no lo recordaba.

- Has estado demasiados años sin visitarnos – respondió Urco –. Y, además, pasamos por aquí a la carrera ¿te acuerdas? porque querías ir al pie de las rocas del Capitolio. Te impresionaron mucho.

- No lo he olvidado. Sentí la presencia de Saturno y las de otras divinidades. También entonces había bueyes paciendo en aquellos pastos – añadió señalando con el índice un área de matorrales cercanos al riachuelo y a los farallones capitolinos.

Se hallaban de pie ante la puerta de la cabaña de Urco. Ésta se levantaba, junto con otras dos casas, en la ladera del Palatino que descendía hacia el valle del foro. Frente a sí tenían la elevación de la Velia y, al otro lado del valle, las primeras prominencias del Esquilino, el Viminal y el Quirinal, identificables en ellas las agrupaciones de cabañas por las columnas de humo que ascendían al cielo.

La amistad entre ambos varones se remontaba a dieciséis años atrás, cuando Urbano Lacio y la pastorcilla Palantea habían acudido por primera vez a las riberas del Tíber. Llevaban un recado a la cabaña de Númitor, quien había sido recientemente desposeído del trono de Alba Longa. Casi por casualidad se encontraron con Urco, trabaron conversación con él y el muchacho, quien contaba por entonces nueve años, les mostró aquellos parajes. Con posterioridad se habían visto muchas veces en Alba Longa pues, siempre que era llamado por el rey Amulio,  el mayoral Fáustulo se hacía acompañar por su hijo Urco y éste, de natural curioso e inquieto, visitaba a sus viejos amigos y adquiría otros nuevos.

- Antes de ir al mercado me gustaría saludar a tu madre – dijo Urbano Lacio –. Palantea la recuerda con mucho afecto.

- Le dije que pasarías la noche aquí y está desando verte. Vayamos ya.

La senda para ascender a la cumbre del Palatino partía de la pequeña explanada donde se levantaban la cabaña de Urco y dos chozas más, habitadas por parientes de su difunta esposa, con los cuales compartía el horno para cocer cerámica ubicado a pocos pasos de su puerta  A espaldas de su casa Urco había construido un recinto para los animales y excavado un pozo. Completaba el conjunto un pequeño huerto en cuyo extremo más alejado crecían seis o siete árboles frutales.

Siguiendo el sendero alcanzaron enseguida el punto más alto de la colina y descendieron el terraplén que llevaba hacia la parte llamada Cermalo, donde tenía su cabaña Acca Larentia. Desde allí el panorama era de una sobrecogedora hermosura. A su derecha y a lo lejos el perfil del monte Janículo aparecía en sombras, separado de esta colina por un llano y por las aguas del Tíber cuyo rumor ascendía con fuerza. Al frente, las cumbres boscosas del Aventino parecían temblar al agitarse las hojas de los laureles contra la claridad del cielo. Cortado como un tajo se adivinaba, a los pies, el amplio valle de Murcia. Esta visión despertó en Urbano Lacio las muchas emociones experimentadas cuando había pisado aquel suelo por primera vez.

- ¡Bienvenido seas, hijo mío! – exclamó Acca Larentia apenas lo vio asomarse por la puerta.

Él le besó ambas manos en señal de respeto y, sentados en torno al hogar, con unas tortas de harina y un caldo caliente, charlaron. Palantea y él se habían casado y tenían un hijo y una hija; el próximo verano los conocería, pues habían planeado venir a visitar las riberas del Tíber.

- Tu esposa es una mujer poco común, la recuerdo con muchísimo afecto – dijo Acca acariciándose la fíbula de serpiente que le sujetaba la túnica sobre el hombro izquierdo –. Me ayudó en momentos difíciles.

Ante la extrañeza de Urbano, pues Palantea sólo había estado allí una vez, Acca respondió con una sonrisa:

-          Son asuntos de mujeres.

Sin embargo, aquellas palabras habían debido traer a la memoria de Acca recuerdos tristes, pues su rostro fue perdiendo alegría y se ensombreció. Urbano Lacio, cuya vocación de cronista era antigua e impregnaba todos sus actos, habituado a observar hasta en el menor detalle, se fijó en la fíbula. Era muy parecida a la de Palantea, casi igual. Mas no consideró oportuno preguntar nada. Le prometió volver a visitarla con más tiempo al regreso de su viaje a Cures, hacia donde pensaba partir enseguida con un grupo de comerciantes, para cumplir un encargo de Númitor. Se despidió así de ella y, seguido de Urco, descendió hacia el Ara Máxima de Hércules por la escalera de Caco.




SI era cierto, como afirmaban los cabreros, que el dios Fauno se burlaba de los pastores sentándose sobre sus pechos y enviándoles íncubos horribles mientras dormían, Rómulo había sido su víctima la noche pasada.

Se había visto en sueños junto al estanque, corriendo hacia el Aventino sin lograr moverse. Notaba el impulso de las piernas, oía sus propios jadeos, pero los pies estaban atrapados en el fango y con sus esfuerzos sólo conseguía hundirlos más. Un buey lo miraba con pena. De pronto, estaba al otro lado del valle, subiendo al Aventino. Un grito aterrador le hizo darse la vuelta justo a tiempo para ver abatirse sobre él un enorme pico ganchudo y unas garras espantosas. Era un águila de gran envergadura, potente y cruel. Por los ojos del ave salía Acca Larentia y le gritaba: “¡Huye de aquí! ¡Muerte, muerte!”. Varias veces se había despertado protegiéndose la cabeza con los brazos, sudoroso, falto de aire. Mas al dormirse de nuevo, la pesadilla volvía tan real como si la viviera despierto. La ultima vez, cuando el águila estaba a punto de aferrarlo con sus garras, aparecía a sus espaldas un lobato. Abría las fauces, emitía un aullido y de un salto se lanzaba contra el águila. Se enzarzaban en una lucha atroz, agudos chillidos brotaban de aquel remolino de piel, colmillos, plumas, pezuñas, garras, sangre. Rómulo se había sentado de golpe, exhausto, chorreante de sudor. No pudo dormir durante el resto de la noche.

Merecía el castigo de ese sueño angustioso por haber ofendido a Remo con su actitud y sus palabras. Era su hermano mayor, el joven más valiente, fuerte y admirado de todo el contorno. Su destreza en el lanzamiento de la lanza y su rapidez en la carrera no tenían igual. Los Fabios lo seguían con los ojos cerrados y lo mismo harían los demás pastores cuando Remo terminara su iniciación. Él no estaba a su altura. Ese sueño reflejaba su miedo y sólo podía significar lo que su hermano le había reprochado: que era un cobarde. Se sentía avergonzado y furioso contra sí mismo. No tenía ánimos para enfrentarse ese día al desprecio de Remo.

Cuando salió de su cabaña había empezado ya el movimiento en el valle pese a hallarse aún en sombras. Los mugidos de bueyes y vacas competían con el fragor del río, voces y silbidos de pastores poblaban el aire, las ovejas balaban y trotaban aquí y allá acosadas por los ladridos de los perros. Entró en la cueva de Fauno y se sentó junto al cesto donde dormía el lobato. Le acarició el hocico y la frente entre los ojos, como solía hacer con Bona.

- Tú sí serás intrépido y fiero - le dijo en voz baja.

La penumbra y el fluir manso del manantial, el carácter sacro del lugar, su propia cualidad envolvente y protectora serenaron poco a poco su ánimo. Decidió marcharse antes de ser visto por nadie, ni siquiera por su hermana Fausta. Ella le llevaría la leche al lobato y se la daría a beber aunque él no estuviese. Luego se puso en pie y salió de la cueva. Cuando se disponía a cruzar la escalera de Caco para seguir por la senda hacia el valle del Velabro, casi se tropezó con un desconocido.

Urbano Lacio vio ante sí a un muchacho hermosísimo, alto y bien proporcionado, con cabellos rubios y ojos de almendra. Le llamaron la atención sus labios bien delineados, aunque en ellos se dibujaba un leve rictus de disgusto. De su cuello colgaba una bulla de bronce. Se la quedó mirando como hechizado, no podía apartar los ojos de ella. La reconoció sin sombra de duda. ¿Cómo la llevaba ese joven? ¿Sería posible…? Urco, a sus espaldas, lo sacó de sus pensamientos.

- Éste es mi hermano Rómulo.

Pero ya el muchacho se había alejado por el sendero y Urbano Lacio no pudo ni observarlo más ni intercambiar con él unas palabras. Ese verse fugazmente y de improviso pudo parecer entonces fruto de la casualidad. Así debieron pensarlo en su momento el cronista oral Urbano Lacio y el joven Rómulo.  Mas nada de cuanto acontecía a los gemelos ocurría sin que existiera una razón, un oculto designio de los hados.



NOTA: Este ha sido el capítulo 9º de la historia de Remo y Rómulo. El plano que he puesto en primer lugar (como veis, completamente casero, se amplía pinchando en la imagen), está sacado del libro "Roma, il primo giorno" de A. Carandini. La zona que está remarcada en negro es esa agrupación llamada Septimontium. No entraré en detalles específicos, pero si alguien tiene interés en saber los nombres de cada una de las colinas y los montes que la comprendían, con mucho gusto se lo diré. La primera foto después del plano son los restos del templo de Marte Vengador; la del foro creo que está clara: los bueyes y toros (tanto el que atacó a Rómulo cuando estaba con los ladrones) como en esta vista de Urco y Urbano Lacio pastaban donde hoy se levanta el edificio de la Curia (sede del Senado).El último paisaje es una vista del valle de Murcia y la cumbre del Aventino tomada desde la cumbre del Palatino.

martes, febrero 26, 2013

EUFEMISMOS Y ACLARACIÓN NECESARIA




¡Ay, Marcela! Dices no comprender las palabras de ciertos doctos senadores y algunas damas de la aristocracia. Ahora llaman a las tortas de harina “producto manual derivado del grano” y al vino “jugo de los frutos preferidos de Baco”.

No te esfuerces, querida mía, por entenderlos. Llamen a las cosas de siempre como quieran: la plebe sabe muy bien que las tortas siguen siendo tortas y el vino, vino.

  NOTA: Ahora, ya sabéis, toca inventar una palabra o una frase para borrar el término “desahucio”. 

*La foto es mía. Una escultura en Madrid, delante de Caixaforum, del artista Miquel Barceló. Gracias a mis amigas que me lo han recordado...

lunes, febrero 25, 2013

SE ENCIENDEN LOS ÁNIMOS





Hortensio entró en la cabaña de Acca Larentia llevando en un cuenco formado por sus propias manos un buen montón de sal. La había encontrado depositada en la piedra de moler que estaba junto a la puerta y le había parecido necesario recogerla. De otro modo, los cerdos y otros animales la lamerían y la derramarían por todas partes echándola a perder. Fausta le acercó enseguida un recipiente hondo para guardarla.
- ¿Mi hermano Remo ha traído esta sal? – se extrañó Fausta ante la afirmación hecha por su prometido –. No lo creo. Es más propio de Rómulo hacer regalos.
- Pues te digo que ha sido Remo. Se ha enfrentado con sus amigos los Fabios a los guardias de los depósitos de sal. ¡El propio Bruto Fabio me lo ha contado, enseñándome muy orgulloso las huellas violáceas que los golpes de los bastones de los guardias le han dejado por todo el cuerpo! ¡Son muy valientes!
- ¿Qué clase de valentía es esa? – intervino Acca Larentia, levantándose de delante del telar sin poder disimular su agitación –. ¡Ay, ay, qué imprudentes son mis hijos! Ninguno de mis gemelos debe traspasar los límites trazados por su padre en el centro del valle de Murcia. ¿No van a aprenderlo nunca? Nos traerá desgracia.
- ¡No digas esa palabra, madre, no vayas a atraerla tú misma al pronunciarla! Además, en cuanto terminen su iniciación se unirán a los demás pastores y estarán muy ocupados lejos del valle – dijo Fausta.
- No sabéis nada, no sabéis nada – murmuró la mujer mientras con evidente nerviosismo buscaba algo en el rincón donde guardaba las hierbas y los condimentos.
Hortensio, asombrado de su reacción, la contemplaba moverse en la penumbra de espaldas a ellos. ¿Por qué se habría alterado tanto? La tenía por una persona de natural sereno, acostumbrada a toda clase de peligros desde su juventud, si era cierta su fama de haberse aventurado siempre, sola, entre los riscos y las soledades, yendo de cabaña en cabaña para ofrecerse a los pastores.
- Estate tranquila, madre Acca – dijo el joven – pues cuando nos casemos y nos vayamos a vivir a Alba Longa, Fausta y yo los haremos venir con nosotros muchas veces. Pueden aprender algún oficio y dejar el pastoreo. Así no tendrán la tentación de pisar el Aventino.
- ¡No pisarán Alba Longa mientras yo viva y pueda impedirlo! – respondió Acca revolviéndose con furia. Y en su alteración, la vasija que llevaba en las manos se le escurrió y su contenido se esparció por el suelo mezclado con los pedazos rotos – ¡Mala señal! ¡Muy mala! ¡Deidades poderosas, venid en mi ayuda! Y tú también, hija mía. He de hacerle enseguida una ofrenda a Fauna, ella sabe por qué.
Se arrodilló para recoger la cerámica destrozada y las semillas. Fausta se apresuró a obedecerla y, mientras ambas permanecían agachadas, cogió entre las suyas las manos temblorosas de su madre y la miró a los ojos. En ellos vio reflejado un miedo desconocido.
Hortensio, sin recuperarse de su asombro, se ensimismó mirando el fuego.


Por dos veces había recorrido Remo el valle de Murcia ora corriendo y formando ondas por toda su anchura, de las faldas del Palatino a las del Aventino, ora en línea recta por el centro, dando grandes zancadas con Seius saltando tras él. Finalmente, acercándose a la ladera del Palatino, había subido un breve tramo de la pendiente y se había sentado en el límite de la arboleda, de espaldas a su refugio. A sus pies se extendía el estanque y las abundantes charcas dejadas tras de sí por el Tíber al retornar a su cauce tras un desbordamiento. En ellas se reflejaba el gris blanquecino del cielo, más oscuro cuanto más avanzaba el ocaso, y los hocicos de ratas, lirones y otros animalillos que abrevaban con los cuerpos ocultos entre la maleza. Remo se desahogaba tirando piedras al estanque.
- No es buena idea ofender a la divinidad de esas aguas - dijo Rómulo sentándose a su lado.
- ¿Crees que me hará tropezar y caer dentro la próxima vez que pase por la orilla?- respondió de mal humor Remo.
Permanecieron un rato callados. Los perros se habían tumbado juntos, dándose calor, y poco a poco se apagaban los rumores del valle. Desde un punto más elevado de la pendiente les llegaba el sonido de las voces de sus amigos y algunas carcajadas.
- Mañana robaré unas cuantas ovejas a los del Aventino.
- Vendrá mucha gente al mercado ¿Cómo piensas hacerlo? - respondió Rómulo.
Remo se encogió de hombros. Le sobraban fuerza y audacia. A lo largo de la jornada se le presentaría alguna ocasión.
- ¿Y si atrajésemos las reses hacia aquí? - volvió a decir Rómulo ante el silencio de su hermano -. Quizá lo conseguiríamos poniéndoles delante un reguero de sal: lo seguirían para chuparla. Haciéndolas entrar en el bosque de mirto podríamos llevarnos tres o cuatro sin ser descubiertos.  - ¡Tienen razón los Fabios! - exclamó Remo volviéndose hacia él con gesto de rabia - Eres capaz de cualquier cosa con tal de no acercarte al Aventino.
- Eso es mentira. Esta mañana he ido allí y he robado tanta o más sal que tú, si es que has conseguido cogerla porque nadie la ha visto. Y, además, lo he hecho sin recibir ni un golpe.
- Di mejor sin atacar de frente como hacen los hombres. Olvídate de las ovejas. No me interesa la ayuda de un cobarde.
- Hacerse apalear no es de valientes, Remo, sino de tontos.
Rómulo se levantó sin añadir nada y llamó a Bona. Remo, pese a la poca luz, volvió a lanzar piedras con más fuerza. Ambos hermanos contenían la cólera a duras penas, herido cada uno por las palabras del otro.


Anochecía también sobre el Aventino, al otro lado del valle de Murcia. El mayoral de los rebaños de Númitor regresaba de buen humor a su cabaña, apoyándose en su cayado, cuando a pocos pasos de la puerta lo detuvo algo insólito. Un buen montón de sal, bien apilada, se hallaba al lado de la jamba derecha. Comprendió de inmediato su intención: hacerle saber que el hijo de Fáustulo había estado allí, ante su propia casa, desafiando las prohibiciones y los avisos. Estaba seguro de su identidad, pues los guardias de los depósitos de sal habían contado a unos pastores el ataque de los muchachos. Uno de ellos, el rubio corpulento, se les había escurrido de entre las manos subiendo a la cima del Aventino. Caius apretó con rabia el cayado y los dientes.
- ¡Por Fauno, por su hermano Pico y por el dios Latino, padre de ambos, juro que le daré a ese muchacho un escarmiento!
Y llevado por una cólera funesta, ofendió a los dioses derribando con el pie el montón de sal, pisoteándola y esparciéndola por los alrededores antes de entrar en su casa.
- A ese joven del Palatino ¿has vuelto a verlo? – espetó con rudeza a su hija Flora, apenas traspasó el umbral. El rubor delató a la muchacha, a quien también su madre se quedó mirando, asombrada.
- Mañana no bajarás al mercado. Y tú – añadió con igual severidad dirigiéndose a su esposa – no la pierdas de vista ni la dejes sola.
Salió furioso, descendió deprisa hasta la parte más baja del Aventino y alcanzó el refugio de pastores donde solían guarecerse en invierno quienes venían a intercambiar ganado desde los pastos más distantes. El día era demasiado breve para darles tiempo a desplazarse en una jornada y, así, en invierno venían la víspera, asistían al mercado y se marchaban al tercer día.
Los hombres se sorprendieron al verlo llegar, pues se habían despedido de él hacía muy poco. Adivinaron, por su ceño fruncido, que había pasado algo grave. Lo hicieron entrar, le dejaron un buen sitio junto al fuego y esperaron. El refugio era inhóspito: el frío se colaba por algunas rendijas, no había ninguna clase de muebles ni enseres, a excepción del caldero, pues cada pastor llevaba su propia escudilla y se tapaba para dormir con su manto de piel de oveja. En el silencio se oía a los ratones moverse entre la paja de la techumbre.
- Mañana no os retiréis del mercado hasta que yo lo ordene – dijo Caius –. He de arreglar un asunto y os necesito.
Los hombres asintieron. Eran servidores de Númitor desde hacía muchos años. Algunos de ellos habían pastoreado a las órdenes del padre de Caius; otros habían empezado cuando ya éste era el mayoral.
- ¿Es peligroso? – preguntó un joven mirando con disimulo a los más viejos.
- ¡No para quienes estamos acostumbrados a vérnoslas con lobos y otras fieras! – respondió Caius, desarrugando el ceño por primera vez –. Os lo explicaré mañana. Ajustaremos las cuentas a unos mozuelos del Palatino.
Esta respuesta fue recibida con gozo. La vida en los pastos era muy solitaria y si el mercado constituía una fiesta para ellos, el pensar en una pelea les excitaba mucho más. Y ¿habría mayor disfrute que enfrentarse a sus rivales de siempre? Empezaron a hablar todos a la vez: quien recordaba antiguos encontronazos, quien se levantaba la túnica para mostrar las cicatrices de las heridas; quien evocaba su última trifulca. Todos sonreían al imaginarse abriendo brechas en las cabezas y rompiendo piernas a golpes de bastón. ¡Ya podían prepararse esos muchachos!


NOTA: Este ha sido el capítulo 8º de la historia de Remo y Rómulo. 
*La foto del estanque (oscurecida por mí) es detalle de una foto de Alyx Faderland; las fotos de las esculturas son mías; el resto, han sido tomadas de internet.  

domingo, febrero 24, 2013

LA LEYENDA DE ROMA




“No creo que la leyenda de Roma sea solamente una fábula. Creo más bien que se trata de una tradición en la cual realidad y ficción se encuentran presentes e íntimamente mezcladas (…). Recorrer las etapas del nacimiento de Roma significa hacer un tramo en el largo camino de la humanidad, del cual ésta ha sido una etapa crucial. No es casual que antes de Roma los estudiosos hablen de proto-historia. El nacimiento de Roma inaugura la historia.”


ANDREA CARANDINI.-  “La fondazione di Roma”
Traducción: Isabel Barceló.

*Foto: Panel del Ara Pacis con la diosa Tellus, o Venus Genitrix, o Ceres. Isabel Barceló.

jueves, febrero 21, 2013

ALGUNAS PROVOCACIONES


 
 

El amanecer sorprendió a Rómulo, Gordio y Publico Quintili en el extremo más septentrional del Palatino, en el punto donde la colina termina bruscamente y, dando un giro, se aleja del valle de Murcia y se enfrenta cara a cara con el Celio. Habían salido de su refugio cuando aun brillaba en el cielo Luna y, amparándose en su luz, se habían deslizado por el valle hasta alcanzar el ara de Consus. El altar permanecía oculto bajo el suelo y el lugar exacto de su enterramiento estaba señalado por una piedra. Ante ella permanecieron de pie.
- Así actuaremos - dijo Rómulo en voz baja a sus amigos -. Ocultándonos en los matorrales, nos acercaremos sigilosamente a donde están los vigilantes de la sal. Nos colocaremos cada uno en una parte: tú, Gordio, a la izquierda del camino; Publio, tú te situarás a la derecha y yo permaneceré en el centro. Levantaré la mano y, cuando la baje, cada uno de vosotros debe lanzar una piedra sin dejaros ver ni hacer ningún otro ruido. Se trata de que los guardias, al oír caer las piedras, se alejen del camino y vayan a los extremos de las salinas para ver qué ocurre. Yo subiré corriendo, llenaré mi zurrón de sal y bajaré de la misma manera.
- ¿No es muy arriesgado? No podrás defenderte si te sorprenden.
- Confío en vosotros. Si los guardias volviesen hacia el camino, tirad otra piedra. Sólo para hacer ruido y atraer su atención. Les robaremos y no se darán cuenta.
Acordaron dejar a Bona vigilando su cabaña, pues si la llevaban corrían el riesgo de que sus ladridos alertasen a los vigilantes. Una vez puestos de acuerdo y resueltas todas las dudas, los tres muchachos se agacharon y excavaron un hoyo pequeño. Rómulo sacó de su zurrón un puñado de grano, lo arrojó dentro y lo recubrió otra vez mientras pronunciaba palabras rituales para recabar el auxilio de Consus. Una ofrenda acertada, pues ese dios ama proteger lo oculto y quienes urden proyectos secretos lo tienen como patrón.


Remo y los Fabios se habían levantado de buen humor. Estiraban los brazos y las piernas en la puerta de su refugio y esperaban la salida del sol para emprender su hazaña. Seius, intuyendo algún acontecimiento especial, saltaba nervioso y cazaba al vuelo los trozos de torta de harina que le arrojaba su amo. En ese entretenimiento estaban cuando vieron a Rómulo y sus compañeros subir por la ladera a toda velocidad. Se quedaron contemplándolos y luego la curiosidad les hizo salirles al encuentro. Los muchachos resoplaban, pero tenían las caras alegres.
- Mirad - dijo Rómulo mostrándoles su zurrón. Estaba lleno de sal, casi hasta los bordes.
- ¿Sólo traéis esto? ¿Tres muchachos para conseguir este botín? ¡Bah! - dijo Bruto Fabio -. Nosotros traeremos mucho más. Os conviene quedaros aquí y no perder detalle de nuestro ataque. ¡Quizá consigáis aprender…!
Y enseguida se dieron la vuelta y regresaron a su cabaña gastando bromas y riéndose de sus compañeros. Rómulo y los Quintili, aunque molestos, fueron a la suya y dejaron a buen recaudo la sal robada. Al salir, aún tuvieron tiempo de ver a los Fabios y a Remo bajar al valle equipados con sus bastones y sus lanzas, con Seius ladrando y saltando delante y detrás.
Los observaron. El grupo rodeó el estanque al pie de la escalera de Caco, cruzó el valle sin prisas y, cuando alcanzó el Ara Máxima de Hércules, muy cerca ya del camino a cuyos lados estaban los depósitos de sal, Remo se puso en cabeza, lanzó un grito y, agitando ambos brazos armados con el bastón y la lanza, empezó a correr seguido de cerca por los demás.
El escándalo alertó a los guardias de las salinas. Al menos cuatro o cinco salieron al camino para enfrentarlos. Llevaban también bastones y eran hábiles lanzando piedras, así que pronto una lluvia de proyectiles obligó a los asaltantes a separarse y correr agachados. Ellos no podían responder del mismo modo, pues llevaban los zurrones vacíos para cargar la sal y arrojar sus lanzas era arriesgado: si no acertaban, les daban más armas arrojadizas a los guardias. Además, era duro y costoso correr cuesta arriba. Finalmente, cada uno como pudo, alcanzó la altura de los guardias y se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo. Los vigilantes eran hombres fornidos y expertos en defenderse y atacar. Los muchachos, aunque hábiles también, llevaban la peor parte. Finalmente Seius, que libraba su lucha lanzándose contra las piernas de sus enemigos, logro abrir una brecha en el centro.
Viendo ese pasaje libre, Remo dio un golpe para apartar a su rival y se coló por el centro. Corrió colina arriba mientras los otros se quedaban luchando más abajo. Se salió del camino metiéndose a la derecha, cargó su zurrón con unos cuantos puñados de sal, y reemprendió la carrera hasta llegar a la cumbre del Aventino. Allí se escondió en el bosque de laurel e hizo callar a Seius, que corría pegado a sus talones.
Mas esto último no pudo ser visto por Rómulo y los Quintili desde el Palatino, pues los montículos de sal lo ocultaban de la vista. Sí divisaron en cambio cómo los Fabios retrocedían y aprovechaban el cansancio de los guardias para darse la vuelta y bajar corriendo hacia el valle. No fueron perseguidos.
Había ocurrido todo tan deprisa, que Rómulo y sus compañeros no habían tenido tiempo de reaccionar para ir en su ayuda. Y viendo cómo los Fabios pasaban cojeando ante el Ara Máxima de Hércules sin sus bastones, con evidentes signos de haber recibido muchos golpes y cansados como los bueyes después de una jornada tirando de la reja del arado, les pareció mejor no encontrarse con ellos. Bruto y Sexto Fabios eran demasiado orgullosos para reconocer una derrota. Así, Rómulo y los suyos decidieron coger su zurrón con la sal y marcharse a repartirla en secreto por las cabañas de sus familias.


Agazapado en el bosque de laurel de la cima del Aventino, Remo esperó a que la calma regresara a los depósitos de sal. Durante un rato oyó las voces airadas de los vigilantes quienes, una vez habían ahuyentado ladera abajo a dos muchachos, ascendían por el camino en busca del tercero. Examinaron los montículos de sal por si se hubiera escondido allí y, finalmente, desistieron de buscarlo. Cuando sus voces se perdieron en la distancia, Remo rebajó su estado de alerta y se sentó sobre una piedra. Tenía el cuerpo lleno de magulladuras, pero el resultado le parecía muy excitante y satisfactorio pues había conseguido una buena cantidad de sal y los guardias se acordarían durante mucho tiempo de su ataque. Tanto él como los Fabios habían demostrado ser excelentes guerreros, jóvenes cuyo coraje habría de ser tenido en cuenta en un futuro inmediato, apenas terminasen su iniciación. A su lado, Seius se lamía una pata.
Levantó la vista al cielo. Ni una sola nube enturbiaba su color azul pálido, apenas amarilleado por el sol otoñal. Pronto llegaría el solsticio de invierno y con él el final de esa etapa tan lúgubre: los días serían más largos, disfrutaría más de los campos y del aire libre. Pensó en Flora. Ya que estaba en la cima del Aventino, vulnerando todas las prohibiciones, ¿Por qué no ir a buscarla? Los rebaños de los cuales era mayoral su padre pastaban en zonas más bajas y alejadas de allí. Sí, eso haría. Asomó la cabeza por entre los arbustos y oteó los alrededores. Luego, de una carrera alcanzó el camino paralelo al valle de Murcia y se metió en el bosque que lo jalonaba. Bajo la protección de los altos arbustos llegó, sin tropiezos, hasta un robledal próximo a su cabaña y se ocultó.
- ¿Has oído el canto de una lechuza? - dijo la madre de Flora, interrumpiendo su labor de tejido -. ¡Qué extraño! Podría ser un presagio. Haré enseguida una ofrenda a Vesta.
- Yo iré a buscar laurel, madre. Te hará falta si haces alguna purificación - se apresuró a decir Flora mientras se echaba sobre los hombros un manto de piel de cordero.
Salió de la cabaña y esperó. El canto de la lechuza volvió a oírse procedente del grupo de robles y ella escrutó la arboleda. Lo vio allí y con un gesto de la cabeza le indicó que la siguiese. Enseguida alcanzó el bosquecillo de laurel y se internó en él. Al momento la alcanzó Remo.
- ¿Cómo se te ocurre venir aquí? Cualquiera puede verte - dijo entre alarmada y ofendida Flora. Sin embargo, su rostro cambió de expresión al ver un corte en la frente y varias contusiones en el rostro de Remo. Alargó la mano para tocarlas y su mirada se tornó dulce como la miel.
- Estás herido. ¿Qué te ha pasado? Es preciso limpiar ese corte - dijo, y sin esperar respuesta volvió corriendo a la cabaña, destapó la tinaja del exterior donde almacenaban agua y mojó un trozo de lana. Regresó al lado del muchacho, lo hizo sentarse y con sumo cuidado le lavó la herida. Él la abrazó por la cintura.
- Lo he hecho por ti. Me he enfrentado a los guardias de los depósitos para traerte sal. Es de buen augurio. Seré tu marido esta primavera… – y levantando hacia Flora unos ojos cándidos, añadió –: ¿Por qué no viniste a la fuente ayer? Te esperé casi toda la mañana.
- Mi padre me ha prohibido verte, Remo - dijo la muchacha con voz afligida.
Tras unos instantes de estupor, Remo reaccionó con agitación desmedida. Se puso en pie de un salto
- Pero ¿sabe quién soy? No puede despreciar al hijo de Fáustulo, mi padre es un hombre importante, mucho más importante que él.
- Sí, sí, lo sé - respondió Flora con las lágrimas a punto de saltarle de los ojos -. Le ofendió mucho que le mataras un cordero. No sé cómo se enteró.
- ¿La muerte de un cordero es motivo para rechazar un matrimonio? ¡Debería estar contento! Soy el hombre más fuerte de las riberas del Tíber. Y he demostrado muchas veces mi valor.
- Dejemos pasar unos días - dijo Flora con ánimo de apaciguarlo -. Se le olvidará ese incidente. Y si tu padre le habla más adelante…
- No me gustan las prohibiciones y no las voy a aceptar.
- Quiero casarme contigo, Remo – dijo la muchacha cogiéndolo de los brazos –. No empeores la situación. Mi padre cambiará de idea, ya verás.
- Nos casaremos quiera tu padre o no. ¡Puedes jurarlo! Ahora vuelve a casa, Flora, tengo cosas que hacer.
Con tristeza en el corazón y las manos vacías se marchó la joven. ¿Qué se propondría hacer Remo? El provocar a su padre no les sería de ayuda.
Cuando el muchacho vio que Flora había entrado ya en su cabaña, se deslizó con sigilo hasta la puerta. En la parte derecha de la entrada, donde Caius habría de verlo por fuerza al regresar a su casa, vació de sal su zurrón e hizo con ella un pequeño montículo. Así sabría el padre de Flora cuál era su opinión.

NOTA:  Éste es el 7º capítulo de la historia de los gemelos. ¡Esperemos que en el próximo capítulo se tranquilicen...!
Fotos: Isabel Barceló y Rafa Lillo.

miércoles, febrero 20, 2013

EXTRAÑEZA




“Pero ¿quién es este hombre, que un día dice una cosa y mañana hace otra?”
 

EDGARDA FERRI.- “La grancontessa. Vita, avventure e misteri di Matilde di Canossa”


Traducción: Isabel Barceló
 
NOTA: La frase  está extraída de una carta del Papa Gregorio VII a la condesa Matilde de Canossa, en el año 1075. Se refiere al emperador Enrique IV. 
Es perfectamente aplicable a algunas personas más actuales y conocidas.

 *Mano de una escultura del emperador Constantino. Museos Capitolinos. Roma. Foto: Isabel Barceló

NOTA 2: Os dejo la primera parte del vídeo de presentación del libro de relatos "LINAJE OSCURO" de Isabel Martínez Barquero el pasado día 14 de febrero de 2013.